Rudy Giuliani, cerco al ministro de las sombras
El extraordinario viaje de quien fue el "alcalde de América" y terminó empujando al precipicio al presidente que le contrató para protegerlo
Pablo Guimón
Washington, El País
Dos portadas de la revista Time, separadas por 18 años, ilustran la extraordinaria caída en picado de Rudy Giuliani. Alzado sobre la azotea de un rascacielos, como un superhéroe con Manhattan a sus pies, en la Navidad de 2001 la revista lo retrataba como personaje del año, y se refería a él como “el alcalde de América”. En noviembre pasado, su rostro ya anciano, desafiante, chulesco, en primer plano y en blanco y negro, ilustraba otra portada con un titular bien diferente: “Secretario de ofensa”.
La fiscalía del sur de Nueva York, que él mismo dirigió con mano dura en los ochenta, investiga ahora a Giuliani. Su nombre se repite centenares de veces en los interrogatorios de la investigación para el impeachment de Donald Trump. Estados Unidos se pregunta qué le ha pasado a Rudy Giuliani. Pero casi cuatro décadas de vida pública están ahí para quien quiera buscar explicaciones. La misma naturaleza volcánica que le convirtió en el héroe de un país en duelo le han llevado a acompañar al borde del precipicio a un presidente que le contrató para protegerlo.
Hijo de inmigrantes italianos, su padre, fontanero y camarero, había trabajado de matón de una red mafiosa local. El crimen organizado, que dictaba su ley en el Brooklyn donde creció, era pues algo casi familiar para Rudy Giuliani cuando en 1983 se convirtió en fiscal del Distrito Sur de Nueva York. Dos años después protagonizó un legendario golpe a la mafia.
Cayeron 11 capos de las cinco familias de Nueva York. Giuliani brilló. Era valiente, idealista, ambicioso. Hablaba el lenguaje de la calle. Al segundo intento, en 1993, llegó a la alcaldía de Nueva York.
Eran tiempos duros en la ciudad. Dos mil asesinatos al año, casi seis al día. Giuliani construyó su campaña sobre el argumento de la mano dura contra el crimen. Iba a limpiar la ciudad. Pero las tácticas agresivas que tanto éxito le reportaron los primeros cuatro años se empezaron a volver contra él en su segundo mandato. Escándalos de violencia policial. Acusaciones de racismo. La ciudad empezaba a rechazar a su alcalde.
Negada por ley la posibilidad de presentarse a un tercer mandato, intentó sin éxito lograr un escaño en el Senado. Se enfrentó a la entonces primera dama, Hillary Clinton. En cuatro semanas frenéticas, el alcalde anunció que padecía cáncer de próstata, los tabloides airearon una relación extramatrimonial, anunció la separación de su mujer y, el 19 de mayo de 2000, abandonó su carrera al Senado.
Entonces, cuando solo le quedaba un ocaso de dos meses hasta dejar la alcaldía, llegaron los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Rudy Giuliani tomó el control. Nunca se conoce del todo la talla de un político hasta un momento de auténtica crisis. Y Giuliani, de nuevo, brilló. Los peores días de su ciudad fueron los mejores días de su carrera.
Fuera de la alcaldía, supo capitalizar la heroicidad. Hizo de ella su marca. Publicó un libro llamado Liderazgo, dio conferencias por todo el mundo, fundó una consultoría de seguridad. Y, en 2006, anunció su inevitable carrera presidencial.
Su baza, claro, era el liderazgo mostrado el 11 de septiembre. De hecho, todo era el 11-S. Alguien se lo hizo ver, y ese alguien fue Joe Biden. “Solo hay tres cosas que menciona en una frase. Un sustantivo, un verbo, y el 11-S”, le ridiculizó el futuro vicepresidente, en un debate de las primarias demócratas en octubre de 2007.
Fue un golpe terrible para el ego de Giuliani. Nunca se lo perdonó a Biden. Poco después se retiraba de la carrera presidencial. Sus negocios también se vieron afectados. Un perdedor ya no podía venderse como el gran líder. Cayó, por primera vez en muchos años, en una discreta irrelevancia. Hasta que, en 2015, Donald Trump anunció que se presentaba a presidente.
