Simuló ser un filántropo antiesclavista y perpetró el mayor genocidio del África

Leopoldo II de Bélgica se promovió como un benefactor de los negros, medio mundo lo admiró, pero se hizo millonario masacrando a la mitad tribal del Congo

Alfredo Serra
Especial para Infobae
Entre 1971 y 1995, el Congo –A Kongó– se llamó Zaire, y en general es recordado por la noche del 30 de octubre de 1974, cuando Muhammad Alí le ganó a George Foreman. Según Norman Mailer, "La pelea del siglo, porque los dos más grandes atletas negros se enfrentaron en África, su tierra natal."


Pero recordarla sólo por eso sería una cortina de humo e ignorancia. Porque alguna vez, ese país, su cielo, su agua, sus riquezas, sus vivos y sus muertos… fueron de un hombre blanco. Un canalla. Un monstruo. Un asesino. Un genocida. Y cuanto más ocultaban sus títulos de nobleza, sus uniformes con botones de oro, sus medallas, sus entorchados, y su hipocresía sin límites.

Su nombre: Leopoldo de Sajonia-Coburgo-Gotha y Borbón-Orleans.

Para abreviar: el rey Leopoldo II de Bélgica (1835-1909).

Para entender mejor: el Congo no era ni siquiera de Bélgica. Era de él. Llave en mano…, amo y señor, y señor de látigo, horca, cuchillo. Un aterrador esclavista con todo el pueblo negro congoleño a su servicio.

¿Cómo lo logró? En la Conferencia de Berlín 1884-1885, los países de Europa con posesiones coloniales pactaron el reparto de la doliente África, y sus delegados admiraron las palabras de Leopoldo II: "Me comprometo a mejorar las condiciones de vida de los nativos y a dictar normas filantrópicas, comunes a todos ustedes, para proteger al continente africano y a sus habitantes de la explotación comercial indiscriminada".

Es más: creó y se ungió presidente de la Asociación Internacional Africana "para promocionar la paz, la civilización, la educación, el progreso científico, y erradicar la trata de esclavos."

Cerrado aplauso para ese Ángel de Bondad. Que no mucho después, como presidente de la asociación africana fundada por él, reforzó su condena a la esclavitud: "Los horrores de ese estado de cosas, los miles de víctimas masacradas cada año por el comercio de esclavos, los seres inocentes brutalmente convertidos en cautivos y condenados de por vida a trabajos forzados, llaman a terminar con esa odiosa situación que es una desgracia para la humanidad".

Por voto unánime –y acaso con algún mandamás dejando escapar una furtiva lágrima– se le concedió a Leopoldo II la total posesión del Congo, y de por vida.

Sin pérdida de tiempo, el monstruo se quitó la careta, se puso en marcha, y contrató al célebre explorador norteamericano Henry Morton Stanley (el mismo que encontró a su colega británico perdido en una aldea africana y le preguntó "Doctor Livingstone, I suppose?": frase célebre) que hiciera firmar a los jefes indígenas permiso para explotar las zonas más ricas y convertirlas en "estados libres" para beneficio de sus pueblos.

Por entonces, media Europa seguía admirándolo: no era común un benefactor semejante, filantrópico y angustiado por la brutalidad del colonialismo.

Elevado a ese pedestal, el monstruo se adueñó del íntegro Congo y de su gente negra por medio de un ejército: 16 mil aventureros a sueldo para someter a las tribus y convertir su tierra natal en un enorme campo de trabajos forzados.

El primer botín fue el marfil. Matanza de elefantes y arrancados sus colmillos para frívolas diversiones europeas: bolas de billar, delicadas estatuillas, y primitiva odontología: dientes postizos…

El segundo botín fue en caucho. Desde 1888, año en que el veterinario escocés John Boyd Dunlop inventó los neumáticos de ese material, la demanda europea y norteamericana fue un aluvión: el paso casi milagroso del traqueteo de los vehículos hasta el suave andar de sus ruedas. Y el Congo estaba atiborrado de árboles caucheros.

Para cumplir con los pedidos y seguir construyendo su colosal fortuna, el patrón del país obligó a sus esclavos a triplicar la producción, con horrendas penas para aquellos que no cumplieran con el cupo: amputación de sus manos, o violación de sus mujeres y sus hijas, a las que mantenía cautivas como atroz moneda de cambio.

El tercer botín fueron los diamantes y otras piedras preciosas, destinados a los delicados cuellos y/o manos de las damas off África. Por algo Albert Schweizer, El Médico de Lambarené, Gabón, Premio Nobel 1952, que pasó casi toda su vida en un hospital de la selva atendiendo a los negros, ante la pregunta de un periodista: "¿Qué opina de la civilización blanca?", respondió:
–Que no estaría mal.

Según los cálculos más optimistas, la barbarie esclavista del rey Leopoldo II, en los veintidós años de saqueo y matanzas constantes, mató entre 10 a 15 millones de negros: casi la mitad de la población. Genocidio que lo convirtió en uno de los hombres más ricos de Europa. Sin contar que al ser defenestrado –el Parlamento belga se hizo cargo de sus intereses en el Congo– exigió y logró una indemnización de 50 millones de francos (cifra colosal)…, que invirtió en propiedades en la Riviera francesa, exquisito punto del planeta a diez mil kilómetros de la sangre derramada por los negros muertos al servicio del amo. No sólo por látigo, horca o cuchillo: también por lepra, viruela, mal del sueño, hambre…

Con el sobrante de los palacetes de la Riviera embelleció su país: el Palacio de Justicia de Bruselas, la Avenida de Tervueren, el complejo palaciego de Laeken (actual residencia de la familia real), el hipódromo de Ostende y el Parque María Enriqueta, además de 6.700 hectáreas de bosques y fincas en las Ardenas, un campo de golf, y cuatro castillos.

Una hemorragia se lo llevó el 17 de diciembre de 1909. Tenía 74 años. Yace en la cripta de la Iglesia de Laeken, Bruselas.

Y muchos belgas rezan por su alma…

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