La crónica de Roberto Arlt de la final de la Copa América 1929
En el 78° aniversario de su muerte, Olé recuerda al escritor con una nota muy particular: fue el primer partido de fútbol que vio en su vida.
Olé
"Ustedes dirán que soy el globero más extraordinario que ha pisado El Mundo por lo que voy a decirles: ayer fue el primer partido de fútbol que vi en mi vida".
La crónica comienza con una confesión. Por supuesto, su inmenso talento para contar lo que sus ojos veían le permitió arrancar el texto avisándole al lector que no entendía mucho sobre lo que ocurría dentro del campo de juego y, aun así, que su nota sea la más recordada de esa edición del diario El Mundo. Desde la sección Aguafuertes porteñas, donde Roberto Arlt hizo conocido algunos de sus mejores artículos literarios, esta vez se relataba la final de la Copa América de 1929, que la Selección Argentina ganó tras vencer 2-0 en la final a Uruguay. En el 78° aniversario de su muerte, Olé repasa una joya de uno de los escritores más influyentes del siglo XX.
En la vieja cancha de San Lorenzo, Arlt captó los detalles de todo lo que sucedía alrededor del clásico sudamericano y los volcó en una nota que pasó a la historia. El autor de Juguete Rabioso, Los lanzallamas y El amor brujo, entre otros, narró el triunfo nacional pero, fundamentalmente, dejó una obra literaria sobre el ritual entero que implicaba un partido de fútbol en esos tiempos. "Había una cosa que me llamó la atención y era el agua que continuamente caía de lo alto de las tribunas. Le pregunté a un espectador por qué hacían ese regado, y el espectador me contestó que eran ciudadanos argentinos que dentro de la constitución hacían sus necesidades naturales desde las alturas", menciona en un párrafo que podría colarse en cualquier crónica deportiva actual. Como tantas otras costumbres que mejor leerlas por su pluma en el texto titulado "Ayer vi ganar a los argentinos".
LA CRÓNICA COMPLETA DE ROBERTO ARLT DE LA FINAL DE LA COPA AMÉRICA
Ustedes dirán que soy el globero más extraordinario que ha pisado El Mundo por lo que voy a decirles. Ayer fue el primer partido de fútbol que vi en mi vida, es decir, en los veintinueve años de existencia que tengo, si no se cuentan como partidos de fútbol esos con pelota de mano que juegan los purretes y que todos, cuando menos, hemos ensayado con detrimento del calzado y de la ropa. Sí; el primer partido, de modo que no les extrañen las macanas que puedo decir.
“Carnet” de periodista
Una naranja podrida reventó en el cráneo de un lonyi; cuarenta mil pañuelos se agitaron en el aire, y Ferreira de una magnífica patada hizo el primer goal. Ni un equipo de ametralladoras puede hacer más ruido que esas ochenta mil manos que aplaudían el éxito argentino. Tanta gente aplaudía tras mis orejas, que el viento desalojado por las manos zumbaba en mis mejillas.
Luego, el juego decreció de entusiasmo y empecé a tomar apuntes. Aquí van; para que se den cuenta cómo trabaja un cronista que no entiende ni medio de football (creo que así lo escriben los ingleses). He aquí lo que vi. Un negro que vendía un paraguas abollado para librarse del sol. Un regimiento de chicos que vendían ladrillos, cajones, tablas, naranjas, manzanas, bebidas sin alcohol, diarios, retratos de los footbalistas, caramelos, etc., etc. Un jugador argentino dio una costalada, Cherro erró un goal; de pronto suenan aplausos y en la pista de “Las oficiales”, más aplausos a granel. El “Torito de Mataderos”, pasaba entre una barra de admiradores.
Una voz grita tras mío: “Ese Evaristo está toda la tarde con la platea” (y Evaristo fue el que hizo el segundo goal en combinación con Ferreira). Otra naranja podrida estalla en el cráneo del mismo lonyi. Cientos de cachadores miran y se ríen.
Cherro yerra otro goal y un fulano que se esconde tras de los bigotes, se los retuerce al compás de malísimas palabras. Las gradas están negras de espectadores. Sobre estos cuarenta mil porteños, de continuo una mano misteriosa vuelca volantes que caen entre el aire y el sol con resplandores de hojas de plata. Se apelotonan jugadores uruguayos y argentinos en torno de un jugador estirado en el suelo. Fue una patada en la nuca. No hay vuelta; los deportes son saludables. Otra naranja podrida revienta en el cráneo del mismo lonyi. Ferreira gambetea que es un contento. No hay vuelta, es el mejor jugador del equipo, con Evaristo. ¡FerreIra solo!, gritan las tribunas, y otro: “Ahí lo tienen al juego científico”.
Desde un techo
Al sur de la cancha de San Lorenzo de Almagro, sobre Avenida La Plata, hay una fábrica con techo de dos aguas y varias claraboyas. Pues, de pronto, la gente empezó a mirar para aquel lado, y era que de las claraboyas, lo mismo que hormigas, brotaban mirones que en cuatro patas iban a instalarse en el caballete del tejado. Algo como de cinematógrafo. A todo esto el primer tiempo había terminado. Entonces, del alambrado que separa las populares de las plateas, vi despegarse al lonyi que recibía las naranjas podridas en el mate.
