Mentiras, mentiras absolutas y Washington
Peter Baker
Últimamente, hay días en Washington en que se siente como si la verdad misma estuviera a prueba. El lunes 9 de diciembre fue uno de ellos.
Una audiencia de impugnación en el Capitolio presentó versiones de la realidad radicalmente contrapuestas. El informe de un inspector general del FBI desinfló teorías conspiratorias de toda la vida aun cuando dio material para otras. Además, un arsenal de documentos expuso años de engaño gubernamental sobre la guerra en Afganistán.
Aunque la verdad ya se consideraba una especie en peligro de extinción en la capital del país mucho antes de la llegada del presidente Donald Trump, se ha vuelto axiomático en la era de “los hechos alternativos” que cada persona o partido contempla únicamente su versión favorita y rechaza la información contraria. Pocas veces eso ha sido tan evidente como el lunes, cuando se enfatizó la profunda desconfianza que muchos estadounidenses albergan hacia sus líderes e instituciones.
“Estamos en un momento peligroso”, comentó Peter Wehner, exasesor estratégico del presidente George W. Bush y crítico manifiesto de Trump. “El peligro es que la gente llega a creer que nadie le da los hechos ni la realidad y que cualquiera puede inventarse su propia historia y su propio discurso”.
En una situación como esa, agregó, “la verdad como concepto se ve destruida porque la inversión de la gente en ciertas narrativas es tan profunda que los hechos sencillamente no se interponen en su camino”.
Trump, cuya miríada de declaraciones falsas y mentiras públicas se ha catalogado extensamente, dista de haber ocasionado este fenómeno por sí solo, pero lo ejemplifica mejor que nadie; es la prueba Rorschach de la verdad, el punto de referencia de la gente para elegir su argumento. La mayoría de los estadounidenses les dicen a los encuestadores que no creen lo que dice el presidente, pero una minoría importante considera que dice la verdad en un sentido más amplio, que dice en voz alta lo que otros no se atreven, incluso si no se sujeta a hechos específicos.
Y, en cierto sentido, su estrategia de “lo que ven es lo que obtienen” lo hace más transparente sobre sus motivos y sentimientos que cualquier otro político nacional en generaciones. En lugar de esconder sus reacciones y ambiciones más básicas, por más crasas e impropias que sean, las presume e invita a sus seguidores a compartirlas.
Con ayuda de las redes sociales, canales de noticias amigables y republicanos del Congreso dispuestos a hacer lo que diga, elabora un mensaje que encuentra su público.
Trump asumió el cargo en una época en la cual la confianza ya era un bien que escaseaba en la vida estadounidense. Puede que una buena parte de la gente no confíe en Trump, pero tampoco confía mucho en sus opositores, ni tampoco en los medios noticiosos a los que Trump acusa de estar en su contra, según las encuestas. Los estadounidenses desconfían desde hace años de los bancos, las grandes empresas, el sistema de justicia penal y el sistema de atención médica, y ahora menos de ellos confían en las iglesias o la religión organizada que en cualquier otro momento desde que Gallup comenzó a hacer encuestas en 1973.
“La historia del último medio siglo es la degradación constante de la confianza en las instituciones y los guardianes de la vida estadounidense”, comentó Ben Domenech, fundador de The Federalist, un sitio web de noticias conservador. “Todo, desde la política hasta la fe y los deportes, ha demostrado ser corrupto o corruptible. Además, todas las guerras mal manejadas, toda respuesta fallida a un huracán, toda investigación mal hecha y todo escándalo de dopaje fortalece esta opinión”, agregó.
Mientras que una encuesta de la Universidad de Quinnipiac reveló la primavera pasada que los estadounidenses les creen más a los medios noticiosos que a Trump por un margen de 52 contra 35 por ciento, otras encuestas muestran que la gente común y corriente tiene problemas para distinguir los hechos de la ficción en la vida pública. Casi dos terceras partes de los estadounidenses que participaron en una encuesta que dieron a conocer el mes pasado The Associated Press, el Centro de Investigación de Asuntos Públicos NORC y USAFacts mencionan que suelen encontrar información sesgada y un 47 por ciento dijo que se le dificulta saber si la información es verdadera.
Los documentos sobre Afganistán que se hicieron públicos el 9 de diciembre podrían fácilmente ahondar ese sentimiento de sospecha. Unas 2000 páginas de notas secretas y transcripciones de entrevistas compiladas como parte de un proyecto de lecciones aprendidas, que se dieron a The Washington Post después de una pelea en los tribunales, demostraron que el gobierno engañó a la gente sobre la guerra desde sus primeros meses.
