"¡Oh, boy! ¡El hombre en la luna!", cómo fue posible la transmisión por TV del primer evento global en vivo seguido por 600 millones de personas
Fue la más extraordinaria transmisión televisiva de la historia. La humanidad presenció en directo un cambio de época. Se estima que fue vista por el 20 por ciento de la población mundial.
Matías Bauso
Infobae
La gente se reunió en casas para seguir paso a paso las alternativas. No bastaba estar solo. Había que compartir ese momento histórico.
La televisión entendió la magnitud del suceso y dispuso que la transmisión se asemejara a la de un espectáculo deportivo de gran magnitud. Eso ocurrió en cada país. Un presentador central, columnistas con alguna especialización, enviados a Cabo Kennedy y corresponsales por las calles tratando de captar la reacción popular.
La hazaña, impactante por sí misma, logró gran repercusión porque pudo ser vista por televisión. Muy diferente hubiera sido la situación y el impacto, si sólo se hubiera accedido a las noticias a través de las primeras planas de los matutinos o de un informe radial. Ver para creer. La expectativa previa y la vivencia paso a paso, el sentirse testigo privilegiado de un hecho histórico provocaron un deslumbramiento inédito. Si a esa altura alguien le quedaban dudas sobre el poder de la televisión, esa noche del 20 de julio de 1969 se convenció de su efecto.
La luna se metió en el living de cada casa en cada país del mundo.
Pero este aspecto de la misión del Apolo 11, que hoy nos parece natural e indiscutible, provocó no pocas controversias en su momento. Al principio de la carrera espacial, la NASA no quería saber nada con la televisión. Existía el riesgo de asistir a una tragedia, todavía no se sabía cuáles podían ser los inconvenientes que podían sufrir las distintas misiones. Ante cada despegue la incertidumbre era enorme. Demasiadas variables, demasiados elementos que podían fallar. Transmitir un accidente de una nave espacial en vivo, en ese momento, hubiera sido una desgracia de la que el programa no podría recuperarse, con el consiguiente efecto tan temido por Estados Unidos: que los soviéticos se quedaran solos en esa carrera y siguieran sacándoles ventaja cómo venía sucediendo. Por otra parte, los problemas técnicos que había que solucionar para que la imagen captada en la luna pudiera ser transmitida en los televisores de todo el mundo era compleja y requería de una tecnología todavía inexistente. Los astronautas tampoco querían. Lo consideraban una distracción innecesaria, ellos estaban ahí para otra cosa. A eso se le debía sumar que los equipos restaban lugar en la acotada nave. Hasta los últimos meses se debatió si el Apolo 11 llevaría o no cámaras.
Hacía unos años que quienes manejaban la NASA habían comprendido que la prensa era indispensable para su trabajo. Se preocupaban por difundir sus acciones. Tenían dos móviles muy claros. Uno científico, dejar registrado en la historia lo que iba sucediendo y, al mismo tiempo, el propagandístico, sacudir a la población, mantenerla en vilo para que los fondos siguieron ingresando y el programa espacial pudiera continuar. No había ingenuidad en su acercamiento a los medios. La televisión era el más preciado de ellos. Por eso la NASA facilitaba fotos, filmaciones y entrevistas en los procesos previos. Sabía que en la televisión tenía un aliado incomparable.
Esas imágenes que se veían en cada casa eran inimaginables poco tiempo antes. Su territorio era la literatura de ciencia ficción y no los noticieros televisivos. El impacto fue profundo. Una conmoción que cambió la cultura contemporánea. La posibilidad de la ciencia contemporánea de correr los límites hasta la frontera de lo inaudito quedaba demostrada cabalmente. Yo no se trataba de un artículo en una revista científica que había que interpretar, ni de una portada de diario ni siquiera de una foto. El milagro tecnológico estaba ocurriendo frente a los ojos de todo el mundo. La humanidad no se enteraba por fuentes secundarias o con atraso de unas horas. La historia estaba ocurriendo ante sus ojos. Sin la televisión el logro hubiera perdido algo de su factor conmocionante. No hubiera dejado de tener su relevancia histórica pero hubiera sido un hecho lejano, ajeno. Como Waterloo o la Toma de la Bastilla. La transmisión lo convirtió en un hecho, también, personal, que le estaba sucediendo a cada uno de los espectadores. Los que veían eran protagonistas y no meros testigos. La inmediatez, el vivo, la no edición y que todos tuvieran acceso fueron determinantes.
