Tomás Eloy Martínez, el cuidado de su obra y una misión clave “en el nombre del padre”
El autor de esta nota es uno de los siete hijos del gran escritor y es él mismo un periodista de reconocido prestigio. A la muerte del creador de “Santa Evita”, quedó como responsable de su legado y de conducir la fundación que lleva su nombre
Ezequiel Martínez
Infobae
“Para Ezequiel, que fue el primer lector de este libro”, leo en la dedicatoria de mi ejemplar de Purgatorio, la última novela que publicó en vida. Ahora observo ese texto escrito en tinta negra con su letra minúscula –tan parecida a la mía–, y me doy cuenta de que aún no había sido infectada por los estragos de su enfermedad, cuando ya las letras se le empezaban a caer de los renglones. Pero eso fue al final.
Ahora retrocedo a junio de 2008, cuando lo acompañé a Boston para uno de sus tratamientos médicos. Íbamos a aprovechar el viaje, me dijo, para revisar el manuscrito de Purgatorio antes de enviar la versión definitiva a la editorial. Apenas llegamos me entregó las galeras, que comencé a leer en esa soledad de utilería que tienen las clínicas y hospitales. Me aferré a un lápiz sin convicción; tenía la certeza de que no iba a encontrar ni una coma fuera de lugar. El comienzo de la novela es contundente: “Hacía treinta años que Simón Cardoso había muerto cuando Emilia Dupuy, su esposa, lo encontró a la hora del almuerzo en el salón reservado de Trudy Tuesday”. El nombre de Simón se había sumado a la lista de los 30 mil desaparecidos de la dictadura militar, y sin embargo estaba ahí, frente a los ojos de Emilia, aunque permanecía tan joven como entonces. El tiempo no había transcurrido para él.
Unas líneas más abajo de esa primera frase impecable, encontré una escena que no me cerraba… y no me animaba a comentárselo. Seguramente mi juicio era equivocado y había alguna razón que la justificaba. Quién era yo, eterno alumno de sus lógicos consejos y de sus cariñosas sugerencias, para objetarle un renglón a sus ocurrencias de ficción. Así que seguí leyendo, avanzando en esa historia en la que él intentó recuperar a través de la literatura la vida cotidiana de un país que el exilio le había negado.
Varios fragmentos me fueron resultando familiares, porque durante los meses previos me había pedido chequear datos, o que le buscara algo en los archivos, o que hiciera una entrevista. Compartimos la vocación por el periodismo, y eso me permitió ayudarlo muchas veces en sus pesquisas y búsquedas de información. Cada uno de esos pedidos –que me hacía a la distancia y con las urgencias de un cierre de redacción, aunque sólo se tratara de un dato necesario para poder seguir avanzando en sus novelas– se convertía en una lección de periodismo. Cómo y dónde buscar, qué fuentes consultar y cuáles desechar, por dónde encontrar atajos. Cuando yo ya publicaba casi a diario algún artículo en la prensa argentina, me escribía para mentirme: ¨Tu nota es de lo mejor que leí hoy en los diarios”. Sé que siempre estaba atento a todo lo que yo escribía, aun cuando se tratara de una entrada en mi blog o de un recuadro que funcionaba como la guarnición de una nota mayor. Para él no había textos menores, todos representaban un acto íntimo y trascendente, una ceremonia en la que había que entregar todo el ser.
Mientras avanzaba en la lectura de Purgatorio, confirmé que para él esa premisa era además una forma de mantenerse con vida.
Una tarde en que íbamos caminando por Beacon Street, finalmente me arrojó la pregunta que hacía dos o tres días tenía atragantada.
–¿Y… empezaste a leer la novela?
–Sí, ya voy por la parte en que Emilia…
–¿Pero cómo la ves, le encontraste algo? –me interrumpió inquieto.
