Rusia y China: los aliados de Maduro y sus propias pesadillas
El dictador venezolano observa con preocupación las crisis internas que atraviesan sus principales socios
Laureano Pérez Izquierdo
laureano@infobae.com
Una explosión, corridas, militares en pánico, alarmas y un mensaje a Moscú que trató de llevar tranquilidad. U ocultar la verdad. La escena podría encuadrarse en abril de 1986, cuando una explosión destruyó el núcleo de la Central Nuclear Vladimir I. Lenin en Chernobyl y la entonces cúpula de la Unión Soviética intentó encapsular el trágico accidente.
Sin embargo, ocurrió el pasado jueves 8 de agosto en una base marítima de la ciudad de Arkhangelsk a 1.200 kilómetros al norte de la capital rusa durante un test. La empresa Rosatom, contratada por el Kremlin, realizaba la prueba de lo que se cree será el nuevo misil de alcance intercontinental de la potencia imperial: el 9M730 Burevestnik, presentado en julio de 2018 con pompa y orgullo por Vladimir Putin.
Pero algo falló durante los ensayos, y cinco personas murieron. El Gobierno intentó ocultar la información primero, señalando que las víctimas fatales habían sido solo dos. Luego, en un comunicado publicado el sábado 10, la compañía debió admitir que eran cinco los fallecidos y que otros tres estaban internados y siendo trasladados a la principal ciudad del país para ser atendidos. Había tímidos datos, y las sospechas crecían. La historia se repetía.
Recién el lunes la verdad fue imposible de esconder. Los niveles de radiactividad habían crecido más de lo normal en Arkhangelsk y sus alrededores, en cuyas farmacias se agotaron las dosis de yodo. Fue lo primero a lo que recurrieron los habitantes temerosos de que los niveles de radiación los afectara. Estuvieron en lo cierto. Otra vez habían sido abandonados.
El Kremlin admitió recién este martes la gravedad del accidente. Pidió a los residentes de un pequeño pueblo que abandonen sus viviendas. Instó a los habitantes de Nyonoksa -el mínimo enclave más cercano a la base accidentada- a que se prepararan. Serían traslados un día después -este miércoles- en tren de a puñados. Son las minievacuaciones ordenadas por Putin.
Por el misterio, el ocultismo y las mentiras que rodearon al grave incidente, The Wall Street Journal tituló su editorial como "El Chernobyl de Vladimir Putin". El encabezado habrá incomodado al zar. Si es que tuvo tiempo de leerlo. Es que el hombre que desde hace dos décadas comanda Rusia -y sus negocios- cuenta con poco tiempo para surfear la web: tiene varias cuentas internas que resolver.
A su propia fuga de radiactividad enfrenta protestas en todo el territorio. Principalmente en Moscú, donde más ruidosas son. El descontento popular con su gestión aumenta, inversamente proporcional que la economía y que su imagen. Estas manifestaciones son reprimidas sin delicadezas por el Kremlin. Secuestros y encarcelaciones en medio de la noche son cada vez más comunes para desalentar a quienes están hartos de la duradera administración.
Las autoridades identifican a los manifestantes más representativos y los persigue hasta sus hogares. Los -escasos- derechos políticos de la ciudadanía son recortados a cada instante, lo que multiplica el estallido. Ante cada acción, explota la reacción popular. Algo inédito en tiempos más tempranos del interminable putinazgo. Algunos de los activistas podrían enfrentar hasta cinco años de cárcel, de acuerdo con el código penal vigente. Tal es el precio de la libertad de expresión.
Pero cada semana, más y más rusos se animan a salir a las calles a hacerse escuchar. La desazón comenzó en los municipios y se extendió a niveles nacionales. La centralidad del poder los ve como una amenaza e intenta dispersarlos. Pero son incontenibles, por el momento. La popularidad del zar cae persistentemente al tiempo que los bolsillos de los habitantes de la amplia nación adelgazan a igual ritmo.
