En contra del régimen de los superhéroes

Ross Douthat
Infobae
A lo largo del último mes, han estado sucediendo dos cosas interesantes en el mundo del cine. Una película de presupuesto relativamente bajo y sin efectos especiales que retrata al Guasón de Batman en una versión de la ciudad de Nueva York en decadencia en la década de los setenta al estilo de Martin Scorsese se ha convertido en una de las cintas estadounidenses más exitosas del año, y ha provocado oleadas de bulla política a su paso. Además, toda la gente en internet está gritando en contra, en defensa, o acerca del mismo Scorsese, ya que el director de edad avanzada le dijo a un entrevistador que los filmes de superhéroes no son cine de verdad.


A menudo hablamos sobre las polémicas políticas inesperadas con base en su relación con un orden establecido, un régimen existente. Lo mismo ocurre en las esferas de lo estético y lo comercial: tanto el éxito de “Joker” como el escándalo en torno a Scorsese son conflictos importantes debido a su relación con el orden existente de Hollywood, el régimen actual de la cultura pop.

Ese orden se desarrolló, a un grado que apenas hace veinte años habría sido inimaginable, a partir de la explotación comercial de lo que alguna vez se conoció como el entretenimiento de “género”: en particular las películas de cómics, sobre todo el imperio de Marvel, con una gama más amplia de cintas taquilleras, y secuelas de ciencia ficción y fantasía ancladas en ese núcleo del superhéroe.

No se trata de un tipo normal de ciclo cultural, similar a cuando los wésterns dominaron la década de 1950 o cuando las estrellas de acción exageradas encabezaron los años ochenta. Tan solo la magnitud del dominio de este género es única, como lo escribió Mark Harris para el blog Grantland en un ensayo de 2014 que condensó toda una era: estas franquicias “no son una gran parte de la industria cinematográfica. No son la parte más grande de la industria cinematográfica. Son la industria cinematográfica. Punto”.

Sorprendentemente, este régimen es una maravilla del capitalismo corporativo, una máquina para generar dinero a nivel mundial —los superhéroes funcionan en todo el mundo de maneras que ningún otro tipo de entretenimiento puede superar— que también cuenta con el apoyo vehemente de personas que se consideran rebeldes, marginadas, bichos raros, fenómenos. Durante su apogeo en la época de Ford y Wayne, se reconocía que el género wéstern era una fuente de entretenimiento popular y ligero pero, incluso en su apoteosis de miles de millones de dólares, el mundo del “género” aún mantiene una base de aficionados que se piensa excéntrica, ofendida y oprimida.

Esta sensación fomentada de agravio explica el enojo que estalla en línea cada vez que alguien como Scorsese se atreve a poner en tela de juicio los méritos estéticos del nuevo régimen. Y quizá sea una fortaleza de la orden de los superhéroes, una fuente de resistencia, que tantos de sus aficionados sigan respondiendo la pregunta que Andrew O’Hehir hizo en 2012, “¿hasta qué grado es suficiente el triunfo de la cultura de los cómics?”, con un absolutismo fanático: no lo es hasta que los esnobs cierren la boca; no lo es hasta que Scorsese se doblegue y haga una secuela de Batman.

Sin embargo, ese afán quizá oculta una conciencia intranquila, un conocimiento sepultado de que, si bien el cine de “género” puede ser igual de grandioso que cualquier otra categoría —estoy ansioso por ver la nueva adaptación de “Dune”— es evidente que su dominio comercial absoluto ha sido perjudicial para la cultura popular y el arte pop.

El régimen de los superhéroes ha desperdiciado demasiado talento en historias que en esencia no son dignas de los actores ni los directores que las realizan. Ha empoderado e interactuado con la consolidación corporativa, que incluye el poder devorador del imperio de Disney que ahora literalmente está retirando películas clásicas de las salas de cine para contenerlas en su bóveda corporativa. Además, ha acostumbrado al público adulto a historias que pertenecen —con algunas excepciones, claro— al estado del desarrollo atrofiado en el que están atrapados muchos otros aspectos de la cultura occidental, más allá de Hollywood.

Usé el término “desarrollo atrofiado” porque una crítica común contra estas películas es que son infantiles o “infantilizantes”, como lo escribió Bilge Ebiri en su excelente ensayo para Vulture sobre la disputa de Scorsese. No obstante, no me parece un argumento acertado: los niños y sus historias son mucho más extraños e interesantes que la industria de los superhéroes, la cual vende una mezcla de grandiosidad, certidumbre moral y angustia de desempeño (en especial, en las interminables historias de origen) que pertenecen más bien a la adolescencia temprana.

Aquí es donde el éxito del “Joker” de Joaquin Phoenix se vuelve particularmente interesante. Mi primera opinión sobre la película fue hostil, porque creo que “Joker” no se trata de ninguna de las cosas —celibato involuntario, liberalismo, capitalismo tardío— que sus admiradores y enemigos han interpretado en la historia. Por el contrario, es un simulacro competente de Scorsese cuyo éxito expone el deseo frustrado de películas que sean más adultas en términos políticos y morales… y la tragedia de un sistema fílmico que solo puede simular arte adulto dentro de la máquina de libros de historietas.

Sin embargo, una interpretación más compasiva podría decir que el personaje de Arthur Fleck, el Guasón en ciernes de la cinta, es una especie de Dorian Gray para todo el universo de los cómics: un niño hombre dañado con apegos románticos presexuales y fantasías de linajes secretos y grandeza inexplorada, cuyo arco destructivo es mucho más cercano a cómo se ve de verdad una adolescencia perpetua que la divinidad asexuada de los héroes de Marvel o las eternas jornadas escolares de Hogwarts.

En ese caso, su público no solo está obteniendo una imitación de las otras películas mejores que han sido desplazadas por la era del “género”, sino que está experimentando una obra que es auténticamente subversiva, quizá no contra el progresismo ni el neoliberalismo, pero al menos sí contra el gigante cultural avasallador y reductor de la imaginación al que “Joker” aparentemente pertenece.

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