–Bueno… en la primera página hay una cosa que no me cierra mucho –le dije balbuceante–. ¿Por qué Emilia se mete en el baño del restaurante para refrescarse la cara? ¿Y si después, cuando sale, Simón ya no está? Si yo reencuentro a una persona que desapareció hace treinta años, no me muevo del lugar para no perderla de vista.
–¿Y por qué Emilia va al baño? –repitió mirando a la nada, como reprochándole a su personaje la osadía de moverse con tanta independencia.
–¡No sé, vos la metiste ahí! –le contesté incrédulo.
–¡Ves, eso es lo que necesito! ¡Que me subrayes los desvíos de mi imaginación!
A partir de ahí, mi lápiz perdió la timidez. Los días siguientes trabajamos juntos en alguna corrección aquí y allá, y jugábamos al juego de descubrir al personaje real detrás del camuflado en la ficción. No puedo pensar en otro trabajo más feliz.
Entendí, con los años, que me estaba preparando para hacerme cargo de su legado. Aunque ya me lo había pedido en vida, en su testamento indicó que yo sería el responsable de todas las decisiones sobre su obra, y también de crear una Fundación que conservara sus libros y sus archivos, además de apoyar y estimular la narrativa y el periodismo joven de América latina. “Sólo te pongo una condición –me advirtió–; no abandones tu trabajo ni tu trayectoria para vivir de mi nombre”. Le hice caso, confiando en el talento y el afecto de quienes me acompañaron en esta aventura. Y en eso estoy desde hace diez años.
Me siento muy orgulloso de todo lo que hemos podido hacer en los primeros años de la Fundación TEM. Promovimos docenas de talleres con los principales referentes del periodismo y la narrativa en nuestro país y también del exterior. Tuvimos visitas y diálogos con muchísimos cronistas y escritores de prestigiosa y reconocida trayectoria, en una lista tan abundante como pluralista. Sería injusto dar nombres porque afortunadamente fueron demasiados. Ciclos, presentaciones de libros y conferencias eran cosa de todos los días. Inauguramos exposiciones de reporteros gráficos, impulsamos concursos y premios, publicamos libros con crónicas de jóvenes periodistas. Firmamos convenios con universidades y escuelas de periodismo. Recibimos y atendimos docenas de consultas por los archivos, que pudieron ser catalogados gracias a un subsidio de la AECID y digitalizados con el apoyo de la Fundación Willliams.
La sede de la Fundación TEM en el primer piso de la Biblioteca Miguel Cané en el barrio de Boedo se convirtió en un centro muy activo y en plena ebullición, además de transformarse en un referente en el panorama cultural de la ciudad de Buenos Aires. Todo el mundo quería hacer cosas ahí. Luego se creó en ese lugar el Espacio Borges y tuvimos que cambiar de sede. Esa mudanza más las penurias económicas que sufrimos todos, provocaron que en los dos últimos años no lográramos el apoyo necesario para mantener ese intenso ritmo de actividades.
Aún está pendiente el debate sobre el apoyo del Estado a lugares que intentan preservar con mucho esfuerzo la memoria y el patrimonio intelectual de sus creadores, para evitar su fuga hacia esas universidades estadounidenses que los adquieren con presupuestos generosos, cuando no quedan en un limbo, juntando polvo y desintegrándose en el olvido.
De todas formas, cada día sigo preguntándome y preguntándole a mi viejo si así vamos bien. Como cuando hace una semana la traductora de Purgatorio al danés me consultó sobre algunos argentinismos intraducibles, o su agente literaria me preguntó si me parecía bien la oferta que hacía una editorial de Jordania para traducirla al árabe. O ayer nomás, cuando le dí el ok a la nueva portada de El cantor de tango que se reeditará en marzo. No hay academias ni escuelas de albaceas, y por más conversaciones y consultas que uno haya hecho en vida, las dudas persisten. Por eso todo el tiempo revuelvo sus archivos o releo sus libros, buscando su voz y su voto. Más de una vez me sorprendí encontrando señales y respuestas entre los libros de su biblioteca.