Como admitió en una entrevista secreta el teniente general Douglas E. Lute, quien fue asesor sobre Afganistán de los presidentes Bush y Barack Obama: “No teníamos una comprensión básica de Afganistán; no sabíamos lo que estábamos haciendo”. Pero ninguno de esos gobiernos admitió eso ante el pueblo. John F. Sopko, director de la agencia federal que llevó a cabo las entrevistas, dijo a The Post que los documentos comprueban que “al pueblo estadounidense se le ha mentido constantemente”.
El informe del inspector general del FBI que se dio a conocer el 9 de diciembre fue un ejemplo de la naturaleza actual de Washington en la que cada quien elige su realidad. El informe desmintió las teorías conspirativas de Trump sobre los orígenes de la investigación de la interferencia rusa en las elecciones presidenciales de 2016, puesto que no encontró “sesgo político o motivación inadecuada” en la apertura de la investigación. No obstante, el inspector general también descubrió que el FBI cometió errores graves al solicitar una orden de vigilancia.
Exfuncionarios del FBI tomaron el informe como una reivindicación porque disipa la gran cantidad de conspiraciones que Trump y sus seguidores diseminaron sobre dicha agencia, aunque les preocupa que todavía demasiadas personas crean en las afirmaciones del presidente. “Existe el riesgo de que nos hayamos vuelto tan insensibles a las mentiras que simplemente pasemos a la siguiente atrocidad”, dijo a CNN James Comey, exdirector del FBI, quien fue despedido por Trump.
De igual modo, la audiencia de impugnación del Comité Judicial de la Cámara de Representantes del 9 de diciembre incluyó versiones en conflicto que se adaptan a las predilecciones de cada bando: ya se trate de la historia de un presidente fuera de control que abusa de su poder para presionar a un gobierno extranjero para que lo ayude a derrotar a sus rivales nacionales o de un presidente al que sucede que le preocupa la corrupción en la lejana Ucrania y no vinculó la asistencia estadounidense con sus necesidades políticas aunque sus propios asesores pensaron que lo había hecho.
Las pruebas de la verdad han sido un tema constante de la presidencia de Trump desde el primer día, cuando este insistió, contra toda evidencia, que la multitud que acudió a su toma de protesta fue la más numerosa en la historia y, unos días después, afirmó falsamente que al menos tres millones de inmigrantes votaron ilegalmente en su contra, lo cual le costó el voto popular.
La cultura de la deshonestidad ha tenido como consecuencia que varias personas que alguna vez formaron parte de su círculo más cercano se hayan declarado culpables o se les haya encontrado culpables de mentir a las autoridades, incluidos Michael Flynn, quien fue su asesor de seguridad nacional; su exabogado personal, Michael Cohen; varios asesores de campaña, y, más recientemente, su socio de toda la vida y en algún momento asesor Roger Stone, quien fue encontrado culpable el mes pasado en un tribunal justo enfrente del Capitolio.
El presidente y sus aliados han buscado echarles la culpa a los demócratas acusándolos de ser ellos los deshonestos. El blanco de ataques favorito de Trump es el representante demócrata de California Adam Schiff, presidente del Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes, quien llevó a cabo la investigación de Ucrania en respuesta a un informante de la CIA.
A Trump, quien acusa habitualmente a sus críticos de cualquier cosa de la que lo hayan acusado a él, le ha dado por llamar al congresista el “sospechoso Schiff”, y de igual modo se queja de que parafraseó de manera deshonesta su llamada del 25 de julio, algo que Schiff ha dicho que hizo para dar a entender su argumento y que ha aclarado que no fue una transcripción exacta.
Los demócratas desestimaron los ataques a Schiff por ser un esfuerzo de falsa equivalencia para distraer a la gente del comportamiento de Trump, pero no hicieron que Schiff presentara las pruebas el lunes, sino que dejaron esa tarea en manos de un abogado para evitar distracciones.
Los ataques a Schiff y otros demócratas les dan a Trump y a sus seguidores contraargumentos que se amplifican en la televisión y las redes sociales conservadoras. Al finalizar el lunes, cada bando tomó lo que quiso de los acontecimientos del día y sacó las conclusiones que mejor reflejaban sus opiniones.
“En una era atomizada”, comentó Domenech, “eso permite a los individuos refugiarse en sus propios relatos, fantasías y cuentos, en los que su tribu siempre es la buena o está bajo asedio, y la otra siempre es la cobarde y falsa”.
Para Trump, esa es una verdad con la que puede vivir.
Daniel Goldman, a la izquierda, director de investigaciones de los demócratas del Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes, y Steve Castor, abogado de la minoría del mismo comité, toman protesta para rendir testimonio ante el Comité Judicial de la Cámara de Representantes durante una audiencia de impugnación en el Capitolio, en Washington, el 9 de diciembre de 2019. Mientras el presidente Donald Trump enfrenta un proceso de impugnación ante la Cámara de Representantes, es el concepto mismo de la verdad el que a menudo parece estar a prueba (Anna Moneymaker/The New York Times).