Había otro elemento cautivante: el suspenso. Nadie podía saber con certeza qué podía suceder. Las imágenes de la sala de control en Houston que la TV paneaba lo mostraban. Había nervios, tensión, incertidumbre. Ese aspecto agónico, le agregaba morbo e interés, lo convertía en un espectáculo dramático.
En Estados Unidos el número de espectadores fue altísimo. Se calcula que el 94 % de los que poseían un televisor vieron el alunizaje. Otro factor importante a tener en cuenta es que si bien la televisión desde su popularización había sido un factor aglutinante, nunca hasta ese momento lo consiguió con tanta intensidad. El cariz del hecho, globalizador, de avanzada tecnológica, con dimensión humanística y esperanzador es otra gran novedad. Los programas que atraían audiencias excepcionales eran espectáculos deportivos o tragedias. Eran los años de Vietnam, de las protestas sociales, de los movimientos insurgentes, de los asesinatos de Bobby Kennedy y Martin Luther King. Y el alunizaje (y su televisación) cambió este paradigma.
Las dificultades técnicas para llevar las imágenes a todo el mundo fueron resueltas mediante la instalación de tres torres de 26 metros de altura en tres puntos del mapa. Fueron situadas en Estados Unidos, Australia (la película The Dish muestra lo que sucedió esa noche en Canberra) y España. Esa triangulación permitió que las imágenes llegaran fluidamente y que no se cortara la transmisión, utilizando cada base según fuera oportuno. Además veinte estaciones dispersas por el mundo que conectaban con satélites ubicados sobre el Atlántico, el Pacífico y el Índico completaron la operación técnica.
La nave llevaba una cámara instalada en uno de sus costados. De ella son las tomas principales. Luego con un trípode los astronautas instalaron otra con la que hicieron planos de la superficie lunar. Las imágenes llegaron en blanco y negro a todo el mundo. La calidad fue deficiente, planes granulados y poco nítidos porque la tecnología de la época era todo lo que permitía. Los planos de la segunda cámara, la que tomó el paseo de Aldrin, son más claros y menos nebulosos.
Los testimonios sobre los efectos de esa noche son múltiples. Por ejemplo, el equipo de béisbol de los New York Mets después de una derrota se juntó a ver el alunizaje. Luego de presenciar la hazaña se comprometieron a salir campeones en las World Series a pesar de que nadie confiaba en sus posibilidades. "Si el hombre pudo llegar a la luna, nosotros podemos ser campeones", razonaron. Y en octubre de ese año, contra todos los pronósticos, lo consiguieron. Decenas de artistas y científicos han declarado en las últimas décadas que las imágenes de esa noche modificaron su vida. Que significaron el aliciente para salir a buscar y cumplir con sus sueños.
