Boris Johnson, el acróbata inesperado de la política británica

Sacar adelante el Brexit supondría para el primer ministro ‘tory’ la culminación de una carrera sin escrúpulos para alcanzar la cima

Rafa de Miguel
Londres, El País
"Algunos nacen con grandeza, otros logran ser grandes y a otros la grandeza se les viene encima", dice el personaje de Malvolio en la Noche de Reyes, de William Shakespeare. Alexander Boris de Pfeffel Johnson (Nueva York, 55 años) puede haber logrado, si sale adelante su acuerdo del Brexit con la UE, la proeza de pertenecer a las tres categorías. Cumpliría su predestinación —"Yo lo que quiero es ser el rey del mundo", cuenta su familia que repetía de pequeño—; culminaría una carrera política en la que no ha tenido ningún escrúpulo para alcanzar la cima; y cosecharía sin esfuerzo la medalla final de sacar a los británicos de una pesadilla en la que llevan inmersos tres años, gracias a la rendición por incomparecencia o extenuación de sus adversarios.


Es difícil no sucumbir a la fascinación ante un personaje que parece nacido de la imaginación de Shakespeare, quien describió a lo largo de su obra todas las categorías humanas posibles. Como tampoco lo es ver en sus extravagancias y enredos esa otra figura del imaginario británico que representa el cómico Benny Hill. Boris y sus múltiples casos de adulterio a lo largo de los años. Boris y sus amoríos con la modelo y empresaria estadounidense Jennifer Arcuri cuando era alcalde de Londres. Boris y su manoseo a dos manos bajo la mesa a dos jóvenes periodistas cuando dirigía el semanario The Spectator. Boris y su relación/alianza con la asesora Carry Symonds, la responsable de pulir su imagen en los últimos meses y la que la emprendió a gritos con él en el apartamento que comparten en Londres hasta que la policía tuvo que acudir a la puerta, alertada por los vecinos.

Y al mismo tiempo, el político educado en el elitista colegio privado de Eton y en la Universidad de Oxford. El hombre capaz de citar de memoria a los clásicos griegos en ese torrente de balbuceos con el que suele expresarse. El hijo de un extravagante alto funcionario británico, Stanley Johnson, que logró transmitirle una alta consideración de sí mismo y de su lugar en el mundo, y de una madre artista que supo despertar su lado más sensible.

Probablemente sea esa mezcla de ambición, picardía, falta de malicia, un carisma apabullante y la capacidad de reírse de sí mismo y olvidarse al minuto de sus propios errores, la que le haya sido útil para capear las procelosas aguas del Brexit. Solo así se entiende que salga indemne un primer ministro al que el Tribunal Supremo del Reino Unido propinó un golpe del que otro no se levantaría, cuando anuló su decisión de suspender durante cinco semanas el Parlamento para quitarse un obstáculo del camino. O que sostuviera en público su decisión de sacar al país de la UE el 31 de octubre, "a vida o muerte", a pesar de que una mayoría de diputados le había humillado al obligarle a solicitar una nueva prórroga a Bruselas, si no alcanzaba un acuerdo, y atarle las manos.

La persistencia de Johnson en ignorar el mandato parlamentario logró sembrar la duda en muchos rivales sobre su propia capacidad para ponerle freno. O su capacidad para seducir a unos líderes europeos que se habían echado las manos a la cabeza cuando logró en julio pasado el liderazgo del Partido Conservador y se convirtió en el nuevo primer ministro. Se olvidó en menos de 24 horas la furia desatada en Berlín la semana pasada cuando los hombres de Johnson filtraron su conversación privada con la canciller Angela Merkel, en la que le atribuían a ella la culpa de que las negociaciones no avanzaran.

Johnson ha conquistado las mentes y corazones de un reducto de fanáticos poco dados a la broma como son los euroescépticos conservadores. La corriente parlamentaria del European Research Group (Grupo de Estudios Europeos), liderada por Jacob Rees-Mogg (chaqueta cruzada, ademanes rígidos, convicciones ultracatólicas, desprecio intelectual hacia la oposición) y Steve Baker (fanatismo metódico contra todo lo que huela a la UE), se ha entregado al personaje con armas y bagajes. "No necesitamos confiar en el contenido del acuerdo, nos basta con confiar en el primer ministro", ha justificado Rees-Mogg, hoy miembro del Gobierno, el respaldo de los suyos a un acuerdo del Brexit que habrían tirado a la basura desde el primer minuto si se lo hubiera ofrecido la ex primera ministra Theresa May.

Horas antes de que comenzara la campaña del referéndum de 2016, Johnson había preparado dos borradores en los que explicaba su posición a favor y en contra de la permanencia en la UE. El instinto le llevó a deshacerse del primero y sumarse a las filas de los euroescépticos. Su carisma fue fundamental para que el Brexit triunfara. Y de nuevo, cuando el Reino Unido se hallaba inmerso en una parálisis política y en un estado de división interna para el que nadie tenía salida, la personalidad de este político inesperado puede ser la clave que deshaga el enredo. La mitad del país le detesta, pero son más los que rechazan la posibilidad de que llegue a Downing Street un político como Jeremy Corbyn. La imagen dogmática y radical del líder laborista despierta poco entusiasmo en el electorado medio. Y el gran secreto de los británicos es que no hay nada que adoren más que reírse de sí mismos. Johnson les ha brindado la oportunidad de escapar, a través de la autoparodia, de una tragedia que había comenzado a saturarles.

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