Desde Chile hasta Líbano, las protestas estallan por cuestiones monetarias
Declan Walsh y Max Fisher
Infobae
En Chile, el detonante fue el aumento a las tarifas del metro. En Líbano, se trató de un impuesto a las llamadas por WhatsApp. El gobierno de Arabia Saudita actúo en contra de los narguiles. En India, fueron las cebollas.
En las últimas semanas, artículos que constituyen un gasto menor se convirtieron en el centro de la furia popular en todo el mundo, pues ciudadanos frustrados han llenado las calles en protestas inesperadas que emanaron de una fuente de frustración efervescente motivada por una clase de élites políticas consideradas irremediablemente corruptas e injustas o ambas. Así fue como fuimos testigos de manifestaciones multitudinarias en Bolivia, España, Irak y Rusia, precedidas por la República Checa, Argelia, Sudán y Kazajistán en lo que ha sido un continuo redoble de agitación a lo largo de los últimos meses.
A primera vista, muchas de las manifestaciones se asemejaban más que nada en sus tácticas. Las semanas de incesante desobediencia civil en Hong Kong sentaron las bases para una estrategia de confrontación impulsada por demandas económicas o políticas de muy diversa índole.
No obstante, los expertos distinguen un patrón en muchos de los países donde reina la inquietud: una queja más fuerte de lo habitual en contra de las élites en países donde la democracia es motivo de decepción, la corrupción es descarada y una diminuta clase política vive a cuerpo de rey mientras la generación más joven lucha para salir adelante.
“Son los jóvenes los que ya tuvieron suficiente”, comentó Ali Soufan, director ejecutivo de The Soufan Group, una consultoría de inteligencia de seguridad. “Esta nueva generación no está dispuesta a aceptar el que considera un orden corrupto de la élite política y económica en sus propios países. Quieren un cambio”, agregó.
Pocos se sorprendieron tanto como los gobernantes de esos países.
El 17 de octubre, el presidente de Chile Sebastián Piñera se vanaglorió de que su país era un oasis de estabilidad en América Latina. “Estamos listos para hacer todo para no caer en el populismo, en la demagogia”, declaró en una entrevista publicada en The Financial Times.
Al día siguiente, los manifestantes atacaron fábricas, incendiaron estaciones del metro y saquearon supermercados en la peor revuelta que se ha visto en el país en décadas, lo cual obligó a Piñera a desplegar al Ejército en las calles. Para el 23 de octubre, al menos quince personas habían muerto y un Piñera evidentemente contrariado habló de “una guerra en contra de un enemigo poderoso e imparable”.
En Líbano, el primer ministro Saad Hariri sobrevivió a las vergonzosas revelaciones recientes sobre el obsequio de 16 millones de dólares que le dio a una modelo de bikinis a la que conoció en un centro vacacional de lujo en Seychelles en 2013, una estrategia que, para algunos críticos, es un epítome de la clase gobernante de Líbano. Luego, la semana pasada, anunció el impuesto a las llamadas por WhatsApp, que desató la revuelta.
Décadas de descontento debido a la desigualdad, el estancamiento y la corrupción salieron a la luz, llevando a las calles a casi una cuarta parte del país en manifestaciones eufóricas contra el gobierno motivadas por la consigna: “¡Revolución!”.
Líbano, que tiene uno de los niveles más elevados de deuda pública y un desempleo inextricablemente bajo, parece incapaz de proveer servicios públicos básicos como electricidad, agua potable o servicio de internet confiable. Las medidas de austeridad han consumido a la clase media, mientras que el 0,1 por ciento más rico de la población —que incluye a muchos políticos— gana una décima parte del ingreso nacional del país, según los críticos, al saquear los recursos del país.
El 21 de octubre, Hariri descartó el impuesto planeado y anunció un apresurado paquete de reformas para rescatar la economía anquilosada del país y prometió recuperar la confianza pública.
Aunque la dispersión reciente de las protestas masivas parece drástica, los académicos dicen que es una continuación de una tendencia en ascenso. Desde hace décadas, las sociedades de todo el mundo han sido más propensas a buscar cambios políticos radicales tomando las calles.
Las protestas se han vuelto notablemente más frecuentes recientemente debido a la convergencia de varios factores: una economía mundial en desaceleración, brechas abismales entre ricos y pobres, y el aumento de la población joven que en muchos países ha producido a una nueva generación intranquila y agitada con ambiciones frustradas. Además, la expansión de la democracia se ha estancado en todo el mundo, causando frustración entre los ciudadanos y confianza entre los activistas en que la acción callejera es la única forma de obligar a que haya un cambio ante la indiferencia gubernamental.