Tenía el cogote chorreando de podredumbre, la jeta cansada de tanto estar colgado y se dejó caer en el portland del piso, con gran satisfacción de los propietarios de las naranjas. Ahora el suelo quedó convertido en campamento gitano. Comencé a caminar. Había una cosa que me llamó la atención y era el agua que continuamente caía de lo alto de las tribunas. Le pregunté a un espectador por qué hacían ese regalo, y el espectador me contestó que eran ciudadanos argentinos que dentro de la constitución hacían sus necesidades naturales desde las alturas.
También vi una cosa formidable, y era un montón de purretes colgados de los fierros en la parte inferior de las tribunas, es decir, del lado donde únicamente se ven los pies de los espectadores. Todos estos chicos rivalizaban en agarrarle las piernas a una espectadora para ellos invisible.
Al margen del fútbol
Seguí caminando, pensando en los espectáculos que la suerte me había deparado ver por primera vez en mi vida, y vi un regimiento de mujercitas de aspecto poco edificante acompañadas de la barra de sus “maridos”. Habían hecho rueda en asientos de diarios y tragaban salame de caballo y mortadela de burro.
El ruidoso trabajo de masticación era acompañado de una continua repetición de tragos de un brebaje misterioso que tenían encerrado en un porrón. Luego tropecé con una brigada de forajidos que vendían ladrillos, no para tirárselos a los jugadores, parece que para éstos se reservaban las botellas. Los ladrillos eran para servir de pedestal a los espectadores petisos.
Apareció un negro arramblando con una hoja de puerta, levantó una tribuna y comenzó a vocear; “veinte centavos el asiento”. Varios padres de familia subieron al palco improvisado.
Avenida La Plata. Salí del field, pocos minutos antes que Evaristo hiciera el segundo goal. Todas las puertas de avenida La Plata estaban embanderadas de magníficas pebetas. ¡La pucha si hay lindas muchachas en esta avenida La Plata! De pronto resonó el estruendo de toda una muchedumbre de aplausos; desde lo alto de la tribuna un brazo como un semáforo hizo una señal misteriosa sobre el fondo celeste, y la voz rápidamente levantó un grito en la garganta de todas las pebetas: —Ganamos los argentinos: 2 a 0. Hacía mucho tiempo que los porteños no jugaban con trepidés.
Los uruguayos dieron la impresión de desarrollar un juego más armónico que el de los argentinos, pero éstos, aunque desordenadamente, trabajaron con lo único que da el éxito en la vida: el entusiasmo.
Olé
"Ustedes dirán que soy el globero más extraordinario que ha pisado El Mundo por lo que voy a decirles: ayer fue el primer partido de fútbol que vi en mi vida".
La crónica comienza con una confesión. Por supuesto, su inmenso talento para contar lo que sus ojos veían le permitió arrancar el texto avisándole al lector que no entendía mucho sobre lo que ocurría dentro del campo de juego y, aun así, que su nota sea la más recordada de esa edición del diario El Mundo. Desde la sección Aguafuertes porteñas, donde Roberto Arlt hizo conocido algunos de sus mejores artículos literarios, esta vez se relataba la final de la Copa América de 1929, que la Selección Argentina ganó tras vencer 2-0 en la final a Uruguay. En el 78° aniversario de su muerte, Olé repasa una joya de uno de los escritores más influyentes del siglo XX.
En la vieja cancha de San Lorenzo, Arlt captó los detalles de todo lo que sucedía alrededor del clásico sudamericano y los volcó en una nota que pasó a la historia. El autor de Juguete Rabioso, Los lanzallamas y El amor brujo, entre otros, narró el triunfo nacional pero, fundamentalmente, dejó una obra literaria sobre el ritual entero que implicaba un partido de fútbol en esos tiempos. "Había una cosa que me llamó la atención y era el agua que continuamente caía de lo alto de las tribunas. Le pregunté a un espectador por qué hacían ese regado, y el espectador me contestó que eran ciudadanos argentinos que dentro de la constitución hacían sus necesidades naturales desde las alturas", menciona en un párrafo que podría colarse en cualquier crónica deportiva actual. Como tantas otras costumbres que mejor leerlas por su pluma en el texto titulado "Ayer vi ganar a los argentinos".
LA CRÓNICA COMPLETA DE ROBERTO ARLT DE LA FINAL DE LA COPA AMÉRICA
Ustedes dirán que soy el globero más extraordinario que ha pisado El Mundo por lo que voy a decirles. Ayer fue el primer partido de fútbol que vi en mi vida, es decir, en los veintinueve años de existencia que tengo, si no se cuentan como partidos de fútbol esos con pelota de mano que juegan los purretes y que todos, cuando menos, hemos ensayado con detrimento del calzado y de la ropa. Sí; el primer partido, de modo que no les extrañen las macanas que puedo decir.
