Irak, campo de la batalla entre EE UU e Irán por la hegemonía regional
El asesinato del general Qasem Soleimani es un golpe al núcleo del régimen islámico, tal vez el más grave posible sin atacar directamente Irán
Ángeles Espinosa
El País
Irán y Estados Unidos han convertido Irak en su campo de batalla. Con el asesinato del general Qasem Soleimani, Washington no solo abre un nuevo capítulo en el conflicto que mantiene con Teherán, sino que ha entrado al trapo en el juego iraní y eso corre el riesgo de desencadenar una guerra más amplia por el control de Oriente Próximo.
La operación para eliminar al cerebro de la política iraní en la región y verdadero poder fáctico en Irak no se ha producido en el vacío. Sucede tras la escalada de la última semana y varios meses de provocaciones iraníes apenas disimuladas. Arrinconado por las durísimas sanciones estadounidenses y herido en su orgullo por la decisión del presidente Donald Trump de abandonar el acuerdo nuclear, el régimen iraní ha recurrido a sus armas favoritas: el uso de milicias aliadas que le hagan el trabajo sucio y le permitan evitar las represalias directas. Sin embargo, la reacción de Washington puede haber ido más lejos de lo que esperaba.
Cuando la semana pasada la aviación norteamericana bombardeó varias posiciones de la milicia iraquí proiraní Kataeb Hezbolá (KH, Brigadas del Partido de Dios, un grupo diferente del Hezbolá libanés a pesar de sus afinidades), hizo justo lo que Teherán pretendía: darle un pretexto para desviar la atención a sus crecientes problemas en Irak. El ataque de KH a la base K-1, que mató a un contratista estadounidense (y a varios iraquíes) y desencadenó la represalia, seguía a una decena de acciones similares desde el pasado octubre contra bases en las que hay presencia norteamericana. Era solo cuestión de tiempo que una de ellas causara una baja entre sus varios miles de militares o personal auxiliar.
La contundente respuesta estadounidense permitió que Irán y sus aliados iraquíes trasladaran el peso de la grave crisis política iraquí a Washington. Siguiendo el guion del manual iraní, una turba logró acceder al recinto de la Embajada de Estados Unidos en Bagdad, sin que las fuerzas de seguridad iraquíes hicieran nada por evitarlo (a pesar de encontrarse dentro de la Zona Verde) e incluso, según las imágenes, con la participación activa de algunos de sus miembros en el asalto. La presencia entre la multitud de varios de los cabecillas de las milicias, incluido el jefe de KH, Abu Mahdi al Mohandes, no dejaba lugar a dudas. A pesar de su teórica incorporación a las fuerzas armadas convencionales, esos grupos paramilitares obedecían a Soleimani, es decir, a la República Islámica.
Mientras los analistas hacían paralelismos con el ataque a la Embajada norteamericana en la ciudad libia de Bengasi (2012) o el asalto que sufrió la legación en Teherán (1979), los iraquíes que desde hace tres meses protestan contra la corrupción de su sistema político y la excesiva influencia de Irán en su país temían un golpe que frustra sus reivindicaciones.
Tras 48 horas de tensión, durante las que se hizo evidente la impotencia de los políticos iraquíes, alguien dio la orden de retirada y la policía volvió a desplegarse en el perímetro exterior de la Embajada (dentro la seguridad se había reforzado con un centenar de marines). Parecía que lo peor había pasado. Hasta que esta madrugada se ha conocido el asesinato selectivo de Soleimani, a quien acompañaba, entre otros, Al Mohandes (nombre de guerra de Jamal Jafaar Mohamed al Ibrahimi, que ya en 1983 atentó contra la Embajada de Estados Unidos en Kuwait).
No está claro si Washington ha evaluado las consecuencias de la escalada, o si ha caído en la trampa que los iraníes le han tendido en Irak. Pero matar a Soleimani es mucho más que matar a un jefe militar. El jefe de la Fuerza Al Quds, el cuerpo de élite de la Guardia Revolucionaria, era visto como un héroe en Irán y entre los chiíes de los países vecinos. Además, se le consideraba el segundo hombre más poderoso de la República Islámica, solo por debajo del líder supremo, el ayatolá Ali Jamenei.
Soleimani, cuyo mito alimentaban por igual amigos y enemigos, ha sido el artífice de la supervivencia de Bachar el Asad en Siria; también el hombre que se colgó los galones de la lucha contra el Estado Islámico al difundir con astucia en las redes sociales fotografías de su presencia junto a los milicianos en las trincheras de Irak. Su desaparición va más allá de la represalia por los ataques que Estados Unidos le atribuye contra sus intereses en la región. Se trata de un golpe al núcleo del régimen islámico, tal vez el más grave posible sin atacar directamente Irán. Ello hace casi imposible que el león herido en que se ha convertido Jamenei no responda.