No obstante, a medida que los movimientos de protesta crecen, sus índices de éxito se hunden. Hace tan solo veinte años, el 70 por ciento de las protestas que exigían un cambio político sistémico tenían éxito, una cantidad que había estado en ascenso desde la década de los cincuenta, según un estudio de Erica Chenoweth, politóloga de la Universidad de Harvard.
A mediados de la primera década de los 2000, esa tendencia se revirtió. Los índices de éxito ahora están en un 30 por ciento, según el estudio, un declive que Chenoweth describió como “abrumador”.
Estas dos tendencias están estrechamente vinculadas. A medida que las protestas se hacen más frecuentes, pero más propensas a fracasar, se extienden cada vez más y se vuelven más polémicas, más visibles y más propensas a regresar a las calles al no ver cumplidas sus demandas. El resultado puede ser un mundo donde todas las revueltas pierden su importancia, para convertirse simplemente en parte del paisaje.
Los estallidos diversos de agitación no han pasado inadvertidos en las Naciones Unidas. El secretario general António Guterres las mencionó en una reunión del Fondo Monetario Internacional el fin de semana pasado, dijo su vocero, Stéphane Dujarric, el 22 de octubre. Los críticos han acusado al FMI de exacerbar las penurias económicas en países como Ecuador a través de medidas de austeridad impuestas para reducir la deuda.
“Estamos viendo manifestaciones en distintos lugares, pero comparten algunas características”, manifestó Dujarric, y agregó: “La gente siente que está bajo una presión financiera extrema, y está el problema de la desigualdad, además de muchos otros problemas estructurales”.
Algunos expertos dijeron que la serie de protestas mundiales es demasiado diversa para atribuirle una sola categoría o asignarle una sola temática. Michael Ignatieff, presidente de la Universidad Centroeuropea, se encontraba en Barcelona, España, la semana pasada mientras más de 500.000 personas se apiñaban en las calles después de que un tribunal sentenció a prisión a exlíderes separatistas.
Aunque las protestas de Barcelona se asemejan un poco a las manifestaciones masivas en otras ciudades, Ignatieff aseveró que sería un error ponerlas en la misma canasta. “La gente no se está dejando llevar por la locura de las multitudes”, dijo. “Esto es política, con causas y problemas específicos. Si no reconocemos eso, hacemos ver a la política popular como una serie de modas descabelladas, como vestir los mismos pantalones o sombreros”.
A pesar de ello, dentro de algunas regiones, las manifestaciones suelen ser similares entre sí.
En el Medio Oriente, el tumulto ha atraído comparaciones inevitables con las revueltas de la Primavera Árabe de 2011. Sin embargo, los expertos afirman que las manifestaciones recientes están impulsadas por una nueva generación a la que le importan menos las antiguas divisiones sectarias o ideológicas.
En lugar de pedir la cabeza del dictador como muchos árabes hicieron en 2011, los libaneses acusan a toda la clase política.
Incluso en Arabia Saudita, donde la amenaza de represión gubernamental hace que las protestas públicas sean prácticamente impensables, una rebelión inusual estalló en las redes sociales sobre un impuesto del 100 por ciento sobre las cuentas de los restaurantes que tuvieran pipas de agua o narguiles. La etiqueta en árabe “impuesto a los restaurantes de narguiles” fue tendencia en el reino.
Algunos comentaristas de Twitter mencionaron que el impuesto contradecía el deseo de la familia gobernante de cambiar la imagen ultraconservadora de Arabia Saudita.
Aunque las protestas aumentan la agitación con mayor rapidez y son más generalizadas que en décadas anteriores, también son más frágiles. La movilización cuidadosa que alguna vez caracterizó a los movimientos ciudadanos era lenta pero segura. Las protestas que se organizan en las redes sociales pueden crecer como la espuma, pero se colapsan igual de rápido.
Los gobiernos autoritarios también han aprendido a cooptar las redes sociales, usándolas para diseminar propaganda, congregar a simpatizantes o tan solo difundir confusión, dijo Chenoweth.
Incluso donde hay un brote de protesta, se necesita mucho más para que crezca hasta convertirse en todo un movimiento opositor. El precio desorbitado de las cebollas en India hizo que los agricultores bloquearan las autopistas y montaran protestas de corta duración. Sin embargo, la frustración aún no logra transformarse en manifestaciones multitudinarias dado que no hay nadie que la canalice: la oposición en India está desorganizada; las divisiones de casta y religión dominan la política, y el gobierno del primer ministro nacionalista hindú, Narendra Modi, continuamente lanza amenazas en contra del país vecino, Pakistán, para distraer a la gente.
