Las redes sociales y el momento populista
Ross Douthat
Infobae
Las redes sociales son malas para todo y para todos, seres humanos y periodistas por igual, así como para cualquier otro ser vivo. Sin embargo, por lo menos podemos contar con ellas para generar yuxtaposiciones interesantes que den pie a columnas de opinión, incluso algunas sobre los daños que está causando la fijación con las redes sociales, por ejemplo, a la visión del mundo del liberalismo.
Para la yuxtaposición que analizaré en esta ocasión me inspiré en un tuit que el viernes recibió grandes elogios y muchos retuits: un discurso en el que Sacha Baron Cohen (el actor que encarnó al presentador de noticias falsas Borat) acusó a “unas cuantas empresas de internet” de crear la “mayor maquinaria de propaganda política de toda la historia” y así propiciar la diseminación del autoritarismo, la demagogia y el fanatismo.
En Twitter también se popularizó un estudio reciente, realizado por académicos de Francia, Canadá y Estados Unidos, dedicado a examinar la relación entre la caja de resonancia de las redes sociales y el apoyo que ha recibido el populismo en Francia, el Reino Unido y Estados Unidos. Los autores descubrieron que no existía ninguna relación, o bien esta era negativa: según sus hallazgos, es más probable que los electores que apoyan el populismo convivan con personas de raza o clase social similar en sus actividades fuera de línea, pero cuando están en internet la probabilidad de que participen en una caja de resonancia no es mayor que la de cualquier otro tipo de elector. Además, identificaron el uso de las redes sociales como un factor importante para predecir oposición a la campaña del presidente Donald Trump.
No se trata del primer estudio que cuestiona el supuesto papel central de las redes sociales en el drama del populismo de derecha. Poco tiempo después de la elección de Trump, algunos economistas de las universidades de Brown y Stanford revelaron que el presidente obtuvo menos votos que Mitt Romney y John McCain en el grupo de estadounidenses que consultan las noticias en línea y que, en general, a quienes convenció de cambiar su voto fue a los electores que pasan mucho tiempo desconectados.
Estas pruebas no implican que las conspiraciones en línea no ejerzan ninguna influencia en el populismo. Es posible que quienes utilizan internet muy poco se dejen engañar con más facilidad por titulares falsos cuando se conectan. Los simpatizantes moderados de un partido quizá se vuelvan más excéntricos debido a la influencia sostenida de los megamemes. También es cierto que Cohen está en lo correcto cuando señala que las comunidades pequeñas de miembros pervertidos, desde pedófilos hasta antisemitas, emplean las plataformas en línea de manera despiadada y los gigantes de internet usan la libertad de expresión como pretexto para eludir su responsabilidad de negar un espacio a esa violencia.
No obstante, deberíamos cuestionar la narrativa de Cohen en el contexto más amplio, común entre los progresistas, de recurrir a la “cloaca” de las redes sociales para explicar todo, desde el escepticismo sobre el cambio climático hasta las posturas contra la inmigración, identificar a los troles rusos y las estrellas de YouTube como los actores vitales de la era populista, y proponer la regulación del discurso en línea como el principal medio para restaurar el orden liberal.
Más bien, las pruebas presentadas por los artículos ya mencionados pintan una situación distinta, en la cual, en vista de que el liberalismo educado ocupa cada vez un mayor espacio en línea, instalado en su propia burbuja de información retroalimentada, los liberales terminan por analizar el populismo tan solo a través de su experiencia digital, aunque resulte evidente que ese análisis es insuficiente.
En un ensayo reciente publicado en la revista Boston Review, el politólogo de la Universidad Tufts Eitan Hersh destaca que muchos liberales estadounidenses participan en la política mediante una especie de “superafición política” en línea en la que la organización en el mundo real pasa a segundo plano y le cede el primer plano a un contacto constante “detrás de las pantallas o con los audífonos puestos”.
