El fin de un ciclo histórico en Chile
Patricio Fernández
Infobae
A las 2:25 de la madrugada del viernes 15 de noviembre, después de casi 30 horas de sesión parlamentaria, el presidente del senado chileno leyó el acuerdo alcanzado entre todas las fuerzas políticas para la elaboración de una nueva constitución. En abril de 2020, se organizará un plebiscito de entrada para que los chilenos voten si aprueban o no la creación de una nueva carta magna y, en caso de votar que “sí”, escoger el mecanismo mediante el cual debiera llevarse a cabo: una Convención Constituyente conformada por parlamentarios y civiles o una Asamblea Constituyente compuesta solo por ciudadanos elegidos para este fin.
Apenas un mes atrás, costaba imaginar que la derecha chilena fuera capaz de renunciar a su añeja lista de principios y que la izquierda abandonara esa vanidad que la llevaba a preferir una selfi en medio de las manifestaciones que asumir la responsabilidad de conducir sus causas. Ese día, sin embargo, los políticos nos sorprendieron.
Hoy, Chile está dando muestras de un republicanismo que parecía muerto.
La demanda por una nueva constitución que reemplace la actual, nacida en la dictadura de Augusto Pinochet, se arrastra desde la recuperación de la democracia, en los años noventa. Durante los gobiernos de la Concertación —la alianza de centroizquierda que lideró la transición— sufrió múltiples transformaciones y reformas, sin jamás subsanar su pecado de origen.
La constitución de 1980 representa desde el fin de la dictadura el último bastión ideológico de la vieja derecha de tiempos de la Guerra Fría: poco Estado, mucho mercado y una defensa integral de la propiedad privada como valor supremo. Reescribirla implica aceptar el fin de un ciclo histórico.
En este mes de agitación, buscando calmar los ánimos, el presidente de Chile, Sebastián Piñera, cambió de gabinete, el ministro de Hacienda acordó con senadores de centro izquierda una reforma tributaria para aumentar la recaudación y financiar una agenda social, algunas empresas se comprometieron a que nadie gane más de diez veces que otro, se decidió limitar la reelección de los congresistas y bajar sus dietas, el gobierno firmó un proyecto de ley para establecer el sueldo mínimo en 350.000 pesos chilenos (aproximadamente 460 dólares) y puso sobre la mesa una serie de ideas para corregir los altos costos de los medicamentos, de la luz y las bajas pensiones. Pero ninguna de estas promesas lograron aplacar el enardecimiento callejero.
La idea de una nueva constitución —que las fuerzas políticas le boicotearon a Michelle Bachelet durante su último mandato— resucitó con fuerza como única posibilidad de recuperar la paz perdida. Más de un 80 por ciento de los chilenos ha dicho ser partidario de cambiarla. A medida que las esquirlas del estallido social se expandían, reclamar el reemplazo de la constitución consiguió sintetizar todas las causas dispersas en la protesta. Si ahora sucumbe ese resabio del pinochetismo es porque las movilizaciones impusieron la urgencia de abocarse a un nuevo pacto comunitario.
La revuelta reveló que el modelo económico de mercado neoliberal instaurado durante la dictadura y continuado por la Concertación no daba para más, que así como lo conocimos no podía seguir. Ya no hay hambre, pero sí desigualdad. En las calles no se grita “¡pan, trabajo, justicia y libertad!” —como en tiempos de Pinochet, cuando campeaban la pobreza y la marginalidad—, sino “¡el pueblo está en la calle pidiendo dignidad!”. La pobreza se redujo de cerca de 40 por ciento en 1990, cuando comenzó la democracia, a menos de un 7 por ciento en nuestros días. Los indicadores de desigualdad, sin embargo, han variado poquísimo: el uno por ciento de la población acumula más del 25 por ciento de la riqueza.
La generación que salió de la pobreza gracias a este modelo hoy llega a la vejez con una pensión ridícula, acarreando las deudas universitarias de sus hijos, pagando los remedios más caros de América Latina y una vida tanto o más costosa que la de varios países europeos, donde los ingresos son muy superiores y hay una mayor protección social.
Sería un error sucumbir a la fantasía de que por el solo hecho de existir una nueva carta magna, nuestros reclamos sociales se convertirán en realidad. Es la convocatoria a que todos participen en su confección lo que podría pacificar al país, reconocer que nadie sobra y avanzar al Chile democrático e inclusivo que queremos.