Infobae
En Chile, el detonante fue el aumento a las tarifas del metro. En Líbano, se trató de un impuesto a las llamadas por WhatsApp. El gobierno de Arabia Saudita actúo en contra de los narguiles. En India, fueron las cebollas.
En las últimas semanas, artículos que constituyen un gasto menor se convirtieron en el centro de la furia popular en todo el mundo, pues ciudadanos frustrados han llenado las calles en protestas inesperadas que emanaron de una fuente de frustración efervescente motivada por una clase de élites políticas consideradas irremediablemente corruptas e injustas o ambas. Así fue como fuimos testigos de manifestaciones multitudinarias en Bolivia, España, Irak y Rusia, precedidas por la República Checa, Argelia, Sudán y Kazajistán en lo que ha sido un continuo redoble de agitación a lo largo de los últimos meses.
A primera vista, muchas de las manifestaciones se asemejaban más que nada en sus tácticas. Las semanas de incesante desobediencia civil en Hong Kong sentaron las bases para una estrategia de confrontación impulsada por demandas económicas o políticas de muy diversa índole.
No obstante, los expertos distinguen un patrón en muchos de los países donde reina la inquietud: una queja más fuerte de lo habitual en contra de las élites en países donde la democracia es motivo de decepción, la corrupción es descarada y una diminuta clase política vive a cuerpo de rey mientras la generación más joven lucha para salir adelante.
“Son los jóvenes los que ya tuvieron suficiente”, comentó Ali Soufan, director ejecutivo de The Soufan Group, una consultoría de inteligencia de seguridad. “Esta nueva generación no está dispuesta a aceptar el que considera un orden corrupto de la élite política y económica en sus propios países. Quieren un cambio”, agregó.
Pocos se sorprendieron tanto como los gobernantes de esos países.
El 17 de octubre, el presidente de Chile Sebastián Piñera se vanaglorió de que su país era un oasis de estabilidad en América Latina. “Estamos listos para hacer todo para no caer en el populismo, en la demagogia”, declaró en una entrevista publicada en The Financial Times.
Al día siguiente, los manifestantes atacaron fábricas, incendiaron estaciones del metro y saquearon supermercados en la peor revuelta que se ha visto en el país en décadas, lo cual obligó a Piñera a desplegar al Ejército en las calles. Para el 23 de octubre, al menos quince personas habían muerto y un Piñera evidentemente contrariado habló de “una guerra en contra de un enemigo poderoso e imparable”.
En Líbano, el primer ministro Saad Hariri sobrevivió a las vergonzosas revelaciones recientes sobre el obsequio de 16 millones de dólares que le dio a una modelo de bikinis a la que conoció en un centro vacacional de lujo en Seychelles en 2013, una estrategia que, para algunos críticos, es un epítome de la clase gobernante de Líbano. Luego, la semana pasada, anunció el impuesto a las llamadas por WhatsApp, que desató la revuelta.
Décadas de descontento debido a la desigualdad, el estancamiento y la corrupción salieron a la luz, llevando a las calles a casi una cuarta parte del país en manifestaciones eufóricas contra el gobierno motivadas por la consigna: “¡Revolución!”.
Líbano, que tiene uno de los niveles más elevados de deuda pública y un desempleo inextricablemente bajo, parece incapaz de proveer servicios públicos básicos como electricidad, agua potable o servicio de internet confiable. Las medidas de austeridad han consumido a la clase media, mientras que el 0,1 por ciento más rico de la población —que incluye a muchos políticos— gana una décima parte del ingreso nacional del país, según los críticos, al saquear los recursos del país.
El 21 de octubre, Hariri descartó el impuesto planeado y anunció un apresurado paquete de reformas para rescatar la economía anquilosada del país y prometió recuperar la confianza pública.
Aunque la dispersión reciente de las protestas masivas parece drástica, los académicos dicen que es una continuación de una tendencia en ascenso. Desde hace décadas, las sociedades de todo el mundo han sido más propensas a buscar cambios políticos radicales tomando las calles.
Las protestas se han vuelto notablemente más frecuentes recientemente debido a la convergencia de varios factores: una economía mundial en desaceleración, brechas abismales entre ricos y pobres, y el aumento de la población joven que en muchos países ha producido a una nueva generación intranquila y agitada con ambiciones frustradas. Además, la expansión de la democracia se ha estancado en todo el mundo, causando frustración entre los ciudadanos y confianza entre los activistas en que la acción callejera es la única forma de obligar a que haya un cambio ante la indiferencia gubernamental.