La gran mayoría de las cadenas televisivas del mundo tomaron las imágenes y realizaron sus transmisiones. Decenas de horas en la previa y varias después del alunizaje sin importar que en muchos lugares del planeta fuera de madrugada. La más famosa de esas emisiones fue la de la norteamericana CBS. Fueron más de treinta horas, de las cuales 27 fueron afrontadas por su periodista estrella, el experimentado Walter Cronkite. La mayoría de los grandes hechos del Siglo XX tuvieron a Cronkite narrándolos. Fue corresponsal en la Segunda Guerra, fue quien anunció que a Kennedy lo habían herido, y quien minutos después debió anunciar su muerte. Era la elección natural. Sobrio, informado, culto y aplomado. En las horas previas con el audio de la misión de fondo se alternaban las imágenes del centro de control en Houston y unas animaciones que iban mostrando el itinerario del Apolo 11. Varios especialistas fueron entrevistados en el piso del estudio antes del alunizaje. Una gran tentación eran los escritores de ciencia ficción. Arthur Clarke, autor de 2001, Isaac Asimov, Ray Bradbury (y hasta Orson Welles desde Londres en recuerdo de su Guerra de los Mundos radial) brindaron su testimonio. También científicos, periodistas, celebridades y ex astronautas. O especialistas en la comunicación y el impacto de los nuevos medios como Marshall McLuhan. En la BBC de Londres hasta hubo espacio para que en la previa Pink Floyd tocara un tema llamado Moonhead.
En los momentos culminantes la CBS sólo dejó ante cámara al sólido Cronkite y a Walter Schirra, un astronauta integrante del mítico Mercury 7, el grupo de los primeros astronautas de la NASA. En su carrera, Schirra pasó casi 300 horas en el espacio. Mientras la nave se aproximaba a la luna, Schirra mantuvo diálogos con Neil Armstrong. Las imágenes y el audio de esa transmisión (la elegida por la mayoría de los norteamericanos y la que se emite cada vez que se rememoran los hechos) son conmovedores. Hay tensión y expectativa. Cuando se produce el contacto de la nave con la superficie lunar, Cronkite apenas puede hablar. Deja que el silencio haga su trabajo. Sólo atina a balbucear "El hombre en la luna" y algunas interjecciones (Man on the moon Oh boy, woohh, boy). Todo lo que había pensado, todo lo que había preparado o se lo olvidó o le parecía banal, que no hacía justicia con el momento gigante que estaba viviendo. Cuando la cámara lo enfoca se lo ve emocionado, tratando de controlar las lágrimas a través de rápidos parpadeos mientras se quita sus anteojos. Está movilizado y asombrado. Mira a Schirra, quien sin pudor se seca las lágrimas. El astronauta en esos minutos sólo pudo pronunciar una frase. Apenas la nave se aposentó en la superficie lunar dijo: "Estamos en casa". Un gran momento televisivo en medio del gran salto para la humanidad. Cronkite y Schirra saben que lo que está pasando es más importante que ellos y jamás pisan a los tripulantes del Apollo ni pretenden protagonismo. Una clase magistral de ubicuidad, sensibilidad y periodismo.
En la Argentina se superó la frustración de los días previos en los que no se había podido ver el lanzamiento del cohete por una falla en el satélite. Las familias se agolparon frente a los televisores, los amigos se juntaron especialmente. Igual que en el resto del mundo. Canal 13 envió a su joven periodista estrella, Mónica Cahen D'Anvers; Canal 11 a Juan Carlos Rousselot y Alejandro Romay dueño de Canal 9, cómo solía hacer en las grandes citas, se asignó el mismo la misión. La transmisión batió récords de audiencia como en el resto del mundo.
La televisión no sólo se quedó con el alunizaje y la caminata posterior de Armstrong y Aldrin. Los días siguientes siguió con el tema. Programas especiales, retransmisiones. La hazaña que marcaba el comienzo de una nueva era merecía largas coberturas. Después del regreso a tierra, los tres tripulantes debieron permanecer en cuarentena para descartar que trajeran algún virus desconocido de su excursión. Luego de eso hicieron paseos triunfales por Los Ángeles, Chicago y Nueva York. En autos descapotables saludaban a las multitudes que salieron a las calles a reconocerlos. Esos tres destinos los hicieron en el mismo día. La televisión, como era de esperar, los acompañó y multiplicó el efecto de los agasajos. Una nueva era había comenzado y no se trataba nada más de la exploración espacial.