Ángeles Espinosa
El País
Irán y Estados Unidos han convertido Irak en su campo de batalla. Con el asesinato del general Qasem Soleimani, Washington no solo abre un nuevo capítulo en el conflicto que mantiene con Teherán, sino que ha entrado al trapo en el juego iraní y eso corre el riesgo de desencadenar una guerra más amplia por el control de Oriente Próximo.
La operación para eliminar al cerebro de la política iraní en la región y verdadero poder fáctico en Irak no se ha producido en el vacío. Sucede tras la escalada de la última semana y varios meses de provocaciones iraníes apenas disimuladas. Arrinconado por las durísimas sanciones estadounidenses y herido en su orgullo por la decisión del presidente Donald Trump de abandonar el acuerdo nuclear, el régimen iraní ha recurrido a sus armas favoritas: el uso de milicias aliadas que le hagan el trabajo sucio y le permitan evitar las represalias directas. Sin embargo, la reacción de Washington puede haber ido más lejos de lo que esperaba.
Cuando la semana pasada la aviación norteamericana bombardeó varias posiciones de la milicia iraquí proiraní Kataeb Hezbolá (KH, Brigadas del Partido de Dios, un grupo diferente del Hezbolá libanés a pesar de sus afinidades), hizo justo lo que Teherán pretendía: darle un pretexto para desviar la atención a sus crecientes problemas en Irak. El ataque de KH a la base K-1, que mató a un contratista estadounidense (y a varios iraquíes) y desencadenó la represalia, seguía a una decena de acciones similares desde el pasado octubre contra bases en las que hay presencia norteamericana. Era solo cuestión de tiempo que una de ellas causara una baja entre sus varios miles de militares o personal auxiliar.
La contundente respuesta estadounidense permitió que Irán y sus aliados iraquíes trasladaran el peso de la grave crisis política iraquí a Washington. Siguiendo el guion del manual iraní, una turba logró acceder al recinto de la Embajada de Estados Unidos en Bagdad, sin que las fuerzas de seguridad iraquíes hicieran nada por evitarlo (a pesar de encontrarse dentro de la Zona Verde) e incluso, según las imágenes, con la participación activa de algunos de sus miembros en el asalto. La presencia entre la multitud de varios de los cabecillas de las milicias, incluido el jefe de KH, Abu Mahdi al Mohandes, no dejaba lugar a dudas. A pesar de su teórica incorporación a las fuerzas armadas convencionales, esos grupos paramilitares obedecían a Soleimani, es decir, a la República Islámica.
Mientras los analistas hacían paralelismos con el ataque a la Embajada norteamericana en la ciudad libia de Bengasi (2012) o el asalto que sufrió la legación en Teherán (1979), los iraquíes que desde hace tres meses protestan contra la corrupción de su sistema político y la excesiva influencia de Irán en su país temían un golpe que frustra sus reivindicaciones.
Tras 48 horas de tensión, durante las que se hizo evidente la impotencia de los políticos iraquíes, alguien dio la orden de retirada y la policía volvió a desplegarse en el perímetro exterior de la Embajada (dentro la seguridad se había reforzado con un centenar de marines). Parecía que lo peor había pasado. Hasta que esta madrugada se ha conocido el asesinato selectivo de Soleimani, a quien acompañaba, entre otros, Al Mohandes (nombre de guerra de Jamal Jafaar Mohamed al Ibrahimi, que ya en 1983 atentó contra la Embajada de Estados Unidos en Kuwait).
No está claro si Washington ha evaluado las consecuencias de la escalada, o si ha caído en la trampa que los iraníes le han tendido en Irak. Pero matar a Soleimani es mucho más que matar a un jefe militar. El jefe de la Fuerza Al Quds, el cuerpo de élite de la Guardia Revolucionaria, era visto como un héroe en Irán y entre los chiíes de los países vecinos. Además, se le consideraba el segundo hombre más poderoso de la República Islámica, solo por debajo del líder supremo, el ayatolá Ali Jamenei.
Soleimani, cuyo mito alimentaban por igual amigos y enemigos, ha sido el artífice de la supervivencia de Bachar el Asad en Siria; también el hombre que se colgó los galones de la lucha contra el Estado Islámico al difundir con astucia en las redes sociales fotografías de su presencia junto a los milicianos en las trincheras de Irak. Su desaparición va más allá de la represalia por los ataques que Estados Unidos le atribuye contra sus intereses en la región. Se trata de un golpe al núcleo del régimen islámico, tal vez el más grave posible sin atacar directamente Irán. Ello hace casi imposible que el león herido en que se ha convertido Jamenei no responda.