No nos damos por enterados hasta que lo cuenta un documental
Una cosa es que tengamos la información, y otra, que nos molestemos en leerla.
Sergio del Molino
El País
El viaje a la Luna y la vuelta al mundo de Magallanes, de los que se cumplen cincuenta y quinientos años, emocionan a cualquier ciudadano medio de hoy y avergüenzan a todos los que necesitan un somnífero y un whisky doble para subirse a un avión. Unos insensatos se montaron en unas bañeras con velas y en una lata de atún propulsada con cohetes y guiada por un ordenador menos potente que un reloj-despertador, y se lanzaron a lo desconocido, asumiendo la propia muerte como el desenlace más plausible. Y a pelo: sin somnífero ni whisky doble.
Así como aquellos pioneros no han conseguido que millones de humanos dejen de tener pánico a volar, la sociedad de la información tampoco ha erradicado la ignorancia. Podemos contrastar cualquier dato con el cacharro que llevamos en el bolsillo, y aún hay infinidad de personas que se curan el reuma con homeopatía y que creen que los inmigrantes no pagan impuestos. Porque una cosa es que tengamos la información, y otra, que nos molestemos en leerla.
Lo resumía muy bien el cómico Aziz Anzari en su último monólogo de Netflix, a propósito de la moda de las series documentales, que cuentan lo que ya debería saber todo el mundo porque se publicó en todas partes: “Una cosa es que la información esté en un artículo largo, que a ver quién se lee, pero ahora que me la presentan de forma entretenida, sí que me indigno”. Estar informado se parece hoy a ser astronauta: todos sabemos que el firmamento de los datos está ahí, pero pocos vamos a dar paseos espaciales por artículos, informes, estadísticas y -oh, horror- libros. Esperamos a que nos lo empaqueten en una serie documental, que es la versión de somnífero y whisky doble de la información. Hasta entonces, no nos damos por enterados ni de que el Apolo 11 alunizó.
Sergio del Molino
El País
El viaje a la Luna y la vuelta al mundo de Magallanes, de los que se cumplen cincuenta y quinientos años, emocionan a cualquier ciudadano medio de hoy y avergüenzan a todos los que necesitan un somnífero y un whisky doble para subirse a un avión. Unos insensatos se montaron en unas bañeras con velas y en una lata de atún propulsada con cohetes y guiada por un ordenador menos potente que un reloj-despertador, y se lanzaron a lo desconocido, asumiendo la propia muerte como el desenlace más plausible. Y a pelo: sin somnífero ni whisky doble.
Así como aquellos pioneros no han conseguido que millones de humanos dejen de tener pánico a volar, la sociedad de la información tampoco ha erradicado la ignorancia. Podemos contrastar cualquier dato con el cacharro que llevamos en el bolsillo, y aún hay infinidad de personas que se curan el reuma con homeopatía y que creen que los inmigrantes no pagan impuestos. Porque una cosa es que tengamos la información, y otra, que nos molestemos en leerla.
Lo resumía muy bien el cómico Aziz Anzari en su último monólogo de Netflix, a propósito de la moda de las series documentales, que cuentan lo que ya debería saber todo el mundo porque se publicó en todas partes: “Una cosa es que la información esté en un artículo largo, que a ver quién se lee, pero ahora que me la presentan de forma entretenida, sí que me indigno”. Estar informado se parece hoy a ser astronauta: todos sabemos que el firmamento de los datos está ahí, pero pocos vamos a dar paseos espaciales por artículos, informes, estadísticas y -oh, horror- libros. Esperamos a que nos lo empaqueten en una serie documental, que es la versión de somnífero y whisky doble de la información. Hasta entonces, no nos damos por enterados ni de que el Apolo 11 alunizó.