China y dos frentes preocupantes
Xi Jinping también debería observar sus prioridades. Pero, sobre todo, cómo dar un salto lo suficientemente elástico como para poder despegarse del suelo y ver desde arriba la salida del laberinto en el que se encuentra encerrado. En especial del que lo atormenta desde el sur, lejos de Beijing. En Hong Kong.
Allí cientos de miles de hongkoneses prodemocracia pusieron en jaque la autoridad china. Tomaron el aeropuerto, eludieron las amenazas y desafiaron a la maquinaria represiva del Partido Comunista Chino. Lo expusieron y lo dejaron en evidencia ante el mundo. Las marchas que comenzaron como una repulsa al intento del régimen por extraditar a aquellos habitantes de la isla al continente se han vuelto una bandera de la resistencia en favor de la libertad y la democracia. Una amenaza para el marcial statu quo que pretende sostener Jinping.
Así, Beijing pecó de torpe. La pretensión de enjuiciar según leyes propias a ciudadanos que han vivido toda su vida bajo una seguridad republicana fue desacertada. Nadie, en su sano entendimiento, aceptaría tales condiciones de sometimiento, cambio de reglas y renuncia a derechos fundamentales.
Pero, además, 2019 no es 1989. Hace poco más de 30 años -entre abril y junio de aquel año- Deng Xiaoping ordenaba una brutal represión a estudiantes universitarios en la histórica Plaza de Tiananmen. Cientos o miles -la cifra nunca se oficializó- fueron asesinados por el aparato de seguridad chino que había decretado una ley marcial sobre la que sustentó la masacre. Decenas de miles resultaron heridos. El mundo denunció el exceso que se ejerció en la respuesta a las protestas, y China sufrió un aislamiento que repercutió en sus finanzas y economía. El planeta lo condenó y le dio la espalda.
Tres décadas consumió el almanaque desde aquel trágico episodio. Entonces el gobierno central tenía un control absoluto sobre Beijing que hoy no posee en Hong Kong. La población de aquel momento no contaba con acceso instantáneo y libre a la información, a diferencia de lo que ocurre en la isla en la cual todos están a un click de saber qué ocurre y transmitir cualquier abuso de poder en vivo.
¿Soportaría Jinping otro desaire del mundo si ejerciera un feroz golpe contra una población sublevada? Enviar como Xiaoping al Ejército Popular Chino es evaluado por los jerarcas comunistas. Sin embargo, esta medida podría empujar -de seguro- a cientos de miles de hongkoneses más a las calles, como ocurriera en junio de 1989 en la capital. La ola podría ser, pues, incontenible. La censura internacional a una respuesta desproporcionada podría ser instantánea.
A ello hay que sumarle geografía: Hong Kong es el principal centro bursátil y financiero de Asia. Su economía es tan importante para China como la continental. Y cualquier crisis que atraviesen sus operaciones podría derrumbar a sus más poderosas empresas. ¿Atentará Jinping contra sí mismo?
El jefe de Estado chino lo piensa una y otra vez. Lo vuelve a repasar. Sabe que no puede mostrarse débil, pero que cualquier exceso podría actuar como un búmeran contra sí, su poder y una dubitativa economía. Mucho más: está en una situación de fragilidad ante la guerra comercial impuesta por los Estados Unidos. Demasiados frentes abiertos que podrían atentar contra sus planes de perpetuidad en el poder.
Maduro, aquel socio incómodo
Rusia y China, además, suman otro problema a sus agendas. Nicolás Maduro, ese dictador venezolano incómodo al que sostienen y al que exprimen, les trae más problemas políticos que satisfacciones económicas. Le soltarían la mano de inmediato, no sin antes usarlo como moneda de negociación en algunas de sus crisis o intereses.
El patrón del Palacio de Miraflores lo sabe. También le preocupan los problemas de sus aliados. Sabe que están más atentos a sus frentes internos que a lo que podría suceder en América Latina. Patear la mesa de negociaciones en Barbados quizás no haya sido la maniobra más inteligente del admirador de Sai Baba. Aunque ganó tiempo en la isla, perdió oportunidades y mensajes llegados desde el norte.
