Wilstermann naufragó penosamente en una noche de terror


José Vladimir Nogales
JNN Digital
Wilstermann se hundió, ante Deportes Tolima, en su noche más terrorífica (0-2). El partido reunió todos los defectos posibles de un equipo que se ha roto justo en el peor momento, cuando necesitaba de un triunfo para acceder, como vago consuelo, a la Copa Sudamericana tras su inocultable táctico fracaso en la Libertadores. Nada funcionó en un planteamiento amorfo: ni una delantera seca, ni un sufriente centro del campo que parecía un frágil barquito en medio de una convulsa marea parecía un barquito en medio de una convulsa marea y ni siquiera la defensa, de súbita permeabilidad en un momento crítico.


La concluyente derrota, que quiebra una pletórica racha plagada de éxitos, supone un terrible golpe anímico para un equipo en crisis. Pero no tiene la menor discusión: Tolima desnudó cómo y cuándo quiso a los rojos, que hace apenas dos semanas parecían haberse reivindicado como equipo y que, en la última jornada, se han desmoronado como un vulgar castillo de naipes, básicamente desde que el intervencionismo del técnico comenzó a corroer los cimientos de una estructura otrora funcional, pero coartada por la precedente conducción y, para peor mal, debilitada por la baja forma de Chávez. Cuesta creer que todo el andamio se soportara gracias al talento del argentino. Mal organizado y mal puesto, Wilstermann fue un juguete en manos del Tolima, que le tumbó hasta dos veces.

Wilstermann tenía una idea. No le salió demasiado bien. Le salió sólo un poco. Pero tenía un plan. Quería jugar rápido. Combinar deprisa. Alternar las paredes con las internadas por las bandas. Por eso insta e varios futbolistas por delante de la línea del balón. La estrategia le valió para hacer algunas jugadas meritorias -una de Serginho, con casi todos jugando al primer toque en el área contraria-, para buscar juego interior, líneas de pase, combinaciones cortas, todo dentro de un contexto asociativo. La idea, sin embargo, no contempló algunos detalles. Al liberar las bandas por la compresión del juego sobre el centro, el plan requería de laterales con desborde y destrezas para el envío de pelotas al área. Pero Kekez erró en la elección de los intérpretes. Aunque buscó amplitud con el avanzado posicionamiento periférico de Meleán y Aponte, nunca tuvo juego exterior ni desahogo. Entonces, optó por evoluciones centrípetas, con énfasis en el juego corto, juntando a los potenciales interlocutores en maniobras asociadas. Sin embargo, la densidad creada en zonas interiores redujo la disponibilidad de espacios, obligando a afinar la precisión de las entregas, a coordinar movimientos, a ejecutar desmarques, a ofrecer soluciones vía movilidad. Como Wilstermann no tiene trabajada esa partitura, se atascó a falta de espacios. Cundió la imprecisión al no ser capaz de filtrar pases, al no acertar en las entregas, al no conseguir un grado de coordinación exigido por la coyuntura.

Wilstermann dirigía las operaciones, pero sin invadir el área. Tolima esperaba algún contragolpe y las apariciones de Marco Pérez, uno de esos jugadores que van directos al grano. Cuando apareció fue para batir a Giménez. Todo Wilstermann reclamó un penal (mano de Mosquera) omitido por el impresentable juez Samaniego, cómplice del abyecto juego depredador de los colombianos. Lo enérgico de la protesta paralizó negligentemente al personal, desactivando básicos protocolos de seguridad. Wilstermann estaba mal parado y la réplica prosperó a espaldas de un Alex sin cintura ni piernas y ante un golero que respondió con pereza ante la emergencia.

En ventaja, Tolima se agrupó en su campo, cedió la pelota a Wilstermann y disfrutó del paisaje a la espera de que llegase el contragolpe para apuntillar. Wilstermann tuvo el balón todo lo que quiso y nunca encontró el modo de escapar a la exasperante intrascendencia de su fútbol. Se limitó a rumiar el partido con aire burocrático. Nunca tuvo menor convicción en la posibilidad de torcer su destino inesquivable. Se limitó a jugar en largo, como esperando que a alguien le cayera del cielo la inspiración. Es más, por momentos pareció un desbarajuste, con Serginho, Chávez, Miranda y hasta Ortíz amontonándose en el centro mientras los costados eran un inmenso erial. Pedriel, el único acertado, inquietó en un par de ocasiones en primera parte, con un remate lejano y varios desmarques de apoyo para contribuir en la construcción del juego. Miranda quedó, tras su brumosa comparecencia, más envuelto todavía en la sospecha. Jugó por todo lado, contribuyendo a que crezca la confusión y el desorden. Y entre sus propias carencias y la falta de algún pase un poco imaginativo de la gente que tenía por detrás, su paso por el Capriles constituyó un fracaso perfectamente anunciado. Como el de Núñez, que ingresó a nutrir su nefasto prontuario en la cíclica secuencia de calamidades que aquejan al Wilstermann de esta temporada, moldeado por los desaciertos de una dirigencia miope.

