Hacia un sistema que castigue a los vándalos

Carlos Alberto Montaner
Infobae
Ahora le tocó el turno a Colombia. Antes había ocurrido en México y en Chile. Los vándalos han destruido una buena parte de Santiago de Chile. Se ensañaron con el sistema de transporte público. Más de dos docenas de estaciones fueron carbonizadas. Esas acciones afectan directamente a los trabajadores más pobres y a las empresas en las que laboran. No pueden llegar a tiempo a sus trabajos. Es verdad que los Estados suelen recoger rápidamente los escombros, pero la indignación contra los vándalos tarda mucho tiempo en disiparse. Mucho más que la humareda de los incendios.


Indirectamente, los vándalos perjudican a toda la sociedad. Los daños infligidos al sector público significan menos servicios de los ya pautados en los presupuestos. Menos comedores escolares. Menos salud y educación. Menos recursos para los pensionados. Menos parques y recreos. Menos inversión. Menos puestos de trabajo. Menos crecimiento. Tal vez, más impuestos para paliar los destrozos. No hay un solo aspecto positivo en el vandalismo, dado que la sociedad suele tomar en cuenta estas actitudes a la hora de las elecciones. Les suelen cobrar en las urnas tanto a las izquierdas suicidas que auspician los desmanes –los Petro de este mundo—como a los gobernantes que no confrontan con firmeza a los vándalos.

Curiosamente, los vándalos originales fueron parte de unas tribus germánicas que entraron en Iberia a principios del siglo V y dejaron su huella genética en Galicia y Andalucía. Los españoles altos, rubios y bien plantados, de ojos azules o verdes, provienen de ese tronco remoto. La fama de destructores es muy posterior. Proviene del saqueo a Roma del año 455, pero no fue hasta el siglo XIII que los escritos eclesiásticos acuñaron la siniestra equivalencia entre los saqueadores y los vándalos. Sin embargo, aquellos vándalos, los originales, actuaban fuera de su territorio. No se les ocurría destruir el entorno propio.

¿Por qué lo hacen estos nuevos vándalos? Evidentemente, porque les gusta quemar y destruir lo que no les pertenece. Hay algo hipnótico y atrayente en el fuego. Por eso la piromanía es un fenómeno universal. El origen puede ser político, pero la mano de obra que se dedica a ello suele estar compuesta por jóvenes que disfrutan el golpe de adrenalina que les recorre el organismo. Son esclavos de los neurotransmisores que controlan nuestra conducta, como estableció muy bien el antropólogo español José Antonio Jáuregui. Especialmente cuando sabemos que el cerebro no madura hasta, aproximadamente, los 25 años de edad.

¿Cómo enfrentarse a estos destructivos ciudadanos? A mi juicio, con mano dura y justa. Tal vez modificando los códigos penales. No basta con solicitarles a las abuelas que castiguen a sus nietos vándalos, como pedía Andrés Manuel López Obrador (AMLO), presidente de México. La sociedad, representada por el Estado, debe hacerlo. ¿Cómo? Acaso responsabilizando a los culpables ante tribunales severos. Si son menores de edad, haciendo que las familias abonen los gastos de la destrucción efectuada por estos canallitas. Creo que algunos pueblos asiáticos tienen medidas de ese tipo que deben imitarse.

Recuerdo el caso de un empresario español, molesto por el grafiti dejado en la fachada de su negocio por un “artista” callejero, averiguó donde vivía el sujeto, fue a su casa y la pintarrajeó con botes de pintura indeleble. El grafitero aprendió la lección y nunca más perjudicó los predios del vengador en cuestión. De paso, la familia, muy disgustada, tuvo que abonar cientos de euros por el costo de repintar su vivienda.

Es muy importante que esas reformas de las penas y castigos se lleven a cabo. Así se evitaría, entre otras anomalías, el ruido de sables que suele terminar muy mal. O las reformas penales las hacen los políticos sensatos, o se las hacen a la fuerza los generales con el beneplácito inicial de las sociedades. Después llega el momento de llorar, pero el origen está en los vándalos y en la pasividad de los gobiernos que los toleran.

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