Wilstermann recuperó la fe ante Paranaense


José Vladimir Nogales
JNN Digital
Wilstermann ganó (3-2) en un suspiro final, casi un estertor, cuando más sufría, cuando parecía conformarse con un empate alocado ante un equipo con una jerarquía tremenda. En el minuto 87 concluyó su depresión con un gol de Carlos Melgar, cuando menos soñó con la victoria. La suerte es así. Y la mala suerte también. Tan importante como la victoria, fue la sucesiva recuperación de valores que creíamos perdidos, por ejemplo, Serginho, que regresó como figura y espíritu, o Aponte, que se hizo perdonar con una actuación soberbia, y, por encima de todo, la actitud general del equipo, el entusiasmo compartido, los abrazos que crujen, la idea común, la conexión con la grada, la unidad, en fin.


Tenso y áspero, con buen ritmo, el partido se jugó entre incertidumbres hasta el final, sin ningún equipo en plan autoritario. Wilstermann se empleó, de movida, con la determinación de las grandes noches. Nadie se borró, pero se le veía huérfano. La baja forma de Chávez (padece un desgarro) pesó durante todo el encuentro: por su jerarquía como futbolista y por las enormes posibilidades que permite al juego del cuadro rojo. El vacío de su principal figura, que se movía con dificultad, le quitó vuelo creativo al equipo, que compensó esas carencias con más orden del habitual y con una energía conmovedora para aplicar intensa presión sobre la salida rival. Paranaense, desplegado en su habitual 4-3-3, que asume la forma de un elástico 3-4-3 cuando suelta a sus peligrosos laterales, intentaba tocar fino y en corto para resolver la presión rival.
Fuera de Chávez, que siempre es un futbolista superior, pese a su merma física, Wilstermann se volcó más al despliegue físico, a la determinación de sus jugadores, a su capacidad competitiva para sacar adelante un encuentro, de alta exigencia, ante un rival muy técnico, que hacía estragos, sobre el flanco izquierdo, con las ilegibles apariciones del lateral Lody, incontenible para todo el sistema inmunológico pese a constituir factor de alerta al diseño el esquema de marcas.

Invirtiendo mucha energía, con mucho arrebato individual, juego directo y poca conjunción asociativa, Wilstermann dispuso de oportunidades. Una la materializó Pedriel, embocando tras un desvío de Rubén. Cuando más difuminada lucía la imagen de los brasileños, el partido dio otro abrupto giro. Lody, liberado por la parsimonia de Saucedo, provocó el desafortunado desvío de Ballivián contra su arco. Acto seguido, sin embargo, nada más recomenzar el partido, en la misma área, Paranaense se confió tanto como antes Wilstermann y concedió la reposición de la ventaja con una inoportuna mano flotante de Jonathan, que determinó el penal anotado por Ortiz. Luego, cuando se materializó el nuevo empate (penal convertido por Ruben ante una ingenua barrida de Reyes, al comerse el amague de Lody), en la ebullición de una reacción visitante, más venal que técnica, se produjo un momento de silencio, el mundo congelado y la gente sin saber a dónde mirar, dudando si llorar o irse. Los futbolistas con las manos en la cabeza, condenados por sus gestos contagiosos.


Duro fue el golpe para Wilstermann, que perdió energía para conservar la presión alta y orden para insistir con su plan. Las líneas exhibían llamativa distancia entre sí y los movimientos de presión eran menos intensos y poco coordinados. También perdió a Chávez, su estandarte, agotado y condicionado por su lesión. Entonces, Wilstermann manejaba moroso la pelota, sin aspavientos y con poca profundidad para amenazar a Santos. Se encomendó a Serginho y a las pelotas largas para concebir oportunidades. Sobre el final, Ortiz intentó embocar de zurda un balón cruzado desde la derecha. Su disparo encontró el brazo fatalmente despegado de Paulo André, que derivó en otro penal, materializado por Melgar. Con gran consumo de energía, Wilstermann se abonó a otra noche de Copa, otra noche de épica.

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