“Carnet” de periodista
Una naranja podrida reventó en el cráneo de un lonyi; cuarenta mil pañuelos se agitaron en el aire, y Ferreira de una magnífica patada hizo el primer goal. Ni un equipo de ametralladoras puede hacer más ruido que esas ochenta mil manos que aplaudían el éxito argentino. Tanta gente aplaudía tras mis orejas, que el viento desalojado por las manos zumbaba en mis mejillas.
Luego, el juego decreció de entusiasmo y empecé a tomar apuntes. Aquí van; para que se den cuenta cómo trabaja un cronista que no entiende ni medio de football (creo que así lo escriben los ingleses). He aquí lo que vi. Un negro que vendía un paraguas abollado para librarse del sol. Un regimiento de chicos que vendían ladrillos, cajones, tablas, naranjas, manzanas, bebidas sin alcohol, diarios, retratos de los footbalistas, caramelos, etc., etc. Un jugador argentino dio una costalada, Cherro erró un goal; de pronto suenan aplausos y en la pista de “Las oficiales”, más aplausos a granel. El “Torito de Mataderos”, pasaba entre una barra de admiradores.
Una voz grita tras mío: “Ese Evaristo está toda la tarde con la platea” (y Evaristo fue el que hizo el segundo goal en combinación con Ferreira). Otra naranja podrida estalla en el cráneo del mismo lonyi. Cientos de cachadores miran y se ríen.
Cherro yerra otro goal y un fulano que se esconde tras de los bigotes, se los retuerce al compás de malísimas palabras. Las gradas están negras de espectadores. Sobre estos cuarenta mil porteños, de continuo una mano misteriosa vuelca volantes que caen entre el aire y el sol con resplandores de hojas de plata. Se apelotonan jugadores uruguayos y argentinos en torno de un jugador estirado en el suelo. Fue una patada en la nuca. No hay vuelta; los deportes son saludables. Otra naranja podrida revienta en el cráneo del mismo lonyi. Ferreira gambetea que es un contento. No hay vuelta, es el mejor jugador del equipo, con Evaristo. ¡FerreIra solo!, gritan las tribunas, y otro: “Ahí lo tienen al juego científico”.
Desde un techo
Al sur de la cancha de San Lorenzo de Almagro, sobre Avenida La Plata, hay una fábrica con techo de dos aguas y varias claraboyas. Pues, de pronto, la gente empezó a mirar para aquel lado, y era que de las claraboyas, lo mismo que hormigas, brotaban mirones que en cuatro patas iban a instalarse en el caballete del tejado. Algo como de cinematógrafo. A todo esto el primer tiempo había terminado. Entonces, del alambrado que separa las populares de las plateas, vi despegarse al lonyi que recibía las naranjas podridas en el mate.
Tenía el cogote chorreando de podredumbre, la jeta cansada de tanto estar colgado y se dejó caer en el portland del piso, con gran satisfacción de los propietarios de las naranjas. Ahora el suelo quedó convertido en campamento gitano. Comencé a caminar. Había una cosa que me llamó la atención y era el agua que continuamente caía de lo alto de las tribunas. Le pregunté a un espectador por qué hacían ese regalo, y el espectador me contestó que eran ciudadanos argentinos que dentro de la constitución hacían sus necesidades naturales desde las alturas.
También vi una cosa formidable, y era un montón de purretes colgados de los fierros en la parte inferior de las tribunas, es decir, del lado donde únicamente se ven los pies de los espectadores. Todos estos chicos rivalizaban en agarrarle las piernas a una espectadora para ellos invisible.
Al margen del fútbol
Seguí caminando, pensando en los espectáculos que la suerte me había deparado ver por primera vez en mi vida, y vi un regimiento de mujercitas de aspecto poco edificante acompañadas de la barra de sus “maridos”. Habían hecho rueda en asientos de diarios y tragaban salame de caballo y mortadela de burro.
El ruidoso trabajo de masticación era acompañado de una continua repetición de tragos de un brebaje misterioso que tenían encerrado en un porrón. Luego tropecé con una brigada de forajidos que vendían ladrillos, no para tirárselos a los jugadores, parece que para éstos se reservaban las botellas. Los ladrillos eran para servir de pedestal a los espectadores petisos.
Apareció un negro arramblando con una hoja de puerta, levantó una tribuna y comenzó a vocear; “veinte centavos el asiento”. Varios padres de familia subieron al palco improvisado.
Avenida La Plata. Salí del field, pocos minutos antes que Evaristo hiciera el segundo goal. Todas las puertas de avenida La Plata estaban embanderadas de magníficas pebetas. ¡La pucha si hay lindas muchachas en esta avenida La Plata! De pronto resonó el estruendo de toda una muchedumbre de aplausos; desde lo alto de la tribuna un brazo como un semáforo hizo una señal misteriosa sobre el fondo celeste, y la voz rápidamente levantó un grito en la garganta de todas las pebetas: —Ganamos los argentinos: 2 a 0. Hacía mucho tiempo que los porteños no jugaban con trepidés.
Los uruguayos dieron la impresión de desarrollar un juego más armónico que el de los argentinos, pero éstos, aunque desordenadamente, trabajaron con lo único que da el éxito en la vida: el entusiasmo.