No obstante, a medida que los movimientos de protesta crecen, sus índices de éxito se hunden. Hace tan solo veinte años, el 70 por ciento de las protestas que exigían un cambio político sistémico tenían éxito, una cantidad que había estado en ascenso desde la década de los cincuenta, según un estudio de Erica Chenoweth, politóloga de la Universidad de Harvard.
A mediados de la primera década de los 2000, esa tendencia se revirtió. Los índices de éxito ahora están en un 30 por ciento, según el estudio, un declive que Chenoweth describió como “abrumador”.
Estas dos tendencias están estrechamente vinculadas. A medida que las protestas se hacen más frecuentes, pero más propensas a fracasar, se extienden cada vez más y se vuelven más polémicas, más visibles y más propensas a regresar a las calles al no ver cumplidas sus demandas. El resultado puede ser un mundo donde todas las revueltas pierden su importancia, para convertirse simplemente en parte del paisaje.
Los estallidos diversos de agitación no han pasado inadvertidos en las Naciones Unidas. El secretario general António Guterres las mencionó en una reunión del Fondo Monetario Internacional el fin de semana pasado, dijo su vocero, Stéphane Dujarric, el 22 de octubre. Los críticos han acusado al FMI de exacerbar las penurias económicas en países como Ecuador a través de medidas de austeridad impuestas para reducir la deuda.
“Estamos viendo manifestaciones en distintos lugares, pero comparten algunas características”, manifestó Dujarric, y agregó: “La gente siente que está bajo una presión financiera extrema, y está el problema de la desigualdad, además de muchos otros problemas estructurales”.
Algunos expertos dijeron que la serie de protestas mundiales es demasiado diversa para atribuirle una sola categoría o asignarle una sola temática. Michael Ignatieff, presidente de la Universidad Centroeuropea, se encontraba en Barcelona, España, la semana pasada mientras más de 500.000 personas se apiñaban en las calles después de que un tribunal sentenció a prisión a exlíderes separatistas.
Aunque las protestas de Barcelona se asemejan un poco a las manifestaciones masivas en otras ciudades, Ignatieff aseveró que sería un error ponerlas en la misma canasta. “La gente no se está dejando llevar por la locura de las multitudes”, dijo. “Esto es política, con causas y problemas específicos. Si no reconocemos eso, hacemos ver a la política popular como una serie de modas descabelladas, como vestir los mismos pantalones o sombreros”.
A pesar de ello, dentro de algunas regiones, las manifestaciones suelen ser similares entre sí.
En el Medio Oriente, el tumulto ha atraído comparaciones inevitables con las revueltas de la Primavera Árabe de 2011. Sin embargo, los expertos afirman que las manifestaciones recientes están impulsadas por una nueva generación a la que le importan menos las antiguas divisiones sectarias o ideológicas.
En lugar de pedir la cabeza del dictador como muchos árabes hicieron en 2011, los libaneses acusan a toda la clase política.
Incluso en Arabia Saudita, donde la amenaza de represión gubernamental hace que las protestas públicas sean prácticamente impensables, una rebelión inusual estalló en las redes sociales sobre un impuesto del 100 por ciento sobre las cuentas de los restaurantes que tuvieran pipas de agua o narguiles. La etiqueta en árabe “impuesto a los restaurantes de narguiles” fue tendencia en el reino.
Algunos comentaristas de Twitter mencionaron que el impuesto contradecía el deseo de la familia gobernante de cambiar la imagen ultraconservadora de Arabia Saudita.
Aunque las protestas aumentan la agitación con mayor rapidez y son más generalizadas que en décadas anteriores, también son más frágiles. La movilización cuidadosa que alguna vez caracterizó a los movimientos ciudadanos era lenta pero segura. Las protestas que se organizan en las redes sociales pueden crecer como la espuma, pero se colapsan igual de rápido.
Los gobiernos autoritarios también han aprendido a cooptar las redes sociales, usándolas para diseminar propaganda, congregar a simpatizantes o tan solo difundir confusión, dijo Chenoweth.
Incluso donde hay un brote de protesta, se necesita mucho más para que crezca hasta convertirse en todo un movimiento opositor. El precio desorbitado de las cebollas en India hizo que los agricultores bloquearan las autopistas y montaran protestas de corta duración. Sin embargo, la frustración aún no logra transformarse en manifestaciones multitudinarias dado que no hay nadie que la canalice: la oposición en India está desorganizada; las divisiones de casta y religión dominan la política, y el gobierno del primer ministro nacionalista hindú, Narendra Modi, continuamente lanza amenazas en contra del país vecino, Pakistán, para distraer a la gente.