Laureano Pérez Izquierdo
laureano@infobae.com
Una explosión, corridas, militares en pánico, alarmas y un mensaje a Moscú que trató de llevar tranquilidad. U ocultar la verdad. La escena podría encuadrarse en abril de 1986, cuando una explosión destruyó el núcleo de la Central Nuclear Vladimir I. Lenin en Chernobyl y la entonces cúpula de la Unión Soviética intentó encapsular el trágico accidente.
Sin embargo, ocurrió el pasado jueves 8 de agosto en una base marítima de la ciudad de Arkhangelsk a 1.200 kilómetros al norte de la capital rusa durante un test. La empresa Rosatom, contratada por el Kremlin, realizaba la prueba de lo que se cree será el nuevo misil de alcance intercontinental de la potencia imperial: el 9M730 Burevestnik, presentado en julio de 2018 con pompa y orgullo por Vladimir Putin.
Pero algo falló durante los ensayos, y cinco personas murieron. El Gobierno intentó ocultar la información primero, señalando que las víctimas fatales habían sido solo dos. Luego, en un comunicado publicado el sábado 10, la compañía debió admitir que eran cinco los fallecidos y que otros tres estaban internados y siendo trasladados a la principal ciudad del país para ser atendidos. Había tímidos datos, y las sospechas crecían. La historia se repetía.
Recién el lunes la verdad fue imposible de esconder. Los niveles de radiactividad habían crecido más de lo normal en Arkhangelsk y sus alrededores, en cuyas farmacias se agotaron las dosis de yodo. Fue lo primero a lo que recurrieron los habitantes temerosos de que los niveles de radiación los afectara. Estuvieron en lo cierto. Otra vez habían sido abandonados.
El Kremlin admitió recién este martes la gravedad del accidente. Pidió a los residentes de un pequeño pueblo que abandonen sus viviendas. Instó a los habitantes de Nyonoksa -el mínimo enclave más cercano a la base accidentada- a que se prepararan. Serían traslados un día después -este miércoles- en tren de a puñados. Son las minievacuaciones ordenadas por Putin.
Por el misterio, el ocultismo y las mentiras que rodearon al grave incidente, The Wall Street Journal tituló su editorial como "El Chernobyl de Vladimir Putin". El encabezado habrá incomodado al zar. Si es que tuvo tiempo de leerlo. Es que el hombre que desde hace dos décadas comanda Rusia -y sus negocios- cuenta con poco tiempo para surfear la web: tiene varias cuentas internas que resolver.
A su propia fuga de radiactividad enfrenta protestas en todo el territorio. Principalmente en Moscú, donde más ruidosas son. El descontento popular con su gestión aumenta, inversamente proporcional que la economía y que su imagen. Estas manifestaciones son reprimidas sin delicadezas por el Kremlin. Secuestros y encarcelaciones en medio de la noche son cada vez más comunes para desalentar a quienes están hartos de la duradera administración.
Las autoridades identifican a los manifestantes más representativos y los persigue hasta sus hogares. Los -escasos- derechos políticos de la ciudadanía son recortados a cada instante, lo que multiplica el estallido. Ante cada acción, explota la reacción popular. Algo inédito en tiempos más tempranos del interminable putinazgo. Algunos de los activistas podrían enfrentar hasta cinco años de cárcel, de acuerdo con el código penal vigente. Tal es el precio de la libertad de expresión.
Pero cada semana, más y más rusos se animan a salir a las calles a hacerse escuchar. La desazón comenzó en los municipios y se extendió a niveles nacionales. La centralidad del poder los ve como una amenaza e intenta dispersarlos. Pero son incontenibles, por el momento. La popularidad del zar cae persistentemente al tiempo que los bolsillos de los habitantes de la amplia nación adelgazan a igual ritmo.
