La orquesta del Titanic suena en el Barça
Es cierto, la crisis deportiva es innegable, pero la institucional tiene el aspecto de un hongo radioactivo. Es atómica
Santiago Segurola
El País
Negar la realidad no significa que la realidad se evapore, ni en la pandemia covid-19 ni en el fútbol. Tampoco en el fútbol de la covid-19, el que nos toca vivir. Al Barça también, aunque su presidente, Josep Maria Bartomeu, pretendía obviarlo. Blindado con el chaleco antibalas que le proporciona un vacío Camp Nou, desligó los dramáticos problemas del equipo de la buena salud del club. “Se trata de una crisis deportiva, no institucional”, declaró en su entrevista en Barça TV. Es cierto, la crisis deportiva es innegable, pero la institucional tiene el aspecto de un hongo radioactivo. Es atómica.
No hacía falta el burofax de Messi para revelar la gravísima realidad del Barça, sometido a problemas económicos derivados de la gruesa masa salarial de sus jugadores, de los más veteranos y que peor venta tienen, aunque ninguno de ellos tenga un relevo competente en la plantilla. La incapacidad para detectar, afrontar o arreglar la renovación del equipo es un déficit sólo achacable a los responsables del club. Gastar 1.100 millones de euros en los últimos cinco años y fracasar en la pesca sólo se puede atribuir a una terrible gestión. Un sangrante problema institucional, por tanto.
La derrota con el Bayern tuvo la virtud de acabar con el sistema de respiración asistida del Barça, sumido en una decadencia resaltada puntualmente por goleadas escandalosas. El respirador que asistía al Barça dentro y fuera del campo era Leo Messi, cada vez más solo y cada vez más invocado para lo bueno y lo malo, aunque no se pronunciara su nombre. Se le criticaba a través de un eufemismo difuso: los jugadores.
En la última temporada se atribuyó públicamente un maligno poder a los veteranos en las decisiones del club, se les acusó de forzar el fichaje de Neymar, se les responsabilizó —Abidal dixit— de la destitución de Ernesto Valverde, se les tachó de insolidarios en la negociación del ERTE y finalmente se les ha señalado como perezosos responsables de la catástrofe frente al Bayern. “Se juega como se entrena”, declaró Bartomeu en su intervención en Barça TV. En todas estas ocasiones, aireadas en momentos de hirviente tensión en el club, los jugadores eran Messi, sin que nadie se atreviera a citar su nombre.
Messi, hombre poco pródigo en declaraciones, no dejó pasar un solo episodio para expresar su desagrado y decepción, a través de entrevistas en los medios —RAC 1, Sport— y comunicados en sus redes sociales. Lo mismo ocurrió con el lamentable Barçagate, el caso de la empresa contratada para analizar el comportamiento de las redes sociales con respecto al club, pero que guardaba un secreto letal: también servía para atacar a los críticos con la directiva de Bartomeu, basurear a algunos futbolistas o mofarse de sus familiares.
Todo indica que Messi ha interiorizado esa estrategia como un ataque premeditado y sinuoso, la clase de táctica que se utiliza para colocar a un jugador en la situación de transferible sin comunicarlo públicamente, con sabrosas expectativas económicas para el club. Del resto de jugadores veteranos apenas se puede obtener nada. Peor aún, los veteranos disfrutan de largos y apetitosos contratos que de ninguna manera quieren perder.
Cada respuesta de Messi a los dirigentes del Barça ha sido una señal clamorosa de distanciamiento. Su irritación viene de lejos, pero la patada en la mesa llegó después de las declaraciones de Bartomeu, que se liberó de cualquier responsabilidad y la dirigió al entrenador de turno y a los jugadores. Demasiado para Messi y demasiado para el Barça, que empieza la temporada sin su formidable estrella, con una depresión de campeonato, un litigio feísimo, un equipo que invita a un pesimismo abismal y seis fragorosos meses preelectorales. Es el sonido de la orquesta del Titanic.
Santiago Segurola
El País
Negar la realidad no significa que la realidad se evapore, ni en la pandemia covid-19 ni en el fútbol. Tampoco en el fútbol de la covid-19, el que nos toca vivir. Al Barça también, aunque su presidente, Josep Maria Bartomeu, pretendía obviarlo. Blindado con el chaleco antibalas que le proporciona un vacío Camp Nou, desligó los dramáticos problemas del equipo de la buena salud del club. “Se trata de una crisis deportiva, no institucional”, declaró en su entrevista en Barça TV. Es cierto, la crisis deportiva es innegable, pero la institucional tiene el aspecto de un hongo radioactivo. Es atómica.
No hacía falta el burofax de Messi para revelar la gravísima realidad del Barça, sometido a problemas económicos derivados de la gruesa masa salarial de sus jugadores, de los más veteranos y que peor venta tienen, aunque ninguno de ellos tenga un relevo competente en la plantilla. La incapacidad para detectar, afrontar o arreglar la renovación del equipo es un déficit sólo achacable a los responsables del club. Gastar 1.100 millones de euros en los últimos cinco años y fracasar en la pesca sólo se puede atribuir a una terrible gestión. Un sangrante problema institucional, por tanto.
La derrota con el Bayern tuvo la virtud de acabar con el sistema de respiración asistida del Barça, sumido en una decadencia resaltada puntualmente por goleadas escandalosas. El respirador que asistía al Barça dentro y fuera del campo era Leo Messi, cada vez más solo y cada vez más invocado para lo bueno y lo malo, aunque no se pronunciara su nombre. Se le criticaba a través de un eufemismo difuso: los jugadores.
En la última temporada se atribuyó públicamente un maligno poder a los veteranos en las decisiones del club, se les acusó de forzar el fichaje de Neymar, se les responsabilizó —Abidal dixit— de la destitución de Ernesto Valverde, se les tachó de insolidarios en la negociación del ERTE y finalmente se les ha señalado como perezosos responsables de la catástrofe frente al Bayern. “Se juega como se entrena”, declaró Bartomeu en su intervención en Barça TV. En todas estas ocasiones, aireadas en momentos de hirviente tensión en el club, los jugadores eran Messi, sin que nadie se atreviera a citar su nombre.
Messi, hombre poco pródigo en declaraciones, no dejó pasar un solo episodio para expresar su desagrado y decepción, a través de entrevistas en los medios —RAC 1, Sport— y comunicados en sus redes sociales. Lo mismo ocurrió con el lamentable Barçagate, el caso de la empresa contratada para analizar el comportamiento de las redes sociales con respecto al club, pero que guardaba un secreto letal: también servía para atacar a los críticos con la directiva de Bartomeu, basurear a algunos futbolistas o mofarse de sus familiares.
Todo indica que Messi ha interiorizado esa estrategia como un ataque premeditado y sinuoso, la clase de táctica que se utiliza para colocar a un jugador en la situación de transferible sin comunicarlo públicamente, con sabrosas expectativas económicas para el club. Del resto de jugadores veteranos apenas se puede obtener nada. Peor aún, los veteranos disfrutan de largos y apetitosos contratos que de ninguna manera quieren perder.
Cada respuesta de Messi a los dirigentes del Barça ha sido una señal clamorosa de distanciamiento. Su irritación viene de lejos, pero la patada en la mesa llegó después de las declaraciones de Bartomeu, que se liberó de cualquier responsabilidad y la dirigió al entrenador de turno y a los jugadores. Demasiado para Messi y demasiado para el Barça, que empieza la temporada sin su formidable estrella, con una depresión de campeonato, un litigio feísimo, un equipo que invita a un pesimismo abismal y seis fragorosos meses preelectorales. Es el sonido de la orquesta del Titanic.