Rastrillar el coronavirus, entre la solidaridad y la desesperación por vivir
Redacción, El Deber
“¿Oye, qué día la enterramos? ¿El viernes? Entonces fue el sábado, doctora. Ese día empecé a tomar los remedios”. Así responde M.L. a las preguntas de Andrea Flores, una de las primeras médicas voluntarias que se presentó a trabajar en las brigadas municipales. En el barrio Jardín Latino todos señalan rápidamente la casa donde hace dos semanas murió con coronavirus la hermana mayor de P.L., que también se queja de dolor de cabeza y fiebre.
Antes de sumarse a los rastrillajes que empezaron el 19 de mayo, Andrea Flores hacía trabajos de voluntariado en el barrio California. Con su acento andino y ceremonioso consulta a los vecinos si quieren dejarla entrar a la vivienda. “Ahora le pregunto a usted si quiere entrar”, pregunta. Y luego otra vez el ping pong inquisitivo: “Él es de la prensa. ¿Está bien que escuche?”. La consulta dura 49 minutos. Desde la distancia que impone la prudencia es imposible escrutar su rostro, cubierto con dos barbijos que asordinan su voz serena.
Al final de la consulta, Andrea Flores se disculpa por la demora, pero ha aprendido que la paciencia es crucial en este momento. Los pacientes necesitan ser escuchados porque muchos descubrieron que en los centros de salud no los quieren atender ante la menor sospecha de Covid-19.
“No puedo apurarlos cuando hablan. Hay que dejarlos extenderse. Sicológicamente les hace bien”. En ese hogar de calle colectora 5 hay infectados de 30 años, de 18, de 60 (M.L. es el más vulnerable).
Sergio, el chofer de taxi contratado por el municipio, acaricia su Biblia mientras espera a la doctora. Suena su handy: “Antes de que suba le echás una lavandineada al asiento y también a ella y tranquilo, siguen su ruta”. Con un aspersor de mano echa la mezcla mientras la doctora Andrea gira sobre sí misma para que las gotitas impregnen su traje de bioseguridad. El rito se repetirá después de las visitas a las cuatro familias que tiene asignadas para el día.
Sin lugar para el desaliento
Alrededor de una larga mesa en la base de operaciones -las oficinas de Parques y Jardines- hay 15 médicos voluntarios que acaban de sumarse al rastrillaje Todos por la Vida. Es jueves y escuchan las últimas instrucciones del médico Herland Vaca Díez, que explica las tres fases que generalmente se presentan en el Covid-19: la fase viral, la pulmonar y la temida tormenta inflamatoria o tormenta de citoquinas. El rastrillaje es una medida de emergencia en la que la sociedad ha tensado músculos para salir a las calles a buscar sospechosos. Como un mantra, los médicos entrevistados dicen “que nadie llegue a la fase final”. Por si acaso, Vaca Díez les espeta: “Esto es una guerra. Si alguien desanima al resto, sáquenlo”.
El cerebro de la sociedad se reunió cuatro días antes a planificar en la Octava División (empresarios, médicos independientes, gobiernos locales, transportistas, universidad, comerciantes, militares, policías) los detalles de la movilización.
Militar: “¡Para la ambulancia, levanten la mano!” Brigadistas: “¡Listos!”
Los músculos salieron a relucir cuatro días después, el sábado 20, en la Villa Primero de Mayo y en el Plan 3.000. En un ambiente de parada militar, frente a la subalcaldía del distrito 7, se ve la fila caqui en posición de firme de la Armada, la alineada disciplina de los trajes blancos de bioseguridad y 15 ambulancias (entre propias y prestadas). Los que escuchan las arengas del gobernador, la alcaldesa y el comandante de la guarnición del Ejército son mayoritariamente jóvenes y se los ve resueltos. Son médicos, bioquímicos, universitarios y obreros que rondan los 35 años o menos. Algunos, como la médica Dina Burgos Mamani, tienen más de nueve años de experiencia. Saben que no será fácil.
Saben también que escasean las camas para el 15% de contagiados que requiere de cuidados intermedios y que no habrá definitivamente espacio para muchos de los que integran el 5% que necesitará respirador y cuidados intensivos. Eso ha movilizado a los voluntarios. Por ejemplo, Blanca Saldaña, decana de Bioquímica, ha instado a sus estudiantes a sumarse al rastrillaje. La alcaldía hizo convocatorias y entre el viernes y el sábado se anotaron 500 médicos para empezar a recorrer las calles durante diez días.
Voz militar, voluntad civil
En 35 minutos, los militares agrupan a los voluntarios según las cuadras que visitarán y asignan ambulancias para moverse. Los voluntarios miran los planos de las cinco unidades vecinales de la Villa que deben ‘repartirse’ por cuadras.