Ese 20 de julio de 1969 se asumió la verdadera dimensión que tendría la televisión en, por lo menos, los siguientes cincuenta años.
Matías Bauso
Infobae
La gente se reunió en casas para seguir paso a paso las alternativas. No bastaba estar solo. Había que compartir ese momento histórico.
La televisión entendió la magnitud del suceso y dispuso que la transmisión se asemejara a la de un espectáculo deportivo de gran magnitud. Eso ocurrió en cada país. Un presentador central, columnistas con alguna especialización, enviados a Cabo Kennedy y corresponsales por las calles tratando de captar la reacción popular.
La hazaña, impactante por sí misma, logró gran repercusión porque pudo ser vista por televisión. Muy diferente hubiera sido la situación y el impacto, si sólo se hubiera accedido a las noticias a través de las primeras planas de los matutinos o de un informe radial. Ver para creer. La expectativa previa y la vivencia paso a paso, el sentirse testigo privilegiado de un hecho histórico provocaron un deslumbramiento inédito. Si a esa altura alguien le quedaban dudas sobre el poder de la televisión, esa noche del 20 de julio de 1969 se convenció de su efecto.
La luna se metió en el living de cada casa en cada país del mundo.
Pero este aspecto de la misión del Apolo 11, que hoy nos parece natural e indiscutible, provocó no pocas controversias en su momento. Al principio de la carrera espacial, la NASA no quería saber nada con la televisión. Existía el riesgo de asistir a una tragedia, todavía no se sabía cuáles podían ser los inconvenientes que podían sufrir las distintas misiones. Ante cada despegue la incertidumbre era enorme. Demasiadas variables, demasiados elementos que podían fallar. Transmitir un accidente de una nave espacial en vivo, en ese momento, hubiera sido una desgracia de la que el programa no podría recuperarse, con el consiguiente efecto tan temido por Estados Unidos: que los soviéticos se quedaran solos en esa carrera y siguieran sacándoles ventaja cómo venía sucediendo. Por otra parte, los problemas técnicos que había que solucionar para que la imagen captada en la luna pudiera ser transmitida en los televisores de todo el mundo era compleja y requería de una tecnología todavía inexistente. Los astronautas tampoco querían. Lo consideraban una distracción innecesaria, ellos estaban ahí para otra cosa. A eso se le debía sumar que los equipos restaban lugar en la acotada nave. Hasta los últimos meses se debatió si el Apolo 11 llevaría o no cámaras.
Hacía unos años que quienes manejaban la NASA habían comprendido que la prensa era indispensable para su trabajo. Se preocupaban por difundir sus acciones. Tenían dos móviles muy claros. Uno científico, dejar registrado en la historia lo que iba sucediendo y, al mismo tiempo, el propagandístico, sacudir a la población, mantenerla en vilo para que los fondos siguieron ingresando y el programa espacial pudiera continuar. No había ingenuidad en su acercamiento a los medios. La televisión era el más preciado de ellos. Por eso la NASA facilitaba fotos, filmaciones y entrevistas en los procesos previos. Sabía que en la televisión tenía un aliado incomparable.
Esas imágenes que se veían en cada casa eran inimaginables poco tiempo antes. Su territorio era la literatura de ciencia ficción y no los noticieros televisivos. El impacto fue profundo. Una conmoción que cambió la cultura contemporánea. La posibilidad de la ciencia contemporánea de correr los límites hasta la frontera de lo inaudito quedaba demostrada cabalmente. Yo no se trataba de un artículo en una revista científica que había que interpretar, ni de una portada de diario ni siquiera de una foto. El milagro tecnológico estaba ocurriendo frente a los ojos de todo el mundo. La humanidad no se enteraba por fuentes secundarias o con atraso de unas horas. La historia estaba ocurriendo ante sus ojos. Sin la televisión el logro hubiera perdido algo de su factor conmocionante. No hubiera dejado de tener su relevancia histórica pero hubiera sido un hecho lejano, ajeno. Como Waterloo o la Toma de la Bastilla. La transmisión lo convirtió en un hecho, también, personal, que le estaba sucediendo a cada uno de los espectadores. Los que veían eran protagonistas y no meros testigos. La inmediatez, el vivo, la no edición y que todos tuvieran acceso fueron determinantes.
