Cambio climático: el planeta ajusta cuentas con las empresas

El calentamiento global, al que contribuyen muchas compañías con políticas contaminantes, empieza a pasar una factura millonaria a los resultados corporativos. Muchas compañías optan por mutar y adaptarse

Miguel Ángel García Vega
Madrid, El País
Vivimos tiempos en los que es más fácil imaginar el fin del mundo que el final del capitalismo. Una famosa viñeta en la revista The New Yorker relata con inteligencia este callejón oscuro. Sentado frente a una hoguera, en una especie de coro de medianoche, y detrás de un paisaje apocalíptico, un hombre trajeado le cuenta a tres chicos: “Sí, se destruyó el planeta. Pero por un hermoso momento en el tiempo creamos mucho valor para los accionistas”.


Este es el capitalismo del siglo XXI. Un ideario económico que mezcla optimismo e irresponsabilidad. Pero donde el dinero siempre encuentra un resquicio para su particular esperanza. Cuando el cambio climático se ha convertido en la mayor amenaza a la existencia y la sociedad promueve una insurgencia verde, las empresas revelan su posición. Perciben enormes riesgos pero también ingentes oportunidades. El Acuerdo de París de 2015 es preciso. El incremento medio de la temperatura no puede superar los dos grados y si es posible debería frenarse en 1,5ºC respecto a los niveles preindustriales. El precio resulta alto. “La Unión Europea cree que serán necesarios al menos 180.000 millones de euros anuales hasta 2030 para descarbonizar la energía y mantener la temperatura en esos márgenes. Más de uno debe estar frotándose las manos”, sostiene Emilio Ontiveros, presidente de Analistas Financieros Internacionales (AFI). El capitalismo y sus compañías quieren monetizar el clima extremo y sacar partido a nuestro distópico futuro. Aunque agiten la fragilidad. “El calentamiento global inevitablemente pondrá a prueba la resiliencia de nuestros sistemas políticos y económicos”, aventura Nicholas Stern, presidente del Centro para el Cambio Climático, Economía y Política de la London School of Economics (LSE).

Este viaje que el hombre y sus empresas emprenden hacia lo desconocido fue cartografiado por la organización CDP (anteriormente Carbon Disclosure Project). La firma de análisis medioambiental preguntó a 7.000 grandes compañías del mundo cuáles son los “riesgos y oportunidades” del calentamiento de la Tierra. La agencia Bloomberg adelantó en enero algunas de esas respuestas. Una visita guiada a la condición empresarial y humana. Las farmacéuticas, por ejemplo, tienen su singular receta. Eli Lilly asocia el desastre climático a un mayor riesgo de diabetes por “una menor actividad física, una disrupción en los suministros tradicionales de alimentos y el aumento de la inseguridad alimentaria”. Un drama con recompensa. Podría incrementar la demanda de sus productos que tratan esa enfermedad. Otro gigante del sector, la alemana Merck, imagina una “expansión del mercado para los artículos relacionados con enfermedades tropicales, incluidas aquellas que se transmiten por el agua”. Y Apple revela la excéntrica manera en la que piensan las tecnológicas. La compañía de Cupertino cree que “a medida que la gente empiece a experimentar con mayor frecuencia sucesos climáticos severos” estarán más unidos a sus móviles. Porque ayudan a mantener el contacto con sus seres queridos y además el iPhone puede “usarse como linterna”. Trasciende algo de irreal en todas esas respuestas, pero refleja el ilegible planeta que podría aguardarnos.
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Al otro lado, las compañías españolas proponen una interpretación más ortodoxa del mundo. “El 94% [enviaron información 49 firmas] cree que existen oportunidades cambiando el modelo de negocio”, relata un portavoz del CDP. Sobre todo (85%) a partir de nuevos servicios y productos bajos en carbono. Inditex entiende los beneficios de utilizar fibras que consumen poca agua, NH habla del crecimiento de los edificios verdes, BBVA de las opciones que deparan los 700.000 millones de dólares anuales necesarios hasta 2030 para crear infraestructuras sostenibles e Iberdrola viaja con el viento de las energías renovables.