El dirigente del barrio Porvenir, Juan Pablo Flores, no se desprende de tres médicos que ya están en una ambulancia, revisando las bolsas con medicamentos (ibuprofeno, paracetamol, algunos antibióticos, entre otros) que deben repartir. Porvenir es el barrio más grande de la Villa. Abarca toda una unidad vecinal, que está entre las cinco que reportaron más casos de coronavirus. Mientras tanto, los militares han formado dos filas: una con soldados y otra con voluntarios. Están a metro y medio de distancia. “Tienen cinco minutos para saludarse y conocerse. Ellos serán su pareja durante el rastrillaje”, dice el militar con voz de mando. La médica Flora Coca saluda al soldado Ariel Guzmán Chipana, que se lleva instintivamente la mano a la visera y luego intercambian números. Están listos para subir a una de las 15 ambulancias y recorrer, en dos días, la Villa y el Plan 3.000 y luego, en los ocho días restantes, las zonas más atacadas por el virus.
Cuadra por cuadra
Las brigadas llegaron a tiempo a la casa de Rosario M., en El Porvenir, y a la de un vendedor de hamburguesas que no estaba usando barbijo y tenía síntomas de Covid-19. Marisol Melgar y Magaly Navarro revisaron la prueba positiva de Marilyn S., la última en enfermar de una familia de seis integrantes que tuvieron la enfermedad. “Hay tres jóvenes. De 18, 23 y 25. ¿Ellos ya pueden donar plasma?”, pregunta Marilyn. Al frente de su casa, el comentario de la hija mayor de Víctor Hugo Durán es diferente. “Llegaron tarde. El rastrillaje debió empezar antes”. Enterró a su padre hace 12 días. “Él cometió el error de ir a una farmacia de la calle 6 de la Villa. Ahí le dijeron que era inflamación de garganta. Lo inyectaron durante tres días y se puso peor. De la noche a la mañana falleció. En esa farmacia las filas son largas y la gente está amontonada. Deberían ir a ver qué sucede”, cuenta. Ella espera volver a preparar sus desayunos para vender y que su marido, afiliado a la Caja Nacional, se recupere. Felizmente, está respirando mejor, pero no sabe cuándo volverá a trabajar en la empresa de mecánica industrial que lo contrató. No saben qué resultado tuvieron las pruebas que les hicieron en el centro Boris Banzer hace dos semanas. Falta comida para sus cuatro hijos.
Tormenta de dificultades
La médica voluntaria Dina Burgos Mamani parece haber sido puesta a prueba desde que empezó a ayudar a sus vecinos de los barrios Costanera y El Carmen, ambos separados por la avenida Busch. El primer paciente que atendió murió después de volver del centro Perpetuo Socorro, donde los familiares no encontraron ningún médico pese a que debe funcionar las 24 horas. Con una saturación de oxígeno de 87 -es normal que fluctúe entre 95 y 100- en rápido descenso, el paciente murió. Tenía 59 años. Dos días después insistió por un lugar para otro paciente en El Bajío. Incluso intervino Katherine Cuéllar, la directora general de salud del municipio. Solo hubo una camilla y, pese a haber recibido la medicación correcta, sufrió un paro cardiaco. Tenía 49 años. Días después falleció, con Covid-19, la madre del hombre.
El caso que más la conmovió ocurrió al recibir una llamada del call center del municipio (800125700). Una señora había pasado toda la noche despierta, sin poder respirar. La acompañaba su hija de 15 años. La mujer tenía una saturación de 51. Pese a eso, se resistía a ser llevada a un centro. Una hora después, a la una de la madrugada, falleció. Se supo que la mujer no quiso moverse para no dejar sola a su hija en la casa donde alquilaba un espacio, porque también vivían ahí tres hombres.
Con el padre de la niña en España y un tío en Brasil, el subteniente Pérez -que llegó para seguir el caso- dijo rápidamente que la niña tenía que ir a un orfanato o quedarse con la doctora Dina. La adolescente eligió a la doctora. Los trámites para enterrar el cuerpo se prolongaron durante otra jornada agotadora que Dina acompañó hasta el último minuto, colaborada incluso por Mónica Soliz, encargada de coordinar el trabajo con los voluntarios.
Faltan cinco o seis días para completar el rastrillaje. Las primeras cifras mostraron que la pandemia está más extendida de lo que se calculaba. En una sola cuadra del barrio Porvenir hubo dos fallecidos y hasta nueve casos con síntomas. De los 90.500 vecinos visitados en la Villa y en el Plan, 15.400 tienen síntomas entre leve y altamente sospechosos.
La valentía de voluntarios como Dina Burgos permite encontrar y atender a estos pacientes. Sus palabras merecen una reverencia: “Para empezar, no le tengo miedo a la muerte. No nos puede ganar el miedo. Aunque se trate de la persona más leprosa, tiene derecho a que yo me acerque y la revise. Para eso hicimos un juramento”.