En este mundo de aficionados, se da por hecho que esas pantallas ocupan un lugar central. Si pasamos todo el tiempo en Twitter y Facebook, nos parecerá que Twitter y Facebook deben ser un ingrediente esencial que hace atractiva a la extrema derecha y, por lo tanto, sería suficiente mejorar el ecosistema de las redes sociales para lidiar con Trump, acabar con Marine Le Pen o hacer a un lado a Nigel Farage.
Pero si en realidad el otro bando no está tan conectado como nosotros, esta suposición nos llevará a dos conclusiones equivocadas. En primer lugar, terminaremos por menospreciar las fuerzas obvias del mundo real que influyen en el atractivo del populismo y nos convenceremos de que basta un pequeño ajuste algorítmico o revisar más a conciencia los hechos para manejar tendencias profundas (como el estancamiento económico y la crisis social) que existirían de cualquier forma, con las noticias falsas o sin ellas.
En segundo lugar, perderemos de vista de cuántas maneras nuestra propia burbuja de información puede convertirse en una fuerza radicalizadora, incluso para quienes la observan desde fuera, para quienes el liberalismo político se presenta como un mundo viciado lleno de ideólogos hipereducados. De hecho, si nos basamos en las pruebas de una primaria demócrata que parece hecha para la burbuja de las redes sociales, la retroalimentación repetida en línea y las cascadas de radicalización en realidad están deformando el liberalismo.
Esto tampoco quiere decir que el conservadurismo no esté deformado en este momento ni que las redes sociales sean buenas para el sentido común y la decencia de derecha (recuerden que al principio aclaré que son malas para todo). Lo que sí es cierto es que los problemas del conservadurismo se deben a las fuerzas de los medios antiguos, como la radio hablada y las noticias por cable, así como al aislamiento y la desconexión del mundo real, en la misma medida en que se deben a la teoría de conspiración QAnon. Trump le debe su resistencia (relativa) a la inercia de los electores con información a medias que disfrutan una economía decente, no al radicalismo de YouTube.
Si es necesario conquistar a esos electores, entonces cualquier estrategia demócrata será insuficiente a menos que el liberalismo haga conciencia de que, antes de pretender regular las redes sociales para los demás, debería aprender a resistir las fuerzas de internet.
Infobae
Las redes sociales son malas para todo y para todos, seres humanos y periodistas por igual, así como para cualquier otro ser vivo. Sin embargo, por lo menos podemos contar con ellas para generar yuxtaposiciones interesantes que den pie a columnas de opinión, incluso algunas sobre los daños que está causando la fijación con las redes sociales, por ejemplo, a la visión del mundo del liberalismo.
Para la yuxtaposición que analizaré en esta ocasión me inspiré en un tuit que el viernes recibió grandes elogios y muchos retuits: un discurso en el que Sacha Baron Cohen (el actor que encarnó al presentador de noticias falsas Borat) acusó a “unas cuantas empresas de internet” de crear la “mayor maquinaria de propaganda política de toda la historia” y así propiciar la diseminación del autoritarismo, la demagogia y el fanatismo.
En Twitter también se popularizó un estudio reciente, realizado por académicos de Francia, Canadá y Estados Unidos, dedicado a examinar la relación entre la caja de resonancia de las redes sociales y el apoyo que ha recibido el populismo en Francia, el Reino Unido y Estados Unidos. Los autores descubrieron que no existía ninguna relación, o bien esta era negativa: según sus hallazgos, es más probable que los electores que apoyan el populismo convivan con personas de raza o clase social similar en sus actividades fuera de línea, pero cuando están en internet la probabilidad de que participen en una caja de resonancia no es mayor que la de cualquier otro tipo de elector. Además, identificaron el uso de las redes sociales como un factor importante para predecir oposición a la campaña del presidente Donald Trump.
No se trata del primer estudio que cuestiona el supuesto papel central de las redes sociales en el drama del populismo de derecha. Poco tiempo después de la elección de Trump, algunos economistas de las universidades de Brown y Stanford revelaron que el presidente obtuvo menos votos que Mitt Romney y John McCain en el grupo de estadounidenses que consultan las noticias en línea y que, en general, a quienes convenció de cambiar su voto fue a los electores que pasan mucho tiempo desconectados.
