El Barça, del accidente al circo
La derrota ante el Levante y el empate con el Slavia son la confirmación de una decadencia del equipo cada vez más acusada
Rafa Cabeleira
El País
Escuchaba al gran Luis Suárez el pasado sábado, en El Carrusel de la cadena Ser, reírse de pura desesperación con el juego del Barça y me acordé de aquella vez que estrellé el coche de mi padre contra una farola. Fue un accidente lamentable, de esos que ni siquiera dan miedo por cómico y disparatado, pero que te cuestan un ojo de la cara porque los radiadores nunca salen baratos: quise evitar un bache y, sin saber muy bien cómo, terminé empotrando el morro contra el poste de la susodicha farola. Tanto rio mi padre al escuchar mi explicación que por un momento pensé que iba a comprarme un Golf, para que lo repitiera en su presencia, pero no. Lo que hizo fue llamar a la grúa, jurar por dios que nunca más tocaría su coche, y no volver a hablar del tema.
Lo del Barça contra el Levante, el pasado sábado, no fue un accidente. Podría parecerlo, dada la entidad del rival y esos diez minutos calamitosos que a veces camuflan de cierto sentido las disculpas, pero fue otra cosa muy distinta, probablemente un circo. Y harían bien en ofenderse los amantes del autoproclamado “mayor espectáculo del mundo”, porque es difícil encontrar una analogía que este equipo no sea capaz de convertir en un ultraje. Reía Don Luis Suárez, digo, pero con esa risa exagerada que utilizamos los gallegos para anunciar que ya no quedan cachelos, o que hay un petrolero danzando a la deriva frente a nuestras costas: si el único balón de oro de la historia de este país se estuviese divirtiendo realmente, reiría para dentro.
Y sin embargo, como en los circos, llegó el más difícil todavía, la superación de lo insuperable, la apoteosis final: se plantó Ernesto Valverde en la rueda de prensa y dijo aquello de “teníamos el partido controlado, pero no bien controlado”. Es, prácticamente, lo mismo que le dije a mi padre tras aquel incidente vergonzante pero con la diferencia, nada desdeñable, de que yo tenía 18 años y la maniobra no se retransmitió en directo y por televisión a más de cuarenta países. Todo el mundo vio lo que sucedió en Levante —y después contra el Slavia—, que no fue más que la confirmación de una decadencia cada vez más acusada, cada vez más dolorosa, cada vez más de risa floja. Más allá de los juegos de palabras ingeniosos, Valverde tampoco puede hacer mucho más de lo que hace. Y lo verdaderamente terrible del asunto es que no hacer nada es lo mejor que puede hacer ahora mismo.
Porque el Barça actual está tristemente diseñado para esto: para resultar confortable a sus principales figuras y remover poco, más allá de alguna conciencia responsable. Ha llegado la hora de convivir con los restos maltrechos del mejor equipo de la historia y eso implica abandonar la exigencia y entregarse al capricho, dejar que sean ellos los que decidan por ti, rezar por unos cuantos ramalazos de orgullo en los momentos indicados de la temporada. Porque mientras Messi siga caminando nada es imposible, pero imponer cierto orden a su alrededor, en este momento de su carrera, se antoja algo bastante improbable. No hay entrenador en el mundo, ni mucho menos presidente, que pueda plantarse hoy ante Lionel para decirle que ya no volverá a tocar el coche: él es el coche... Y se estrella como quiere.
Rafa Cabeleira
El País
Escuchaba al gran Luis Suárez el pasado sábado, en El Carrusel de la cadena Ser, reírse de pura desesperación con el juego del Barça y me acordé de aquella vez que estrellé el coche de mi padre contra una farola. Fue un accidente lamentable, de esos que ni siquiera dan miedo por cómico y disparatado, pero que te cuestan un ojo de la cara porque los radiadores nunca salen baratos: quise evitar un bache y, sin saber muy bien cómo, terminé empotrando el morro contra el poste de la susodicha farola. Tanto rio mi padre al escuchar mi explicación que por un momento pensé que iba a comprarme un Golf, para que lo repitiera en su presencia, pero no. Lo que hizo fue llamar a la grúa, jurar por dios que nunca más tocaría su coche, y no volver a hablar del tema.
Lo del Barça contra el Levante, el pasado sábado, no fue un accidente. Podría parecerlo, dada la entidad del rival y esos diez minutos calamitosos que a veces camuflan de cierto sentido las disculpas, pero fue otra cosa muy distinta, probablemente un circo. Y harían bien en ofenderse los amantes del autoproclamado “mayor espectáculo del mundo”, porque es difícil encontrar una analogía que este equipo no sea capaz de convertir en un ultraje. Reía Don Luis Suárez, digo, pero con esa risa exagerada que utilizamos los gallegos para anunciar que ya no quedan cachelos, o que hay un petrolero danzando a la deriva frente a nuestras costas: si el único balón de oro de la historia de este país se estuviese divirtiendo realmente, reiría para dentro.
Y sin embargo, como en los circos, llegó el más difícil todavía, la superación de lo insuperable, la apoteosis final: se plantó Ernesto Valverde en la rueda de prensa y dijo aquello de “teníamos el partido controlado, pero no bien controlado”. Es, prácticamente, lo mismo que le dije a mi padre tras aquel incidente vergonzante pero con la diferencia, nada desdeñable, de que yo tenía 18 años y la maniobra no se retransmitió en directo y por televisión a más de cuarenta países. Todo el mundo vio lo que sucedió en Levante —y después contra el Slavia—, que no fue más que la confirmación de una decadencia cada vez más acusada, cada vez más dolorosa, cada vez más de risa floja. Más allá de los juegos de palabras ingeniosos, Valverde tampoco puede hacer mucho más de lo que hace. Y lo verdaderamente terrible del asunto es que no hacer nada es lo mejor que puede hacer ahora mismo.
Porque el Barça actual está tristemente diseñado para esto: para resultar confortable a sus principales figuras y remover poco, más allá de alguna conciencia responsable. Ha llegado la hora de convivir con los restos maltrechos del mejor equipo de la historia y eso implica abandonar la exigencia y entregarse al capricho, dejar que sean ellos los que decidan por ti, rezar por unos cuantos ramalazos de orgullo en los momentos indicados de la temporada. Porque mientras Messi siga caminando nada es imposible, pero imponer cierto orden a su alrededor, en este momento de su carrera, se antoja algo bastante improbable. No hay entrenador en el mundo, ni mucho menos presidente, que pueda plantarse hoy ante Lionel para decirle que ya no volverá a tocar el coche: él es el coche... Y se estrella como quiere.