“¿Oye, qué día la enterramos? ¿El viernes? Entonces fue el sábado, doctora. Ese día empecé a tomar los remedios”. Así responde M.L. a las preguntas de Andrea Flores, una de las primeras médicas voluntarias que se presentó a trabajar en las brigadas municipales. En el barrio Jardín Latino todos señalan rápidamente la casa donde hace dos semanas murió con coronavirus la hermana mayor de P.L., que también se queja de dolor de cabeza y fiebre.
Antes de sumarse a los rastrillajes que empezaron el 19 de mayo, Andrea Flores hacía trabajos de voluntariado en el barrio California. Con su acento andino y ceremonioso consulta a los vecinos si quieren dejarla entrar a la vivienda. “Ahora le pregunto a usted si quiere entrar”, pregunta. Y luego otra vez el ping pong inquisitivo: “Él es de la prensa. ¿Está bien que escuche?”. La consulta dura 49 minutos. Desde la distancia que impone la prudencia es imposible escrutar su rostro, cubierto con dos barbijos que asordinan su voz serena.
Al final de la consulta, Andrea Flores se disculpa por la demora, pero ha aprendido que la paciencia es crucial en este momento. Los pacientes necesitan ser escuchados porque muchos descubrieron que en los centros de salud no los quieren atender ante la menor sospecha de Covid-19.
“No puedo apurarlos cuando hablan. Hay que dejarlos extenderse. Sicológicamente les hace bien”. En ese hogar de calle colectora 5 hay infectados de 30 años, de 18, de 60 (M.L. es el más vulnerable).
Sergio, el chofer de taxi contratado por el municipio, acaricia su Biblia mientras espera a la doctora. Suena su handy: “Antes de que suba le echás una lavandineada al asiento y también a ella y tranquilo, siguen su ruta”. Con un aspersor de mano echa la mezcla mientras la doctora Andrea gira sobre sí misma para que las gotitas impregnen su traje de bioseguridad. El rito se repetirá después de las visitas a las cuatro familias que tiene asignadas para el día.
Sin lugar para el desaliento
Alrededor de una larga mesa en la base de operaciones -las oficinas de Parques y Jardines- hay 15 médicos voluntarios que acaban de sumarse al rastrillaje Todos por la Vida. Es jueves y escuchan las últimas instrucciones del médico Herland Vaca Díez, que explica las tres fases que generalmente se presentan en el Covid-19: la fase viral, la pulmonar y la temida tormenta inflamatoria o tormenta de citoquinas. El rastrillaje es una medida de emergencia en la que la sociedad ha tensado músculos para salir a las calles a buscar sospechosos. Como un mantra, los médicos entrevistados dicen “que nadie llegue a la fase final”. Por si acaso, Vaca Díez les espeta: “Esto es una guerra. Si alguien desanima al resto, sáquenlo”.
El cerebro de la sociedad se reunió cuatro días antes a planificar en la Octava División (empresarios, médicos independientes, gobiernos locales, transportistas, universidad, comerciantes, militares, policías) los detalles de la movilización.
Militar: “¡Para la ambulancia, levanten la mano!” Brigadistas: “¡Listos!”
Los músculos salieron a relucir cuatro días después, el sábado 20, en la Villa Primero de Mayo y en el Plan 3.000. En un ambiente de parada militar, frente a la subalcaldía del distrito 7, se ve la fila caqui en posición de firme de la Armada, la alineada disciplina de los trajes blancos de bioseguridad y 15 ambulancias (entre propias y prestadas). Los que escuchan las arengas del gobernador, la alcaldesa y el comandante de la guarnición del Ejército son mayoritariamente jóvenes y se los ve resueltos. Son médicos, bioquímicos, universitarios y obreros que rondan los 35 años o menos. Algunos, como la médica Dina Burgos Mamani, tienen más de nueve años de experiencia. Saben que no será fácil.
Saben también que escasean las camas para el 15% de contagiados que requiere de cuidados intermedios y que no habrá definitivamente espacio para muchos de los que integran el 5% que necesitará respirador y cuidados intensivos. Eso ha movilizado a los voluntarios. Por ejemplo, Blanca Saldaña, decana de Bioquímica, ha instado a sus estudiantes a sumarse al rastrillaje. La alcaldía hizo convocatorias y entre el viernes y el sábado se anotaron 500 médicos para empezar a recorrer las calles durante diez días.
Voz militar, voluntad civil
En 35 minutos, los militares agrupan a los voluntarios según las cuadras que visitarán y asignan ambulancias para moverse. Los voluntarios miran los planos de las cinco unidades vecinales de la Villa que deben ‘repartirse’ por cuadras.