Estas pruebas no implican que las conspiraciones en línea no ejerzan ninguna influencia en el populismo. Es posible que quienes utilizan internet muy poco se dejen engañar con más facilidad por titulares falsos cuando se conectan. Los simpatizantes moderados de un partido quizá se vuelvan más excéntricos debido a la influencia sostenida de los megamemes. También es cierto que Cohen está en lo correcto cuando señala que las comunidades pequeñas de miembros pervertidos, desde pedófilos hasta antisemitas, emplean las plataformas en línea de manera despiadada y los gigantes de internet usan la libertad de expresión como pretexto para eludir su responsabilidad de negar un espacio a esa violencia.
No obstante, deberíamos cuestionar la narrativa de Cohen en el contexto más amplio, común entre los progresistas, de recurrir a la “cloaca” de las redes sociales para explicar todo, desde el escepticismo sobre el cambio climático hasta las posturas contra la inmigración, identificar a los troles rusos y las estrellas de YouTube como los actores vitales de la era populista, y proponer la regulación del discurso en línea como el principal medio para restaurar el orden liberal.
Más bien, las pruebas presentadas por los artículos ya mencionados pintan una situación distinta, en la cual, en vista de que el liberalismo educado ocupa cada vez un mayor espacio en línea, instalado en su propia burbuja de información retroalimentada, los liberales terminan por analizar el populismo tan solo a través de su experiencia digital, aunque resulte evidente que ese análisis es insuficiente.
En un ensayo reciente publicado en la revista Boston Review, el politólogo de la Universidad Tufts Eitan Hersh destaca que muchos liberales estadounidenses participan en la política mediante una especie de “superafición política” en línea en la que la organización en el mundo real pasa a segundo plano y le cede el primer plano a un contacto constante “detrás de las pantallas o con los audífonos puestos”.
En este mundo de aficionados, se da por hecho que esas pantallas ocupan un lugar central. Si pasamos todo el tiempo en Twitter y Facebook, nos parecerá que Twitter y Facebook deben ser un ingrediente esencial que hace atractiva a la extrema derecha y, por lo tanto, sería suficiente mejorar el ecosistema de las redes sociales para lidiar con Trump, acabar con Marine Le Pen o hacer a un lado a Nigel Farage.
Pero si en realidad el otro bando no está tan conectado como nosotros, esta suposición nos llevará a dos conclusiones equivocadas. En primer lugar, terminaremos por menospreciar las fuerzas obvias del mundo real que influyen en el atractivo del populismo y nos convenceremos de que basta un pequeño ajuste algorítmico o revisar más a conciencia los hechos para manejar tendencias profundas (como el estancamiento económico y la crisis social) que existirían de cualquier forma, con las noticias falsas o sin ellas.
En segundo lugar, perderemos de vista de cuántas maneras nuestra propia burbuja de información puede convertirse en una fuerza radicalizadora, incluso para quienes la observan desde fuera, para quienes el liberalismo político se presenta como un mundo viciado lleno de ideólogos hipereducados. De hecho, si nos basamos en las pruebas de una primaria demócrata que parece hecha para la burbuja de las redes sociales, la retroalimentación repetida en línea y las cascadas de radicalización en realidad están deformando el liberalismo.
Esto tampoco quiere decir que el conservadurismo no esté deformado en este momento ni que las redes sociales sean buenas para el sentido común y la decencia de derecha (recuerden que al principio aclaré que son malas para todo). Lo que sí es cierto es que los problemas del conservadurismo se deben a las fuerzas de los medios antiguos, como la radio hablada y las noticias por cable, así como al aislamiento y la desconexión del mundo real, en la misma medida en que se deben a la teoría de conspiración QAnon. Trump le debe su resistencia (relativa) a la inercia de los electores con información a medias que disfrutan una economía decente, no al radicalismo de YouTube.
Si es necesario conquistar a esos electores, entonces cualquier estrategia demócrata será insuficiente a menos que el liberalismo haga conciencia de que, antes de pretender regular las redes sociales para los demás, debería aprender a resistir las fuerzas de internet.