Siento como si me guiñara un ojo. Y yo le doy las gracias y le sonrío.
Ezequiel Martínez
Infobae
“Para Ezequiel, que fue el primer lector de este libro”, leo en la dedicatoria de mi ejemplar de Purgatorio, la última novela que publicó en vida. Ahora observo ese texto escrito en tinta negra con su letra minúscula –tan parecida a la mía–, y me doy cuenta de que aún no había sido infectada por los estragos de su enfermedad, cuando ya las letras se le empezaban a caer de los renglones. Pero eso fue al final.
Ahora retrocedo a junio de 2008, cuando lo acompañé a Boston para uno de sus tratamientos médicos. Íbamos a aprovechar el viaje, me dijo, para revisar el manuscrito de Purgatorio antes de enviar la versión definitiva a la editorial. Apenas llegamos me entregó las galeras, que comencé a leer en esa soledad de utilería que tienen las clínicas y hospitales. Me aferré a un lápiz sin convicción; tenía la certeza de que no iba a encontrar ni una coma fuera de lugar. El comienzo de la novela es contundente: “Hacía treinta años que Simón Cardoso había muerto cuando Emilia Dupuy, su esposa, lo encontró a la hora del almuerzo en el salón reservado de Trudy Tuesday”. El nombre de Simón se había sumado a la lista de los 30 mil desaparecidos de la dictadura militar, y sin embargo estaba ahí, frente a los ojos de Emilia, aunque permanecía tan joven como entonces. El tiempo no había transcurrido para él.
Unas líneas más abajo de esa primera frase impecable, encontré una escena que no me cerraba… y no me animaba a comentárselo. Seguramente mi juicio era equivocado y había alguna razón que la justificaba. Quién era yo, eterno alumno de sus lógicos consejos y de sus cariñosas sugerencias, para objetarle un renglón a sus ocurrencias de ficción. Así que seguí leyendo, avanzando en esa historia en la que él intentó recuperar a través de la literatura la vida cotidiana de un país que el exilio le había negado.
Varios fragmentos me fueron resultando familiares, porque durante los meses previos me había pedido chequear datos, o que le buscara algo en los archivos, o que hiciera una entrevista. Compartimos la vocación por el periodismo, y eso me permitió ayudarlo muchas veces en sus pesquisas y búsquedas de información. Cada uno de esos pedidos –que me hacía a la distancia y con las urgencias de un cierre de redacción, aunque sólo se tratara de un dato necesario para poder seguir avanzando en sus novelas– se convertía en una lección de periodismo. Cómo y dónde buscar, qué fuentes consultar y cuáles desechar, por dónde encontrar atajos. Cuando yo ya publicaba casi a diario algún artículo en la prensa argentina, me escribía para mentirme: ¨Tu nota es de lo mejor que leí hoy en los diarios”. Sé que siempre estaba atento a todo lo que yo escribía, aun cuando se tratara de una entrada en mi blog o de un recuadro que funcionaba como la guarnición de una nota mayor. Para él no había textos menores, todos representaban un acto íntimo y trascendente, una ceremonia en la que había que entregar todo el ser.
Mientras avanzaba en la lectura de Purgatorio, confirmé que para él esa premisa era además una forma de mantenerse con vida.
Una tarde en que íbamos caminando por Beacon Street, finalmente me arrojó la pregunta que hacía dos o tres días tenía atragantada.
–¿Y… empezaste a leer la novela?
–Sí, ya voy por la parte en que Emilia…
–¿Pero cómo la ves, le encontraste algo? –me interrumpió inquieto.
–Bueno… en la primera página hay una cosa que no me cierra mucho –le dije balbuceante–. ¿Por qué Emilia se mete en el baño del restaurante para refrescarse la cara? ¿Y si después, cuando sale, Simón ya no está? Si yo reencuentro a una persona que desapareció hace treinta años, no me muevo del lugar para no perderla de vista.