Sin embargo la preocupación es igual de intensa que una llamarada. El negacionismo climático de Trump no convence a muchas de sus grandes empresas. Walt Disney teme que en los parques haga demasiado calor para sus visitantes, AT&T tiene miedo de que los incendios forestales y los huracanes inutilicen las antenas de telefonía y Coca Cola se cuestiona si seguirá habiendo suficiente agua para embotellar su refresco estrella. Dudas que arraigan en la tierra. “Los mayores desafíos de la adaptación al clima extremo son la producción agrícola y el acceso al agua potable”, detalla Lucas White, gestor del GMO Climate Change Fund. Entramos en espacios de la incertidumbre. “Las empresas que embotellan aguas utilizando PET están bastante preocupadas. Por el uso del plástico y por la huella de carbono que generan. De ahí que trabajen en formatos más ligeros”, analiza Javier Vello, socio responsable de retail de la consultora EY. Coca Cola y Heineken, por ejemplo, persiguen esa estrategia.

Pero si existe un lugar donde la tierra y el agua crean un barro único es en la viña. Mariano García, uno de los grandes enólogos de España, la conoce bien. Nació en Vega Sicilia. Fue responsable de su mito durante 30 años, y desde los años 70 suena a Mauro, San Román, Terreus.

Mayo baja cálido en Quintanilla de Onésimo (Valladolid). Las hileras de viñas se disponen con orden marcial. Mariano pasa la mano por una de ellas. Parece que la hablara. La conoce desde hace 27 años.

— ¿Nota el cambio climático?—, pregunta el periodista—.

— Estamos plantando en terrenos más altos—, revela—. Si antes lo normal era a 700 metros ahora nos movemos entre 800 y 850. Tierras más pobres donde se da mayor contrataste térmico entre el día y la noche.

Las vides han encontrado un refugio en la altitud. Pero otras agriculturas están más expuestas. Ebro Foods admite el peligro de la “destrucción de cosechas” y Henk Hobbelink, coordinador de la oenegé Grain, vaticina que cada vez “habrá mayores problemas para acceder al agua de riego”. Esto tendrá implicaciones financieras sorprendentes. Christopher J. Goolgasian, director de investigación climática de la gestora Wellington, prevé que los “activos móviles” serán más valiosos que los “fijos”. “Por ejemplo, los equipos agrícolas sobre las granjas y los cruceros frente a los parques temáticos”. De regreso a esa tierra, base de la alimentación humana, la industria propone soluciones entre inquietantes y necesarias. Algunas las trae el trabajo Winds of Change firmado por Barclays. El banco propone incluir aditivos en la alimentación de las vacas para que expulsen menos metano, pasar de consumir proteína bovina a proteína de pollo (reduciría un 88% las emisiones de CO2), volver al pastoreo en los bosques y recurrir a la ingeniería genética.
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Sin embargo es imposible adivinar el ADN del mundo al que vamos. Las Naciones Unidas nos han dado un plazo de 12 años antes de que el desastre resulte imprevisible. Pero las finanzas no tienen tanto tiempo. Los mercados viven en el presente y saben —porque se juegan dinero— que el horizonte puede ser una tragedia. “Conseguir una reducción a mediados de siglo de entre el 70% y el 90% en las emisiones de gases de efecto invernadero conlleva una transformación completa de la estructura del sector energético, automovilístico, agrícola y químico, entre otros muchos”, desgrana Simon Webber, gestor del fondo ISF Global Climate Change de Schroders. El coste será inmenso. También las oportunidades. La gestora estima que harán falta dos billones de dólares anuales durante la próxima década para mitigar el impacto y adaptar el sistema económico. “Es el equivalente a toda la economía de Estados Unidos”, resume Carla Bergareche, directora general de Schroders en España y Portugal.