Había otro elemento cautivante: el suspenso. Nadie podía saber con certeza qué podía suceder. Las imágenes de la sala de control en Houston que la TV paneaba lo mostraban. Había nervios, tensión, incertidumbre. Ese aspecto agónico, le agregaba morbo e interés, lo convertía en un espectáculo dramático.
En Estados Unidos el número de espectadores fue altísimo. Se calcula que el 94 % de los que poseían un televisor vieron el alunizaje. Otro factor importante a tener en cuenta es que si bien la televisión desde su popularización había sido un factor aglutinante, nunca hasta ese momento lo consiguió con tanta intensidad. El cariz del hecho, globalizador, de avanzada tecnológica, con dimensión humanística y esperanzador es otra gran novedad. Los programas que atraían audiencias excepcionales eran espectáculos deportivos o tragedias. Eran los años de Vietnam, de las protestas sociales, de los movimientos insurgentes, de los asesinatos de Bobby Kennedy y Martin Luther King. Y el alunizaje (y su televisación) cambió este paradigma.
Las dificultades técnicas para llevar las imágenes a todo el mundo fueron resueltas mediante la instalación de tres torres de 26 metros de altura en tres puntos del mapa. Fueron situadas en Estados Unidos, Australia (la película The Dish muestra lo que sucedió esa noche en Canberra) y España. Esa triangulación permitió que las imágenes llegaran fluidamente y que no se cortara la transmisión, utilizando cada base según fuera oportuno. Además veinte estaciones dispersas por el mundo que conectaban con satélites ubicados sobre el Atlántico, el Pacífico y el Índico completaron la operación técnica.
La nave llevaba una cámara instalada en uno de sus costados. De ella son las tomas principales. Luego con un trípode los astronautas instalaron otra con la que hicieron planos de la superficie lunar. Las imágenes llegaron en blanco y negro a todo el mundo. La calidad fue deficiente, planes granulados y poco nítidos porque la tecnología de la época era todo lo que permitía. Los planos de la segunda cámara, la que tomó el paseo de Aldrin, son más claros y menos nebulosos.
Los testimonios sobre los efectos de esa noche son múltiples. Por ejemplo, el equipo de béisbol de los New York Mets después de una derrota se juntó a ver el alunizaje. Luego de presenciar la hazaña se comprometieron a salir campeones en las World Series a pesar de que nadie confiaba en sus posibilidades. "Si el hombre pudo llegar a la luna, nosotros podemos ser campeones", razonaron. Y en octubre de ese año, contra todos los pronósticos, lo consiguieron. Decenas de artistas y científicos han declarado en las últimas décadas que las imágenes de esa noche modificaron su vida. Que significaron el aliciente para salir a buscar y cumplir con sus sueños.