El dirigente del barrio Porvenir, Juan Pablo Flores, no se desprende de tres médicos que ya están en una ambulancia, revisando las bolsas con medicamentos (ibuprofeno, paracetamol, algunos antibióticos, entre otros) que deben repartir. Porvenir es el barrio más grande de la Villa. Abarca toda una unidad vecinal, que está entre las cinco que reportaron más casos de coronavirus. Mientras tanto, los militares han formado dos filas: una con soldados y otra con voluntarios. Están a metro y medio de distancia. “Tienen cinco minutos para saludarse y conocerse. Ellos serán su pareja durante el rastrillaje”, dice el militar con voz de mando. La médica Flora Coca saluda al soldado Ariel Guzmán Chipana, que se lleva instintivamente la mano a la visera y luego intercambian números. Están listos para subir a una de las 15 ambulancias y recorrer, en dos días, la Villa y el Plan 3.000 y luego, en los ocho días restantes, las zonas más atacadas por el virus.
Cuadra por cuadra
Las brigadas llegaron a tiempo a la casa de Rosario M., en El Porvenir, y a la de un vendedor de hamburguesas que no estaba usando barbijo y tenía síntomas de Covid-19. Marisol Melgar y Magaly Navarro revisaron la prueba positiva de Marilyn S., la última en enfermar de una familia de seis integrantes que tuvieron la enfermedad. “Hay tres jóvenes. De 18, 23 y 25. ¿Ellos ya pueden donar plasma?”, pregunta Marilyn. Al frente de su casa, el comentario de la hija mayor de Víctor Hugo Durán es diferente. “Llegaron tarde. El rastrillaje debió empezar antes”. Enterró a su padre hace 12 días. “Él cometió el error de ir a una farmacia de la calle 6 de la Villa. Ahí le dijeron que era inflamación de garganta. Lo inyectaron durante tres días y se puso peor. De la noche a la mañana falleció. En esa farmacia las filas son largas y la gente está amontonada. Deberían ir a ver qué sucede”, cuenta. Ella espera volver a preparar sus desayunos para vender y que su marido, afiliado a la Caja Nacional, se recupere. Felizmente, está respirando mejor, pero no sabe cuándo volverá a trabajar en la empresa de mecánica industrial que lo contrató. No saben qué resultado tuvieron las pruebas que les hicieron en el centro Boris Banzer hace dos semanas. Falta comida para sus cuatro hijos.
Tormenta de dificultades
La médica voluntaria Dina Burgos Mamani parece haber sido puesta a prueba desde que empezó a ayudar a sus vecinos de los barrios Costanera y El Carmen, ambos separados por la avenida Busch. El primer paciente que atendió murió después de volver del centro Perpetuo Socorro, donde los familiares no encontraron ningún médico pese a que debe funcionar las 24 horas. Con una saturación de oxígeno de 87 -es normal que fluctúe entre 95 y 100- en rápido descenso, el paciente murió. Tenía 59 años. Dos días después insistió por un lugar para otro paciente en El Bajío. Incluso intervino Katherine Cuéllar, la directora general de salud del municipio. Solo hubo una camilla y, pese a haber recibido la medicación correcta, sufrió un paro cardiaco. Tenía 49 años. Días después falleció, con Covid-19, la madre del hombre.
El caso que más la conmovió ocurrió al recibir una llamada del call center del municipio (800125700). Una señora había pasado toda la noche despierta, sin poder respirar. La acompañaba su hija de 15 años. La mujer tenía una saturación de 51. Pese a eso, se resistía a ser llevada a un centro. Una hora después, a la una de la madrugada, falleció. Se supo que la mujer no quiso moverse para no dejar sola a su hija en la casa donde alquilaba un espacio, porque también vivían ahí tres hombres.
Con el padre de la niña en España y un tío en Brasil, el subteniente Pérez -que llegó para seguir el caso- dijo rápidamente que la niña tenía que ir a un orfanato o quedarse con la doctora Dina. La adolescente eligió a la doctora. Los trámites para enterrar el cuerpo se prolongaron durante otra jornada agotadora que Dina acompañó hasta el último minuto, colaborada incluso por Mónica Soliz, encargada de coordinar el trabajo con los voluntarios.
Faltan cinco o seis días para completar el rastrillaje. Las primeras cifras mostraron que la pandemia está más extendida de lo que se calculaba. En una sola cuadra del barrio Porvenir hubo dos fallecidos y hasta nueve casos con síntomas. De los 90.500 vecinos visitados en la Villa y en el Plan, 15.400 tienen síntomas entre leve y altamente sospechosos.
La valentía de voluntarios como Dina Burgos permite encontrar y atender a estos pacientes. Sus palabras merecen una reverencia: “Para empezar, no le tengo miedo a la muerte. No nos puede ganar el miedo. Aunque se trate de la persona más leprosa, tiene derecho a que yo me acerque y la revise. Para eso hicimos un juramento”.