Las razones de un golpe increíble
El River de Gallardo perdió la final con Flamengo de manera insólita: para las secuelas de esta derrota habrá que esperar el recuento de daños. El regreso es este domingo a la tarde.
Pablo Chiappetta
Olé
Dos minutos. Apenas dos. Ciento veinte segundo más el descuento faltaban cuando a Pratto, a este Pratto que es la versión oso hormiguero de la del Oso que jugó en Madrid, se le ocurrió jugar a ser Quintero. Pero es Pratto. Agarró la pelota en tres cuartos de cancha, con tiempo, espacios y receptores para descargar y trastabilló con Diego al intentar -tarde- dar el pase a Montiel. No escarmentó. Se emocionó tanto que insistió. De Arrascaeta se la robó tirándose a sus pies, Bruno Henrique la elaboró, el uruguayo la punteó y Gabriel Barbosa, uno de los mil ofensivos que Jorge Jesus puso en cancha cuando lo dominaba la desesperación, le arrancó de las manos la Copa que River había ido a buscar con futbol, intensidad y coraje en los 88 minutos anteriores.
Porque River no perdió en el 2 a 1: perdió en el 1 a 1. Pinola se quedó tan enganchado en la jugada de Pratto que, después de borrar de la cancha a Gabigol y jugar un partidazo, terminó fallando en la última jugada. Paradojas del destino, él pelado se quedó deglutiendo su furia y el de barba negra y pelo platinado se llevó la tapa cuando había jugado para ni salir en los diarios.
Estupefactos. Demolidos. Frustradísimos. Los hinchas, Gallardo, pero especialmente los propios jugadores, que acariciaron la Quinta, que coquetearon con el primer bicampeonato internacional de la historia del club y que hasta la grotesca jugada de Pratto se imaginaron levantando la tercera Copa de este dorado ciclo. Un ciclo sin igual al que ni esta derrota le quitará brillo.
Todavía anoNadados, todos, futbolistas y cuerpo técnico, aplaudieron mirando a la cara a esos hinchas que atravesaron desiertos, que pusieron en juego sus economías, que se animaron a dejar su alma en un micro con tal de estar en Lima. Al final del partido y otra vez después de quedarse estoicamente en el campo de juego a ver cómo sus rivales levantaban esa Libertadores después de 38 años y los hinchas hacían bailar a su DT, convertido en Rod Stewart, con el "olé, olé, olé, olé, Mister, Mister". Un gesto que lo reveló ganador en la derrota, más allá de la injustificada descarga de Palacios cuando a River le había cambiado la película.
La derrota tiene dos caras. La anterior al empate y al desborde emocional y la que derivó en una derrota peor incluso que la recordadísima ante Lanús.
Antes de Pratto, River no sólo fue candidato: una vez más, fue un señor equipo. Un equipo que se llevó puesto al cuco brasileño durante el primer tiempo -y más también-, enmudeció a los torcedores que resucitaron recién después del empate, que tuvo un sostén en esa columna vertebral que formó la vieja guardia (Armani-Pinola-Enzo Pérez), en la energía que le adosaron los todoterrenos Palacios y De la Cruz dejando la piel (y el codo, en el caso del charrúa, en la única realmente peligrosa del Fla antes de los goles) y en la convicción del resto para darle la razón al Muñeco: River no vivió de la historia y realmente fue candidato.
El tema es que después Pratto tambaleó como pocas veces en la era Napoleón. Si ya se había quedado sin energías un rato antes, al punto que el mismo Gallardo le pidió a la gente en un par de oportunidades que desde afuera le proveyera la nafta que al equipo comenzaba a faltarle, en esos rocambolescos minutos finales se paralizó. Se fue del partido. Naufragó en su propia impotencia.
¿Acaso puede un equipo ser todo lo contrario al que se había visto en los 88 minutos restantes? Puede, y de hecho en Lima se comprobó. La intensidad, la rigurosidad, la convicción, el coraje, el fútbol, el juicio, todo, se fueron al demonio. Y el final, obviamente, tapará ese principio en el que River lo presionó, lo anticipó y se lo devoró al campeón con un Borré famélico de finales que llevó a la red el elogiable trabajo colectivo y que no cerró al partido porque Suárez no se contagió de los demás y porque a Palacios el centro del cordobés le quedó para la de palo.
Y se hablará de los cambios de de Gallardo, que en su primer partido definitorio en el banco en la Libertadores optó por el desdibujado Oso en lugar de Scocco. Se hablará de un final increíble para una final increíble. Porque después del triunfo más celebrado de la historia de River, el de Madrid frente a Boca, hubo algo. Y fue la derrota más dolorosa del ciclo Gallardo, de la que habrá que medir las secuelas recién cuando se haga el recuento de los daños.