Pese a la evidencia, Kekez parecía conforme con su plan. No aplicó imperiosos correctivos al diseño ni a la composición de la nómina. Consecuentemente, redundó en los restrictivos defectos que habían inutilizado su inicial propuesta, impotente, sin ideas e incapaz de filtrar balones para superar la fuerte presión posicional del Tolima, que se concentró en neutralizar las principales amenazas rojas y, con cínica vulgaridad, a dejar ir el tiempo, con una sucia connivencia arbitral. Pedriel se batió inútilmente para superar, por el centro, la hermética defensa colombiana. Ortiz y Saucedo acertaron menos que nunca en la distribución. Chávez, sin poder despegarse de su férreo mareaje, nunca pudo tomarle el pulso al partido ni imponer el ritmo de juego. No le sirvió de nada porque los recursos ofensivos rozaban bajo cero. Tolima se paró con orden, colocándose en situación de contraataque inminente, agazapado en la mitad de su campo. Hasta ese terreno se presentó Wilstermann con cierta facilidad. Pero de ahí no pasó. No tuvo juego por banda ni juego interior. Ni útiles pases en largo ni alguno, diáfano, entre líneas. No hubo desmarques discernibles, atacando el vacío, para sorprender a una defensa granítica, inexpugnable por arriba e impenetrable por bajo. Entonces, la posesión, como riqueza patrimonial, resultaba banal. Mover el balón no era, en ese nefasto contexto, otra cosa que hacerlo rodar, amasarlo sin demasiado sentido. La posesión, de un 65%, se reveló intrascendente.

Consumado el fracaso del plan, la álgida circunstancia exigía ajustes tácticos, drásticos correctivos para subsanar las congénitas malformaciones del aberrante diseño. Pero, ante la necesidad, las decisiones siguieron el camino inverso al de la lógica. Al quitar a Cháyez en favor de Tonino Melgar, Kekez no ganó nada. Fue una variante insustancial desde lo estratégico, sin alterar el ecosistema, sin nutrir el juego a partir de mayor calidad de posesión. Es decir, los correctivos del técnico fueron espasmódicos, sin un diagnóstico de los males que le aquejaban. No saber leer los síntomas (la crónica imprecisión de Saucedo que descosía al equipo, las pobres evoluciones por fuera que concluían en centros inútiles), induce a equivocar los remedios. Wilstermann seguía posicionado en campo rival, pero más disperso, con mucha distancia entre líneas y sin velocidad en el juego. Pero la defensa era un coladero y dejó a los puntas de Tolima para que se regalaran una noche histórica. Castro, a pura gambeta, se colocó ante Giménez, tras dejar en el piso a Montero y Alex. Su definición, serena y certera, colocó la remontada a una altura inabordable. Carrascal, González, Castro y Pérez llevaron a Wilstermann a vivir la peor noche en años. Ante los embates colombianos, su desnudez defensiva fue escandalosa, aunque indisolublemente vinculada a un módulo de contención enfermo, que nadie detecta como raíz de todos los males. Una mirada más profunda debería concluir con el paciente en el quirófano.

Aunque nunca pareció un entrenador intervencionista, más acostumbrado a un proceder político, Kekez sufrió un febril ataque de sofisticación tacticista. Dio entrada a Álvarez (para alentar improbables soluciones por aire) y al inexpresivo Núñez (para producir nadie sabe qué), como relevos de Miranda (cuando abandonaba su patética irrelevancia) y Alex. La revolucionaria ingeniería táctica bosquejó un 3-2-1-4 que, curiosamente, no resolvía nada. Mucha gente en ataque no garantiza más gol. Menos aún si el cuarteto atacante se coloca en línea, incapaz de asimilarse entre sí y, mucho peor, si no existe un solvente mecanismo de abastecimiento. Entonces, Wilstermann perdió juego y pase en favor de colonizar el área rival, lo que no le garantizó contundencia ni llegada. Para evitar defender mano a mano atrás, Tolima quitó un atacante (aliviando a la insoluble ecuación para una defensa desastrosa) a fin de robustecerse, pasando a dibujar un 5-3-2 más posicional, proporcionalmente más solvente. La disposición de unos y otros obligaba a Melgar a asumir un protagonismo absoluto. Se le reclamaba una declaración de intenciones rotunda, acentuada por la ausencia de Chávez. No extrañó, por tanto, que Kekez, al deforestar los laterales, delegara en la figura de Melgar la construcción del juego, algo imposible ante la estrechez del mareaje, la ausencia de apoyo y desmarques y ante el deficiente aprovisionamiento desde atrás (el primer pase era todo menos puro). Mejor equipo en la posesión de la pelota y la ejecución de la jugada, más rápido en las transiciones, Tolima inmovilizaba a un irreconocible Wilstermann. Los cambios de orientación de los medios para romper la línea de presión rival sólo encontraban un punto de apoyo en Pedriel, pero nadie acudía para asociarse, para ofrecerle soluciones.

Wilstermann no había perdido, hasta ayer, en los últimos once partidos de Copa, pero esa estadística empezó a hacerse añicos. La remontada se veía imposible. Los rojos no suelen distinguirse por su capacidad de reacción: no saben dar la vuelta a un partido adverso. Quedaba un largo trecho para el final, pero el local se metió en un mal sueño. No estaba programado para un partido roto, en el que ninguno de los grandes jerarcas del equipo hizo valer su categoría. Quedó sumido en la confusión y de ahí no le sacó nadie. Atacado por la ansiedad, jugó con urgencias innecesarias, en medio de un caos que favoreció los intereses del Tolima. Cada contragolpe fue una cuchillada.

Dos pifias a la contra del Tolima impidieron una victoria más categórica y no sirvieron para sacar a Wilstermann de su estupor. Todo su voluntarista ejercicio final tuvo el aire de los equipos sonados, de los que flotan por el campo sin reconocerse en nada de lo que les hace grandes. Pocas veces se ha visto tanta distancia entre aquél Wilstermann que los dirigentes creyeron tener y el torpe equipo que se hundió sin reflejos, recursos ni grandeza ante Tolima.

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