Quienes han marchado reclaman mejores jubilaciones y salud dignas, pero sobre todo quieren ser escuchados y tomados en cuenta. Si el proceso constituyente se impuso, es para prestarles atención.
En Chile está todo listo para dar un salto en nuestro nivel de desarrollo. Falta Estado, y estamos todos de acuerdo. Se trata de repartir beneficios más que de abandonar la miseria, y para ello necesitamos políticos capaces de convertir el descontento y la protesta en un proyecto común y viable.
Hasta la semana pasada pensaba que no lo conseguiríamos: en las calles cundía la destrucción, el debate parlamentario parecía ensimismado y La Moneda no mostraba capacidad para detener la desbandada. Muchos temimos que Chile se desbarrancara. Pero la sensatez y responsabilidad parecen haber conquistado repentinamente la política: el oficialismo y la oposición entendieron que llegar a un acuerdo era más importante que tener toda la razón. La oposición aceptó el quórum de 2/3 de los votos y la derecha transó que de no conseguirse el asunto se entregaba al debate parlamentario. Es decir, la nueva constitución se escribirá sobre una página en blanco y no a partir de la actual.
Aunque aún hay desconfianza en que la clase política esté a la altura de este fin de ciclo y las manifestaciones callejeras continúan, se percibe un ambiente más distendido. La normalidad no volverá de golpe y es de esperar que la construcción de este nuevo estadio de desarrollo cultural deba lidiar con múltiples obstáculos: vanidades, altisonancias, egoísmos e intereses de todo tipo.
Sabemos que cuando la política se aísla y deslegitima, genera monstruos —los hemos visto— y sabemos que hay líderes autoritarios y demagogos que están esperando la posibilidad de prometernos cambios milagrosos en los márgenes de la democracia. Es por eso que urge reconstruir la comunidad política perdida, donde ningún ciudadano, ni bando, sienta que no es considerado. Ese es el gran reto del proceso constituyente que comienza.
Patricio Fernández es escritor y fundador y director de la revista chilena The Clinic. Su libro más reciente es Cuba: Viaje al fin de la revolución.
Infobae
A las 2:25 de la madrugada del viernes 15 de noviembre, después de casi 30 horas de sesión parlamentaria, el presidente del senado chileno leyó el acuerdo alcanzado entre todas las fuerzas políticas para la elaboración de una nueva constitución. En abril de 2020, se organizará un plebiscito de entrada para que los chilenos voten si aprueban o no la creación de una nueva carta magna y, en caso de votar que “sí”, escoger el mecanismo mediante el cual debiera llevarse a cabo: una Convención Constituyente conformada por parlamentarios y civiles o una Asamblea Constituyente compuesta solo por ciudadanos elegidos para este fin.
Apenas un mes atrás, costaba imaginar que la derecha chilena fuera capaz de renunciar a su añeja lista de principios y que la izquierda abandonara esa vanidad que la llevaba a preferir una selfi en medio de las manifestaciones que asumir la responsabilidad de conducir sus causas. Ese día, sin embargo, los políticos nos sorprendieron.
Hoy, Chile está dando muestras de un republicanismo que parecía muerto.
La demanda por una nueva constitución que reemplace la actual, nacida en la dictadura de Augusto Pinochet, se arrastra desde la recuperación de la democracia, en los años noventa. Durante los gobiernos de la Concertación —la alianza de centroizquierda que lideró la transición— sufrió múltiples transformaciones y reformas, sin jamás subsanar su pecado de origen.
La constitución de 1980 representa desde el fin de la dictadura el último bastión ideológico de la vieja derecha de tiempos de la Guerra Fría: poco Estado, mucho mercado y una defensa integral de la propiedad privada como valor supremo. Reescribirla implica aceptar el fin de un ciclo histórico.
En este mes de agitación, buscando calmar los ánimos, el presidente de Chile, Sebastián Piñera, cambió de gabinete, el ministro de Hacienda acordó con senadores de centro izquierda una reforma tributaria para aumentar la recaudación y financiar una agenda social, algunas empresas se comprometieron a que nadie gane más de diez veces que otro, se decidió limitar la reelección de los congresistas y bajar sus dietas, el gobierno firmó un proyecto de ley para establecer el sueldo mínimo en 350.000 pesos chilenos (aproximadamente 460 dólares) y puso sobre la mesa una serie de ideas para corregir los altos costos de los medicamentos, de la luz y las bajas pensiones. Pero ninguna de estas promesas lograron aplacar el enardecimiento callejero.