Hay demasiado en juego y las finanzas reaccionan al ver peligrar su patrimonio. En 2100, el valor en riesgo derivado del cambio climático sobre el total de los activos gestionados en el mundo será de unos 4,2 billones de dólares (3,7 billones de euros). “Por eso, los inversores están más concienciados que las empresas, las administraciones públicas o los consumidores frente al calentamiento global”, refrenda Ricardo Pedraz, experto de AFI. Las emisiones de bonos verdes superan ya los 160.000 millones de dólares y el nuevo mantra en los mercados son las inversiones bajo criterios ambientales, sociales y de gobernanza (ASG).

Aunque si existe un territorio donde el negocio se mira en las oscuras ojeras de la noche es en los seguros. El cambio climático podría provocar que las clases medias no puedan pagar sus primas. Solo los incendios de California le han costado a las mayores reaseguradoras del mundo 24.000 millones de dólares (21.400 millones de euros). Ernst Rauch, jefe de Climatología de Munich Re, adelanta que los precios subirán. Esto podría ser una amenaza al orden social. Nicolas Jeanmart, responsable de seguros personales y macroeconomía de Insurance Europe, que representa a 34 asociaciones de aseguradoras europeas, reconocía en The Guardian la amenaza. “No comentaré nada sobre ese tema” —enmienda a El PAÍS—, “pero el sector está preocupado. La continua subida de las temperaturas en el planeta puede hacer cada vez más difícil ofrecer la protección financiera asequible que las personas merecen y la sociedad moderna necesita para funcionar correctamente”.

Una vez más, las pérdidas se han convertido en la verdadera temperatura del desafío. En los últimos tres años, calcula Morgan Stanley, los desastres climáticos asociados con el calentamiento global han costado al mundo 650.000 millones de dólares (580.000 millones de euros). Y el futuro funde a negro. En 2040, el precio podría ser de 54 billones (48,1 billones de euros). Habrá que aceptar derrotas. La atmósfera acumula tal cantidad de gases que algunos de sus efectos son ya imposibles de revertir. Sin embargo, aún estamos a tiempo de evitar lo peor. “Desde un punto de vista económico y tecnológico, es todavía fácil permanecer por debajo de dos grados centígrados”, defiende James Hansen, una referencia mundial en ciencia climática, en The New York Times. Solo hay que comenzar a eliminar las emisiones de dióxido de carbono. El tremendo problema es que no hemos empezado a hacer nada de eso. Al contrario. El año pasado —según Bloomberg— se invirtieron 300.000 millones de dólares (268.000 millones de euros) en energías limpias. El 8% menos que en 2017. Un tercio de la caída proviene de la decisión de China de reducir desde junio las ayudas a las solares.
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Si el Sol falla, la Tierra se volverá oscura. Porque el mundo sigue quemando combustibles fósiles. Exxon Mobil, una de las mayores petroleras, tiene previsto bombear nada menos que un 25% más de gas y petróleo en 2025 frente al que extrajo en 2017. “Si el resto de la industria persigue incluso un crecimiento más modesto las consecuencias para el clima serían desastrosas”, alerta The Economist. Y añade: “El mercado no puede resolver por sí solo el clima extremo”. Toda esta desafección recuerda al arranque de Pregúntale al polvo, de John Fante. “Era una noche vital para mí o pagaba o me iba: es lo que decía la nota que la casera había deslizado por debajo de la puerta. Un problema relevante, merecedor de una atención enorme. Lo resolví apagando la luz y echándome a dormir”. Cuenta más el sueño que el mañana. El IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos Sobre el Cambio Climático, por sus siglas en inglés) estima que para prevenir la elevación de las temperaturas por encima de 1,5º, el empleo de gas y petróleo debe caer un 20% en 2030 y el 55% durante 2050. Y hay que dejarlos enterrados en la tierra, donde pertenecen. Si fuésemos fieles a los compromisos deberían quedarse sin usar el 35% de las reservas conocidas de crudo, el 52% de las de gas y un 88% de las de carbón. ¿Lo consentirán los mercados? Una pista. El grado de exposición de las entidades financieras europeas a empresas que basan su modelo de negocio en recursos fósiles supera el billón de euros. Una respuesta. “Desde que se adoptó el Acuerdo de París, los 33 mayores bancos del mundo han destinado 1,9 billones de dólares [1,7 billones de euros] a combustibles fósiles”, denuncia un portavoz de BankTrack, una red de oenegés que vigila el comportamiento financiero. El peor banco del desastre climático —critica la organización— es el estadounidense JPMorgan Chase. Entre 2016 y 2018 aportó 196.000 millones de dólares (175.000 millones de euros) a estas energías. Mientras, HSBC, impertérrito, respalda plantas de carbón en Vietnam, Bangladesh e Indonesia. A cerca de este hartazgo, The Guardian publicó en abril un artículo cuyo título es un editorial: ¿Cómo parar el cambio climático? Nacionalizando las petroleras. Y volviéndolas —aunque sea a la fuerza del Estado— verdes.
Falla la ‘bala mágica’ del carbono