China y dos frentes preocupantes
Xi Jinping también debería observar sus prioridades. Pero, sobre todo, cómo dar un salto lo suficientemente elástico como para poder despegarse del suelo y ver desde arriba la salida del laberinto en el que se encuentra encerrado. En especial del que lo atormenta desde el sur, lejos de Beijing. En Hong Kong.
Allí cientos de miles de hongkoneses prodemocracia pusieron en jaque la autoridad china. Tomaron el aeropuerto, eludieron las amenazas y desafiaron a la maquinaria represiva del Partido Comunista Chino. Lo expusieron y lo dejaron en evidencia ante el mundo. Las marchas que comenzaron como una repulsa al intento del régimen por extraditar a aquellos habitantes de la isla al continente se han vuelto una bandera de la resistencia en favor de la libertad y la democracia. Una amenaza para el marcial statu quo que pretende sostener Jinping.
Así, Beijing pecó de torpe. La pretensión de enjuiciar según leyes propias a ciudadanos que han vivido toda su vida bajo una seguridad republicana fue desacertada. Nadie, en su sano entendimiento, aceptaría tales condiciones de sometimiento, cambio de reglas y renuncia a derechos fundamentales.
Pero, además, 2019 no es 1989. Hace poco más de 30 años -entre abril y junio de aquel año- Deng Xiaoping ordenaba una brutal represión a estudiantes universitarios en la histórica Plaza de Tiananmen. Cientos o miles -la cifra nunca se oficializó- fueron asesinados por el aparato de seguridad chino que había decretado una ley marcial sobre la que sustentó la masacre. Decenas de miles resultaron heridos. El mundo denunció el exceso que se ejerció en la respuesta a las protestas, y China sufrió un aislamiento que repercutió en sus finanzas y economía. El planeta lo condenó y le dio la espalda.
Tres décadas consumió el almanaque desde aquel trágico episodio. Entonces el gobierno central tenía un control absoluto sobre Beijing que hoy no posee en Hong Kong. La población de aquel momento no contaba con acceso instantáneo y libre a la información, a diferencia de lo que ocurre en la isla en la cual todos están a un click de saber qué ocurre y transmitir cualquier abuso de poder en vivo.
¿Soportaría Jinping otro desaire del mundo si ejerciera un feroz golpe contra una población sublevada? Enviar como Xiaoping al Ejército Popular Chino es evaluado por los jerarcas comunistas. Sin embargo, esta medida podría empujar -de seguro- a cientos de miles de hongkoneses más a las calles, como ocurriera en junio de 1989 en la capital. La ola podría ser, pues, incontenible. La censura internacional a una respuesta desproporcionada podría ser instantánea.
A ello hay que sumarle geografía: Hong Kong es el principal centro bursátil y financiero de Asia. Su economía es tan importante para China como la continental. Y cualquier crisis que atraviesen sus operaciones podría derrumbar a sus más poderosas empresas. ¿Atentará Jinping contra sí mismo?
El jefe de Estado chino lo piensa una y otra vez. Lo vuelve a repasar. Sabe que no puede mostrarse débil, pero que cualquier exceso podría actuar como un búmeran contra sí, su poder y una dubitativa economía. Mucho más: está en una situación de fragilidad ante la guerra comercial impuesta por los Estados Unidos. Demasiados frentes abiertos que podrían atentar contra sus planes de perpetuidad en el poder.
Maduro, aquel socio incómodo
Rusia y China, además, suman otro problema a sus agendas. Nicolás Maduro, ese dictador venezolano incómodo al que sostienen y al que exprimen, les trae más problemas políticos que satisfacciones económicas. Le soltarían la mano de inmediato, no sin antes usarlo como moneda de negociación en algunas de sus crisis o intereses.
El patrón del Palacio de Miraflores lo sabe. También le preocupan los problemas de sus aliados. Sabe que están más atentos a sus frentes internos que a lo que podría suceder en América Latina. Patear la mesa de negociaciones en Barbados quizás no haya sido la maniobra más inteligente del admirador de Sai Baba. Aunque ganó tiempo en la isla, perdió oportunidades y mensajes llegados desde el norte.