–¿Y por qué Emilia va al baño? –repitió mirando a la nada, como reprochándole a su personaje la osadía de moverse con tanta independencia.
–¡No sé, vos la metiste ahí! –le contesté incrédulo.
–¡Ves, eso es lo que necesito! ¡Que me subrayes los desvíos de mi imaginación!
A partir de ahí, mi lápiz perdió la timidez. Los días siguientes trabajamos juntos en alguna corrección aquí y allá, y jugábamos al juego de descubrir al personaje real detrás del camuflado en la ficción. No puedo pensar en otro trabajo más feliz.
Entendí, con los años, que me estaba preparando para hacerme cargo de su legado. Aunque ya me lo había pedido en vida, en su testamento indicó que yo sería el responsable de todas las decisiones sobre su obra, y también de crear una Fundación que conservara sus libros y sus archivos, además de apoyar y estimular la narrativa y el periodismo joven de América latina. “Sólo te pongo una condición –me advirtió–; no abandones tu trabajo ni tu trayectoria para vivir de mi nombre”. Le hice caso, confiando en el talento y el afecto de quienes me acompañaron en esta aventura. Y en eso estoy desde hace diez años.
Me siento muy orgulloso de todo lo que hemos podido hacer en los primeros años de la Fundación TEM. Promovimos docenas de talleres con los principales referentes del periodismo y la narrativa en nuestro país y también del exterior. Tuvimos visitas y diálogos con muchísimos cronistas y escritores de prestigiosa y reconocida trayectoria, en una lista tan abundante como pluralista. Sería injusto dar nombres porque afortunadamente fueron demasiados. Ciclos, presentaciones de libros y conferencias eran cosa de todos los días. Inauguramos exposiciones de reporteros gráficos, impulsamos concursos y premios, publicamos libros con crónicas de jóvenes periodistas. Firmamos convenios con universidades y escuelas de periodismo. Recibimos y atendimos docenas de consultas por los archivos, que pudieron ser catalogados gracias a un subsidio de la AECID y digitalizados con el apoyo de la Fundación Willliams.
La sede de la Fundación TEM en el primer piso de la Biblioteca Miguel Cané en el barrio de Boedo se convirtió en un centro muy activo y en plena ebullición, además de transformarse en un referente en el panorama cultural de la ciudad de Buenos Aires. Todo el mundo quería hacer cosas ahí. Luego se creó en ese lugar el Espacio Borges y tuvimos que cambiar de sede. Esa mudanza más las penurias económicas que sufrimos todos, provocaron que en los dos últimos años no lográramos el apoyo necesario para mantener ese intenso ritmo de actividades.
Aún está pendiente el debate sobre el apoyo del Estado a lugares que intentan preservar con mucho esfuerzo la memoria y el patrimonio intelectual de sus creadores, para evitar su fuga hacia esas universidades estadounidenses que los adquieren con presupuestos generosos, cuando no quedan en un limbo, juntando polvo y desintegrándose en el olvido.
De todas formas, cada día sigo preguntándome y preguntándole a mi viejo si así vamos bien. Como cuando hace una semana la traductora de Purgatorio al danés me consultó sobre algunos argentinismos intraducibles, o su agente literaria me preguntó si me parecía bien la oferta que hacía una editorial de Jordania para traducirla al árabe. O ayer nomás, cuando le dí el ok a la nueva portada de El cantor de tango que se reeditará en marzo. No hay academias ni escuelas de albaceas, y por más conversaciones y consultas que uno haya hecho en vida, las dudas persisten. Por eso todo el tiempo revuelvo sus archivos o releo sus libros, buscando su voz y su voto. Más de una vez me sorprendí encontrando señales y respuestas entre los libros de su biblioteca.
Siento como si me guiñara un ojo. Y yo le doy las gracias y le sonrío.