La idea de una nueva constitución —que las fuerzas políticas le boicotearon a Michelle Bachelet durante su último mandato— resucitó con fuerza como única posibilidad de recuperar la paz perdida. Más de un 80 por ciento de los chilenos ha dicho ser partidario de cambiarla. A medida que las esquirlas del estallido social se expandían, reclamar el reemplazo de la constitución consiguió sintetizar todas las causas dispersas en la protesta. Si ahora sucumbe ese resabio del pinochetismo es porque las movilizaciones impusieron la urgencia de abocarse a un nuevo pacto comunitario.
La revuelta reveló que el modelo económico de mercado neoliberal instaurado durante la dictadura y continuado por la Concertación no daba para más, que así como lo conocimos no podía seguir. Ya no hay hambre, pero sí desigualdad. En las calles no se grita “¡pan, trabajo, justicia y libertad!” —como en tiempos de Pinochet, cuando campeaban la pobreza y la marginalidad—, sino “¡el pueblo está en la calle pidiendo dignidad!”. La pobreza se redujo de cerca de 40 por ciento en 1990, cuando comenzó la democracia, a menos de un 7 por ciento en nuestros días. Los indicadores de desigualdad, sin embargo, han variado poquísimo: el uno por ciento de la población acumula más del 25 por ciento de la riqueza.
La generación que salió de la pobreza gracias a este modelo hoy llega a la vejez con una pensión ridícula, acarreando las deudas universitarias de sus hijos, pagando los remedios más caros de América Latina y una vida tanto o más costosa que la de varios países europeos, donde los ingresos son muy superiores y hay una mayor protección social.
Sería un error sucumbir a la fantasía de que por el solo hecho de existir una nueva carta magna, nuestros reclamos sociales se convertirán en realidad. Es la convocatoria a que todos participen en su confección lo que podría pacificar al país, reconocer que nadie sobra y avanzar al Chile democrático e inclusivo que queremos.
Quienes han marchado reclaman mejores jubilaciones y salud dignas, pero sobre todo quieren ser escuchados y tomados en cuenta. Si el proceso constituyente se impuso, es para prestarles atención.
En Chile está todo listo para dar un salto en nuestro nivel de desarrollo. Falta Estado, y estamos todos de acuerdo. Se trata de repartir beneficios más que de abandonar la miseria, y para ello necesitamos políticos capaces de convertir el descontento y la protesta en un proyecto común y viable.
Hasta la semana pasada pensaba que no lo conseguiríamos: en las calles cundía la destrucción, el debate parlamentario parecía ensimismado y La Moneda no mostraba capacidad para detener la desbandada. Muchos temimos que Chile se desbarrancara. Pero la sensatez y responsabilidad parecen haber conquistado repentinamente la política: el oficialismo y la oposición entendieron que llegar a un acuerdo era más importante que tener toda la razón. La oposición aceptó el quórum de 2/3 de los votos y la derecha transó que de no conseguirse el asunto se entregaba al debate parlamentario. Es decir, la nueva constitución se escribirá sobre una página en blanco y no a partir de la actual.
Aunque aún hay desconfianza en que la clase política esté a la altura de este fin de ciclo y las manifestaciones callejeras continúan, se percibe un ambiente más distendido. La normalidad no volverá de golpe y es de esperar que la construcción de este nuevo estadio de desarrollo cultural deba lidiar con múltiples obstáculos: vanidades, altisonancias, egoísmos e intereses de todo tipo.
Sabemos que cuando la política se aísla y deslegitima, genera monstruos —los hemos visto— y sabemos que hay líderes autoritarios y demagogos que están esperando la posibilidad de prometernos cambios milagrosos en los márgenes de la democracia. Es por eso que urge reconstruir la comunidad política perdida, donde ningún ciudadano, ni bando, sienta que no es considerado. Ese es el gran reto del proceso constituyente que comienza.
Patricio Fernández es escritor y fundador y director de la revista chilena The Clinic. Su libro más reciente es Cuba: Viaje al fin de la revolución.