Se conocían desde hacía décadas y sus historias guardaban evidentes similitudes. Ambos triunfaron en Manhattan con el estigma de haberse criado en los barrios exteriores. Ambos buscaron la luz de los focos y sus vidas alimentaron a los tabloides.
Giuliani se convirtió en una de las primeras figuras del establishment republicano que apoyaron a Trump en su carrera presidencial. Trump sí ganó. Y una vez en la Casa Blanca, le ofreció varios puestos, que Giuliani rechazó con la esperanza de ser nombrado secretario de Estado, algo que Trump y su yerno Jared Kushner no veían claro. Finalmente, decidió quedarse fuera del Gobierno, como consejero y amigo. Y en el momento de máxima necesidad, Trump recurrió a él.
En 2018 el fiscal especial Robert Mueller estrechaba el cerco sobre el presidente. Trump se dio cuenta de que tenía que pasar a la ofensiva y decidió contar para ello con Giuliani, que se convirtió en su abogado personal en abril de 2018.
La política, que dio la fama a Giuliani, no le había hecho rico. Pero desde que dejó la alcaldía la cosa cambió. En 2017, según sus abogados, ganó 9,5 millones de dólares. Su nueva ocupación al servicio del presidente, por la que Giuliani se jacta de que no cobra, le permite actuar como esa especie de secretario de Estado en la sombra que se ha descrito en los testimonios del impeachment y, a la vez, seguir con sus lucrativas actividades privadas. Giuliani ha alternado durante su vida etapas de poder político y de enriquecimiento económico. Pero, por primera vez, en el último año y medio ha mezclado ambas actividades. Y entonces llegaron los problemas.
Hubo un momento en que sus interlocutores no sabían qué intereses representaba Giuliani. ¿Los suyos propios como consultor? ¿Los de su cliente Donald Trump? ¿Los de EE UU? En una Administración con una inagotable capacidad de producir noticias, las actividades por el mundo de Giuliani no eran el principal foco de atención. Hasta que Ucrania se cruzó en su camino.
Buscando defender al presidente de la investigación de Mueller, dio con un arma conveniente. Como todas las teorías, tiene un poso de verdad. Es cierto que el anterior ejecutivo de Kiev realizó una campaña mediática y de influencia contra Trump en las elecciones, pero la trama en cuestión va mucho más allá. Sostiene que fue Ucrania, y no Rusia, la que intervino los correos de los demócratas, algo rechazado tanto por el informe Mueller como por los servicios de inteligencia estadounidenses, que lo contemplan como un intento de la inteligencia rusa de desviar la atención de su contrastada injerencia en 2016.
Clave en los problemas de Giuliani son Lev Parnas e Igor Fruman, dos empresarios basados en Florida con quienes empezó a trabajar en agosto de 2018. Parnas, de origen ucranio, pagó a Giuliani un anticipo de 500.000 dólares por lo que dijo era asesoría legal y de seguridad. Su asociación con Giuliani, que exhibían en sus redes sociales, les abrió las puertas de los círculos republicanos, y ellos ayudaban supuestamente a Giuliani en Ucrania.
En octubre, Parnas y Fruman fueron arrestados, acusados de comprar influencia política dirigiendo donaciones extranjeras para políticos estadounidenses. La investigación ha arrojado luz sobre sus manejos con Giuliani. Según informó The Wall Street Journal esta semana, los fiscales están investigando casi una decena de delitos que pudo haber cometido el exalcalde, incluido obstrucción, blanqueo de dinero y conspiración para defraudar a EE UU. Además, examinan si violó las leyes de lobby al maniobrar contra la embajadora estadounidense en Kiev, Marie Yovanovitch. También esta semana, The New York Times publicaba que Giuliani estudió hacer negocios personales con oficiales ucranios al mismo tiempo que buscaba su apoyo para obtener información sobre los rivales de Trump.
Los problemas se le amontonan a Giuliani. Tanto que, por primera vez, hasta el propio Trump ha querido marcar distancias con él esta semana. Durante meses, según los testimonios del impeachment, cuando alguien de su Administración le preguntaba algo de Ucrania, Trump le decía que lo hablara con Giuliani. Este martes, en una entrevista radiofónica, le preguntaron al presidente qué hacía exactamente Giuliani en Ucrania en su nombre. “Tendrán que preguntarle a Rudy”, contestó Trump. “Yo ni siquiera lo sé”.