Últimamente, hay días en Washington en que se siente como si la verdad misma estuviera a prueba. El lunes 9 de diciembre fue uno de ellos.
Una audiencia de impugnación en el Capitolio presentó versiones de la realidad radicalmente contrapuestas. El informe de un inspector general del FBI desinfló teorías conspiratorias de toda la vida aun cuando dio material para otras. Además, un arsenal de documentos expuso años de engaño gubernamental sobre la guerra en Afganistán.
Aunque la verdad ya se consideraba una especie en peligro de extinción en la capital del país mucho antes de la llegada del presidente Donald Trump, se ha vuelto axiomático en la era de “los hechos alternativos” que cada persona o partido contempla únicamente su versión favorita y rechaza la información contraria. Pocas veces eso ha sido tan evidente como el lunes, cuando se enfatizó la profunda desconfianza que muchos estadounidenses albergan hacia sus líderes e instituciones.
“Estamos en un momento peligroso”, comentó Peter Wehner, exasesor estratégico del presidente George W. Bush y crítico manifiesto de Trump. “El peligro es que la gente llega a creer que nadie le da los hechos ni la realidad y que cualquiera puede inventarse su propia historia y su propio discurso”.
En una situación como esa, agregó, “la verdad como concepto se ve destruida porque la inversión de la gente en ciertas narrativas es tan profunda que los hechos sencillamente no se interponen en su camino”.
Trump, cuya miríada de declaraciones falsas y mentiras públicas se ha catalogado extensamente, dista de haber ocasionado este fenómeno por sí solo, pero lo ejemplifica mejor que nadie; es la prueba Rorschach de la verdad, el punto de referencia de la gente para elegir su argumento. La mayoría de los estadounidenses les dicen a los encuestadores que no creen lo que dice el presidente, pero una minoría importante considera que dice la verdad en un sentido más amplio, que dice en voz alta lo que otros no se atreven, incluso si no se sujeta a hechos específicos.
Y, en cierto sentido, su estrategia de “lo que ven es lo que obtienen” lo hace más transparente sobre sus motivos y sentimientos que cualquier otro político nacional en generaciones. En lugar de esconder sus reacciones y ambiciones más básicas, por más crasas e impropias que sean, las presume e invita a sus seguidores a compartirlas.
Con ayuda de las redes sociales, canales de noticias amigables y republicanos del Congreso dispuestos a hacer lo que diga, elabora un mensaje que encuentra su público.
Trump asumió el cargo en una época en la cual la confianza ya era un bien que escaseaba en la vida estadounidense. Puede que una buena parte de la gente no confíe en Trump, pero tampoco confía mucho en sus opositores, ni tampoco en los medios noticiosos a los que Trump acusa de estar en su contra, según las encuestas. Los estadounidenses desconfían desde hace años de los bancos, las grandes empresas, el sistema de justicia penal y el sistema de atención médica, y ahora menos de ellos confían en las iglesias o la religión organizada que en cualquier otro momento desde que Gallup comenzó a hacer encuestas en 1973.
“La historia del último medio siglo es la degradación constante de la confianza en las instituciones y los guardianes de la vida estadounidense”, comentó Ben Domenech, fundador de The Federalist, un sitio web de noticias conservador. “Todo, desde la política hasta la fe y los deportes, ha demostrado ser corrupto o corruptible. Además, todas las guerras mal manejadas, toda respuesta fallida a un huracán, toda investigación mal hecha y todo escándalo de dopaje fortalece esta opinión”, agregó.
Mientras que una encuesta de la Universidad de Quinnipiac reveló la primavera pasada que los estadounidenses les creen más a los medios noticiosos que a Trump por un margen de 52 contra 35 por ciento, otras encuestas muestran que la gente común y corriente tiene problemas para distinguir los hechos de la ficción en la vida pública. Casi dos terceras partes de los estadounidenses que participaron en una encuesta que dieron a conocer el mes pasado The Associated Press, el Centro de Investigación de Asuntos Públicos NORC y USAFacts mencionan que suelen encontrar información sesgada y un 47 por ciento dijo que se le dificulta saber si la información es verdadera.
Los documentos sobre Afganistán que se hicieron públicos el 9 de diciembre podrían fácilmente ahondar ese sentimiento de sospecha. Unas 2000 páginas de notas secretas y transcripciones de entrevistas compiladas como parte de un proyecto de lecciones aprendidas, que se dieron a The Washington Post después de una pelea en los tribunales, demostraron que el gobierno engañó a la gente sobre la guerra desde sus primeros meses.