Pablo Chiappetta
Olé
Dos minutos. Apenas dos. Ciento veinte segundo más el descuento faltaban cuando a Pratto, a este Pratto que es la versión oso hormiguero de la del Oso que jugó en Madrid, se le ocurrió jugar a ser Quintero. Pero es Pratto. Agarró la pelota en tres cuartos de cancha, con tiempo, espacios y receptores para descargar y trastabilló con Diego al intentar -tarde- dar el pase a Montiel. No escarmentó. Se emocionó tanto que insistió. De Arrascaeta se la robó tirándose a sus pies, Bruno Henrique la elaboró, el uruguayo la punteó y Gabriel Barbosa, uno de los mil ofensivos que Jorge Jesus puso en cancha cuando lo dominaba la desesperación, le arrancó de las manos la Copa que River había ido a buscar con futbol, intensidad y coraje en los 88 minutos anteriores.
Porque River no perdió en el 2 a 1: perdió en el 1 a 1. Pinola se quedó tan enganchado en la jugada de Pratto que, después de borrar de la cancha a Gabigol y jugar un partidazo, terminó fallando en la última jugada. Paradojas del destino, él pelado se quedó deglutiendo su furia y el de barba negra y pelo platinado se llevó la tapa cuando había jugado para ni salir en los diarios.
Estupefactos. Demolidos. Frustradísimos. Los hinchas, Gallardo, pero especialmente los propios jugadores, que acariciaron la Quinta, que coquetearon con el primer bicampeonato internacional de la historia del club y que hasta la grotesca jugada de Pratto se imaginaron levantando la tercera Copa de este dorado ciclo. Un ciclo sin igual al que ni esta derrota le quitará brillo.
Todavía anoNadados, todos, futbolistas y cuerpo técnico, aplaudieron mirando a la cara a esos hinchas que atravesaron desiertos, que pusieron en juego sus economías, que se animaron a dejar su alma en un micro con tal de estar en Lima. Al final del partido y otra vez después de quedarse estoicamente en el campo de juego a ver cómo sus rivales levantaban esa Libertadores después de 38 años y los hinchas hacían bailar a su DT, convertido en Rod Stewart, con el "olé, olé, olé, olé, Mister, Mister". Un gesto que lo reveló ganador en la derrota, más allá de la injustificada descarga de Palacios cuando a River le había cambiado la película.
La derrota tiene dos caras. La anterior al empate y al desborde emocional y la que derivó en una derrota peor incluso que la recordadísima ante Lanús.
Antes de Pratto, River no sólo fue candidato: una vez más, fue un señor equipo. Un equipo que se llevó puesto al cuco brasileño durante el primer tiempo -y más también-, enmudeció a los torcedores que resucitaron recién después del empate, que tuvo un sostén en esa columna vertebral que formó la vieja guardia (Armani-Pinola-Enzo Pérez), en la energía que le adosaron los todoterrenos Palacios y De la Cruz dejando la piel (y el codo, en el caso del charrúa, en la única realmente peligrosa del Fla antes de los goles) y en la convicción del resto para darle la razón al Muñeco: River no vivió de la historia y realmente fue candidato.
El tema es que después Pratto tambaleó como pocas veces en la era Napoleón. Si ya se había quedado sin energías un rato antes, al punto que el mismo Gallardo le pidió a la gente en un par de oportunidades que desde afuera le proveyera la nafta que al equipo comenzaba a faltarle, en esos rocambolescos minutos finales se paralizó. Se fue del partido. Naufragó en su propia impotencia.
¿Acaso puede un equipo ser todo lo contrario al que se había visto en los 88 minutos restantes? Puede, y de hecho en Lima se comprobó. La intensidad, la rigurosidad, la convicción, el coraje, el fútbol, el juicio, todo, se fueron al demonio. Y el final, obviamente, tapará ese principio en el que River lo presionó, lo anticipó y se lo devoró al campeón con un Borré famélico de finales que llevó a la red el elogiable trabajo colectivo y que no cerró al partido porque Suárez no se contagió de los demás y porque a Palacios el centro del cordobés le quedó para la de palo.
Y se hablará de los cambios de de Gallardo, que en su primer partido definitorio en el banco en la Libertadores optó por el desdibujado Oso en lugar de Scocco. Se hablará de un final increíble para una final increíble. Porque después del triunfo más celebrado de la historia de River, el de Madrid frente a Boca, hubo algo. Y fue la derrota más dolorosa del ciclo Gallardo, de la que habrá que medir las secuelas recién cuando se haga el recuento de los daños.