Pablo Guimón
Washington, El País
Dos portadas de la revista Time, separadas por 18 años, ilustran la extraordinaria caída en picado de Rudy Giuliani. Alzado sobre la azotea de un rascacielos, como un superhéroe con Manhattan a sus pies, en la Navidad de 2001 la revista lo retrataba como personaje del año, y se refería a él como “el alcalde de América”. En noviembre pasado, su rostro ya anciano, desafiante, chulesco, en primer plano y en blanco y negro, ilustraba otra portada con un titular bien diferente: “Secretario de ofensa”.
La fiscalía del sur de Nueva York, que él mismo dirigió con mano dura en los ochenta, investiga ahora a Giuliani. Su nombre se repite centenares de veces en los interrogatorios de la investigación para el impeachment de Donald Trump. Estados Unidos se pregunta qué le ha pasado a Rudy Giuliani. Pero casi cuatro décadas de vida pública están ahí para quien quiera buscar explicaciones. La misma naturaleza volcánica que le convirtió en el héroe de un país en duelo le han llevado a acompañar al borde del precipicio a un presidente que le contrató para protegerlo.
Hijo de inmigrantes italianos, su padre, fontanero y camarero, había trabajado de matón de una red mafiosa local. El crimen organizado, que dictaba su ley en el Brooklyn donde creció, era pues algo casi familiar para Rudy Giuliani cuando en 1983 se convirtió en fiscal del Distrito Sur de Nueva York. Dos años después protagonizó un legendario golpe a la mafia.
Cayeron 11 capos de las cinco familias de Nueva York. Giuliani brilló. Era valiente, idealista, ambicioso. Hablaba el lenguaje de la calle. Al segundo intento, en 1993, llegó a la alcaldía de Nueva York.
Eran tiempos duros en la ciudad. Dos mil asesinatos al año, casi seis al día. Giuliani construyó su campaña sobre el argumento de la mano dura contra el crimen. Iba a limpiar la ciudad. Pero las tácticas agresivas que tanto éxito le reportaron los primeros cuatro años se empezaron a volver contra él en su segundo mandato. Escándalos de violencia policial. Acusaciones de racismo. La ciudad empezaba a rechazar a su alcalde.
Negada por ley la posibilidad de presentarse a un tercer mandato, intentó sin éxito lograr un escaño en el Senado. Se enfrentó a la entonces primera dama, Hillary Clinton. En cuatro semanas frenéticas, el alcalde anunció que padecía cáncer de próstata, los tabloides airearon una relación extramatrimonial, anunció la separación de su mujer y, el 19 de mayo de 2000, abandonó su carrera al Senado.
Entonces, cuando solo le quedaba un ocaso de dos meses hasta dejar la alcaldía, llegaron los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Rudy Giuliani tomó el control. Nunca se conoce del todo la talla de un político hasta un momento de auténtica crisis. Y Giuliani, de nuevo, brilló. Los peores días de su ciudad fueron los mejores días de su carrera.
Fuera de la alcaldía, supo capitalizar la heroicidad. Hizo de ella su marca. Publicó un libro llamado Liderazgo, dio conferencias por todo el mundo, fundó una consultoría de seguridad. Y, en 2006, anunció su inevitable carrera presidencial.
Su baza, claro, era el liderazgo mostrado el 11 de septiembre. De hecho, todo era el 11-S. Alguien se lo hizo ver, y ese alguien fue Joe Biden. “Solo hay tres cosas que menciona en una frase. Un sustantivo, un verbo, y el 11-S”, le ridiculizó el futuro vicepresidente, en un debate de las primarias demócratas en octubre de 2007.
Fue un golpe terrible para el ego de Giuliani. Nunca se lo perdonó a Biden. Poco después se retiraba de la carrera presidencial. Sus negocios también se vieron afectados. Un perdedor ya no podía venderse como el gran líder. Cayó, por primera vez en muchos años, en una discreta irrelevancia. Hasta que, en 2015, Donald Trump anunció que se presentaba a presidente.
Se conocían desde hacía décadas y sus historias guardaban evidentes similitudes. Ambos triunfaron en Manhattan con el estigma de haberse criado en los barrios exteriores. Ambos buscaron la luz de los focos y sus vidas alimentaron a los tabloides.