Como admitió en una entrevista secreta el teniente general Douglas E. Lute, quien fue asesor sobre Afganistán de los presidentes Bush y Barack Obama: “No teníamos una comprensión básica de Afganistán; no sabíamos lo que estábamos haciendo”. Pero ninguno de esos gobiernos admitió eso ante el pueblo. John F. Sopko, director de la agencia federal que llevó a cabo las entrevistas, dijo a The Post que los documentos comprueban que “al pueblo estadounidense se le ha mentido constantemente”.
El informe del inspector general del FBI que se dio a conocer el 9 de diciembre fue un ejemplo de la naturaleza actual de Washington en la que cada quien elige su realidad. El informe desmintió las teorías conspirativas de Trump sobre los orígenes de la investigación de la interferencia rusa en las elecciones presidenciales de 2016, puesto que no encontró “sesgo político o motivación inadecuada” en la apertura de la investigación. No obstante, el inspector general también descubrió que el FBI cometió errores graves al solicitar una orden de vigilancia.
Exfuncionarios del FBI tomaron el informe como una reivindicación porque disipa la gran cantidad de conspiraciones que Trump y sus seguidores diseminaron sobre dicha agencia, aunque les preocupa que todavía demasiadas personas crean en las afirmaciones del presidente. “Existe el riesgo de que nos hayamos vuelto tan insensibles a las mentiras que simplemente pasemos a la siguiente atrocidad”, dijo a CNN James Comey, exdirector del FBI, quien fue despedido por Trump.
De igual modo, la audiencia de impugnación del Comité Judicial de la Cámara de Representantes del 9 de diciembre incluyó versiones en conflicto que se adaptan a las predilecciones de cada bando: ya se trate de la historia de un presidente fuera de control que abusa de su poder para presionar a un gobierno extranjero para que lo ayude a derrotar a sus rivales nacionales o de un presidente al que sucede que le preocupa la corrupción en la lejana Ucrania y no vinculó la asistencia estadounidense con sus necesidades políticas aunque sus propios asesores pensaron que lo había hecho.
Las pruebas de la verdad han sido un tema constante de la presidencia de Trump desde el primer día, cuando este insistió, contra toda evidencia, que la multitud que acudió a su toma de protesta fue la más numerosa en la historia y, unos días después, afirmó falsamente que al menos tres millones de inmigrantes votaron ilegalmente en su contra, lo cual le costó el voto popular.
La cultura de la deshonestidad ha tenido como consecuencia que varias personas que alguna vez formaron parte de su círculo más cercano se hayan declarado culpables o se les haya encontrado culpables de mentir a las autoridades, incluidos Michael Flynn, quien fue su asesor de seguridad nacional; su exabogado personal, Michael Cohen; varios asesores de campaña, y, más recientemente, su socio de toda la vida y en algún momento asesor Roger Stone, quien fue encontrado culpable el mes pasado en un tribunal justo enfrente del Capitolio.
El presidente y sus aliados han buscado echarles la culpa a los demócratas acusándolos de ser ellos los deshonestos. El blanco de ataques favorito de Trump es el representante demócrata de California Adam Schiff, presidente del Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes, quien llevó a cabo la investigación de Ucrania en respuesta a un informante de la CIA.
A Trump, quien acusa habitualmente a sus críticos de cualquier cosa de la que lo hayan acusado a él, le ha dado por llamar al congresista el “sospechoso Schiff”, y de igual modo se queja de que parafraseó de manera deshonesta su llamada del 25 de julio, algo que Schiff ha dicho que hizo para dar a entender su argumento y que ha aclarado que no fue una transcripción exacta.
Los demócratas desestimaron los ataques a Schiff por ser un esfuerzo de falsa equivalencia para distraer a la gente del comportamiento de Trump, pero no hicieron que Schiff presentara las pruebas el lunes, sino que dejaron esa tarea en manos de un abogado para evitar distracciones.
Los ataques a Schiff y otros demócratas les dan a Trump y a sus seguidores contraargumentos que se amplifican en la televisión y las redes sociales conservadoras. Al finalizar el lunes, cada bando tomó lo que quiso de los acontecimientos del día y sacó las conclusiones que mejor reflejaban sus opiniones.
“En una era atomizada”, comentó Domenech, “eso permite a los individuos refugiarse en sus propios relatos, fantasías y cuentos, en los que su tribu siempre es la buena o está bajo asedio, y la otra siempre es la cobarde y falsa”.
Para Trump, esa es una verdad con la que puede vivir.
Daniel Goldman, a la izquierda, director de investigaciones de los demócratas del Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes, y Steve Castor, abogado de la minoría del mismo comité, toman protesta para rendir testimonio ante el Comité Judicial de la Cámara de Representantes durante una audiencia de impugnación en el Capitolio, en Washington, el 9 de diciembre de 2019. Mientras el presidente Donald Trump enfrenta un proceso de impugnación ante la Cámara de Representantes, es el concepto mismo de la verdad el que a menudo parece estar a prueba (Anna Moneymaker/The New York Times).