La gran mayoría de las cadenas televisivas del mundo tomaron las imágenes y realizaron sus transmisiones. Decenas de horas en la previa y varias después del alunizaje sin importar que en muchos lugares del planeta fuera de madrugada. La más famosa de esas emisiones fue la de la norteamericana CBS. Fueron más de treinta horas, de las cuales 27 fueron afrontadas por su periodista estrella, el experimentado Walter Cronkite. La mayoría de los grandes hechos del Siglo XX tuvieron a Cronkite narrándolos. Fue corresponsal en la Segunda Guerra, fue quien anunció que a Kennedy lo habían herido, y quien minutos después debió anunciar su muerte. Era la elección natural. Sobrio, informado, culto y aplomado. En las horas previas con el audio de la misión de fondo se alternaban las imágenes del centro de control en Houston y unas animaciones que iban mostrando el itinerario del Apolo 11. Varios especialistas fueron entrevistados en el piso del estudio antes del alunizaje. Una gran tentación eran los escritores de ciencia ficción. Arthur Clarke, autor de 2001, Isaac Asimov, Ray Bradbury (y hasta Orson Welles desde Londres en recuerdo de su Guerra de los Mundos radial) brindaron su testimonio. También científicos, periodistas, celebridades y ex astronautas. O especialistas en la comunicación y el impacto de los nuevos medios como Marshall McLuhan. En la BBC de Londres hasta hubo espacio para que en la previa Pink Floyd tocara un tema llamado Moonhead.
En los momentos culminantes la CBS sólo dejó ante cámara al sólido Cronkite y a Walter Schirra, un astronauta integrante del mítico Mercury 7, el grupo de los primeros astronautas de la NASA. En su carrera, Schirra pasó casi 300 horas en el espacio. Mientras la nave se aproximaba a la luna, Schirra mantuvo diálogos con Neil Armstrong. Las imágenes y el audio de esa transmisión (la elegida por la mayoría de los norteamericanos y la que se emite cada vez que se rememoran los hechos) son conmovedores. Hay tensión y expectativa. Cuando se produce el contacto de la nave con la superficie lunar, Cronkite apenas puede hablar. Deja que el silencio haga su trabajo. Sólo atina a balbucear "El hombre en la luna" y algunas interjecciones (Man on the moon Oh boy, woohh, boy). Todo lo que había pensado, todo lo que había preparado o se lo olvidó o le parecía banal, que no hacía justicia con el momento gigante que estaba viviendo. Cuando la cámara lo enfoca se lo ve emocionado, tratando de controlar las lágrimas a través de rápidos parpadeos mientras se quita sus anteojos. Está movilizado y asombrado. Mira a Schirra, quien sin pudor se seca las lágrimas. El astronauta en esos minutos sólo pudo pronunciar una frase. Apenas la nave se aposentó en la superficie lunar dijo: "Estamos en casa". Un gran momento televisivo en medio del gran salto para la humanidad. Cronkite y Schirra saben que lo que está pasando es más importante que ellos y jamás pisan a los tripulantes del Apollo ni pretenden protagonismo. Una clase magistral de ubicuidad, sensibilidad y periodismo.
En la Argentina se superó la frustración de los días previos en los que no se había podido ver el lanzamiento del cohete por una falla en el satélite. Las familias se agolparon frente a los televisores, los amigos se juntaron especialmente. Igual que en el resto del mundo. Canal 13 envió a su joven periodista estrella, Mónica Cahen D'Anvers; Canal 11 a Juan Carlos Rousselot y Alejandro Romay dueño de Canal 9, cómo solía hacer en las grandes citas, se asignó el mismo la misión. La transmisión batió récords de audiencia como en el resto del mundo.
La televisión no sólo se quedó con el alunizaje y la caminata posterior de Armstrong y Aldrin. Los días siguientes siguió con el tema. Programas especiales, retransmisiones. La hazaña que marcaba el comienzo de una nueva era merecía largas coberturas. Después del regreso a tierra, los tres tripulantes debieron permanecer en cuarentena para descartar que trajeran algún virus desconocido de su excursión. Luego de eso hicieron paseos triunfales por Los Ángeles, Chicago y Nueva York. En autos descapotables saludaban a las multitudes que salieron a las calles a reconocerlos. Esos tres destinos los hicieron en el mismo día. La televisión, como era de esperar, los acompañó y multiplicó el efecto de los agasajos. Una nueva era había comenzado y no se trataba nada más de la exploración espacial.
Ese 20 de julio de 1969 se asumió la verdadera dimensión que tendría la televisión en, por lo menos, los siguientes cincuenta años.