Giuliani se convirtió en una de las primeras figuras del establishment republicano que apoyaron a Trump en su carrera presidencial. Trump sí ganó. Y una vez en la Casa Blanca, le ofreció varios puestos, que Giuliani rechazó con la esperanza de ser nombrado secretario de Estado, algo que Trump y su yerno Jared Kushner no veían claro. Finalmente, decidió quedarse fuera del Gobierno, como consejero y amigo. Y en el momento de máxima necesidad, Trump recurrió a él.
En 2018 el fiscal especial Robert Mueller estrechaba el cerco sobre el presidente. Trump se dio cuenta de que tenía que pasar a la ofensiva y decidió contar para ello con Giuliani, que se convirtió en su abogado personal en abril de 2018.
La política, que dio la fama a Giuliani, no le había hecho rico. Pero desde que dejó la alcaldía la cosa cambió. En 2017, según sus abogados, ganó 9,5 millones de dólares. Su nueva ocupación al servicio del presidente, por la que Giuliani se jacta de que no cobra, le permite actuar como esa especie de secretario de Estado en la sombra que se ha descrito en los testimonios del impeachment y, a la vez, seguir con sus lucrativas actividades privadas. Giuliani ha alternado durante su vida etapas de poder político y de enriquecimiento económico. Pero, por primera vez, en el último año y medio ha mezclado ambas actividades. Y entonces llegaron los problemas.
Hubo un momento en que sus interlocutores no sabían qué intereses representaba Giuliani. ¿Los suyos propios como consultor? ¿Los de su cliente Donald Trump? ¿Los de EE UU? En una Administración con una inagotable capacidad de producir noticias, las actividades por el mundo de Giuliani no eran el principal foco de atención. Hasta que Ucrania se cruzó en su camino.
Buscando defender al presidente de la investigación de Mueller, dio con un arma conveniente. Como todas las teorías, tiene un poso de verdad. Es cierto que el anterior ejecutivo de Kiev realizó una campaña mediática y de influencia contra Trump en las elecciones, pero la trama en cuestión va mucho más allá. Sostiene que fue Ucrania, y no Rusia, la que intervino los correos de los demócratas, algo rechazado tanto por el informe Mueller como por los servicios de inteligencia estadounidenses, que lo contemplan como un intento de la inteligencia rusa de desviar la atención de su contrastada injerencia en 2016.
Clave en los problemas de Giuliani son Lev Parnas e Igor Fruman, dos empresarios basados en Florida con quienes empezó a trabajar en agosto de 2018. Parnas, de origen ucranio, pagó a Giuliani un anticipo de 500.000 dólares por lo que dijo era asesoría legal y de seguridad. Su asociación con Giuliani, que exhibían en sus redes sociales, les abrió las puertas de los círculos republicanos, y ellos ayudaban supuestamente a Giuliani en Ucrania.
En octubre, Parnas y Fruman fueron arrestados, acusados de comprar influencia política dirigiendo donaciones extranjeras para políticos estadounidenses. La investigación ha arrojado luz sobre sus manejos con Giuliani. Según informó The Wall Street Journal esta semana, los fiscales están investigando casi una decena de delitos que pudo haber cometido el exalcalde, incluido obstrucción, blanqueo de dinero y conspiración para defraudar a EE UU. Además, examinan si violó las leyes de lobby al maniobrar contra la embajadora estadounidense en Kiev, Marie Yovanovitch. También esta semana, The New York Times publicaba que Giuliani estudió hacer negocios personales con oficiales ucranios al mismo tiempo que buscaba su apoyo para obtener información sobre los rivales de Trump.
Los problemas se le amontonan a Giuliani. Tanto que, por primera vez, hasta el propio Trump ha querido marcar distancias con él esta semana. Durante meses, según los testimonios del impeachment, cuando alguien de su Administración le preguntaba algo de Ucrania, Trump le decía que lo hablara con Giuliani. Este martes, en una entrevista radiofónica, le preguntaron al presidente qué hacía exactamente Giuliani en Ucrania en su nombre. “Tendrán que preguntarle a Rudy”, contestó Trump. “Yo ni siquiera lo sé”.