Las soluciones contra el cambio climático saltan como casquillos de un revolver. Reforestación, acuerdos internacionales efectivos, tecnología de captura de carbono, energía nuclear (quizá), aumento de las ayudas a las renovables, reducción de los apoyos a los combustibles fósiles, reforma de las tierras de labranza, acuicultura y el famoso impuesto al carbono. La bala mágica frente al desastre. Si emites CO2 pagas y cuanto más contaminas; más pagas. La idea, económicamente, es un sólido platónico, pero políticamente tiene las aristas de un dodecaedro. La energía, ya sea para el transporte o el consumo doméstico, es uno de los mayores gastos del hogar. Y en unos tiempos de inequidad, pérdida de la clase media y precariedad, muchos, sobre todo políticos, creen que serán los más frágiles quienes paguen el precio del final del mundo. William Nordhaus, premio Nobel en Economía, lo contaba muy bien en The New York Times. “Puede que sea bueno para la naturaleza, pero los votantes no verán el atractivo de reducir sus ingresos”. El equilibrio resulta muy inestable cuando la realidad y el dióxido de carbono se disuelven. Entonces, ¿qué quedará cuando no quede nada? “Poner un precio muy alto al carbono podría influir en que el sector energético y otras industrias invirtieran en mercados o tecnologías bajas en esas emisiones”, observa Nicholas Stern, presidente del Centro para el Cambio Climático, Economía y Política de la London School of Economics (LSE). “Pero no es suficiente. Tiene que estar respaldado por políticas que atajen los fallos del mercado y apoyen la transición de todos a economías más bajas en carbono”. Cuenta la puntería.

El cambio podría estar en marcha. Nadie, hemos visto, cuida mejor del dinero que el propio dinero. Climate Action 100+, una alianza de varios de los mayores inversores del planeta, que maneja 32 billones de dólares en activos, ha forzado a Shell, BP y Glencore (una de las principales mineras de carbón del mundo) a asumir compromisos medioambientales alineados con París y, además, exige a las compañías que revelen cómo afectará a su balance el calentamiento global. Algo hasta ahora voluntario. “Las empresas deberían estar legalmente obligadas a publicar sus vulnerabilidades climáticas”, reconoce Antoni Ballabriga, director de negocio responsable de BBVA. “Resulta fundamental para que los inversores y los bancos podamos gestionar de forma adecuada los riesgos del clima y su impacto financiero”.

Ese rumbo de colisión parece inevitable para la industria automovilística. España se juega más de dos millones de empleos. El futuro de muchas personas y del sector hiere como un cuchillo de doble filo. O producir más vehículos de gasolina, que es lo que demanda el consumidor, o acelerar la electrificación y soportar una caída (¿temporal?) de los beneficios. España parece tener que escoger entre el cero y la nada. “El mañana es el vehículo eléctrico. Y los cálculos para la economía nacional son negativos”, augura Roberto Ruiz-Scholtes, director de estrategia de UBS en España. “Las baterías vienen de Asia. Los grandes productores, y quienes tienen la delantera en investigación, son firmas coreanas como LG y Samsung, que envían a Europa el coche casi montado. Los fabricantes españoles serán ensambladores de chasis”, avisa. Hasta 2025, el país puede perder el 1% de su PIB y más de 40.000 puestos de trabajo.

Otra diáspora distinta es la que vivirá el turismo. “Si aumenta la temperatura promedio, las visitas se desestacionalizarán, como ocurre en Canarias, y mejorarán los destinos en latitudes más elevadas”, prevé Ricardo Pedraz, de AFI. Muy atento, el mundo observa a China. “El gigante es el futuro del turismo mundial”, sostiene Giles Alston, experto de la consultora Oxford Analytica. “Todo dependerá de la relación que el país establezca entre cambio climático y viaje”.

Pero nadie conoce el futuro. Nadie viste hoy el traje que llevará mañana. Mango lo sabe. Las estaciones ya no se suceden de forma repentina. “Cada vez prestamos más esfuerzo y empeño a las colecciones de transición”, cuenta un portavoz de la firma textil. El cambio climático modifica la refracción de la luz. Se adaptan colores caídos del otoño a tejidos ligeros y se aplican colores veraniegos a materias con más peso. “Utilizamos tejidos más livianos en agosto y abrigamos la colección de octubre a febrero”, comenta. Todo en una industria que consume mucha agua y genera un gran desperdicio. Por eso ensaya la economía circular.

Las eléctricas se enfrentan a un movimiento distinto: la falta de viento. Y también de agua. Iberdrola ha recurrido a su particular cinta métrica del posible desastre. Ha imaginado que llueve menos y que cambia la pluviosidad de las estaciones. Una caída del 5% de la producción tendría una repercusión a medio plazo en el margen de unos 20 millones de euros. Números asumibles. “Los riesgos físicos [daños en las instalaciones] del cambio climático no tendrán un impacto catastrófico sobre las cifras del Grupo”, apuntan. Tampoco los aires sobre Siemens Gamaesa. Sus aerogeneradores permiten que sus clientes mitiguen su huella de carbono en más de 233 millones de toneladas anuales de CO2. Un girar que se expande. “En Estados Unidos, la energía eólica ya es la más barata”, señala Eric Borremans, experto en sostenibilidad de la gestora Pictet AM.

Pese a la esperanza, este mundo que camina sonámbulo hacia un posible desastre pedirá cuentas. “A las empresas que han contaminado, a las compañías que han financiado el negacionismo y también a aquellas que conscientes de los daños que causaban los han ignorado”, avisa Nicholas Stern. Puede sucederles lo mismo que a la industria del tabaco, puede que las señalen con el dedo y puede que las sienten en el banquillo. Al menos ocho ciudades estadounidenses, un estado y cinco condados están demandando a alguna de las mayores petroleras del mundo. Ese eco atraviesa mares. “Todavía no hemos avanzado en un reconocimiento de daños en España tan intenso para que se pueda vivir algo similar a Estados Unidos. Pero no tengo una bola de cristal; así que tampoco lo descarto”, previene Juan Carlos Hernanz, socio de Cuatrecasas. Hay que actuar. De lo contrario, las cosechas se perderán, las sequías e inundaciones llegarán, el clima extremo y las olas de calor matarán y millones de personas se verán obligadas a abandonar sus hogares. Y el hombre será una absurda especie que una vez contó un disparatado relato alrededor de un coro de medianoche.

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