La trampa del cínico aprovechamiento político del suicidio de Alan García
Augusto Álvarez Rodrich
desde Lima, Perú
Infobae
Toda muerte produce dolor y, especialmente en el caso de un suicidio, como el que cometió el miércoles 17 de abril el dos veces presidente del Perú, Alan García Pérez, demanda respeto, compasión y comprensión, por más controversial que haya sido su trayectoria pública.
Sus dos gobiernos (1985-1990 y 2006-2011) fueron cuestionados, el primero por producir un gran colapso, con una caída de la producción nacional de más de 30% en cinco años y la segunda hiperinflación más larga de la historia mundial; mientras que en el segundo mostró mejor capacidad de manejo de la economía, pero sin estar exento de crítica por la poca transparencia y honestidad de sus dos administraciones.
Para alguien que vivió siempre en el protagonismo político, como presidente de la república o fuera del gobierno, meterse un tiro en la cabeza con un revólver calibre 38 que le destrozó el cráneo, justo antes de ser detenido por los fiscales y la policía en el contexto de las investigaciones de corrupción que se le seguían por el caso lava jato, es una tragedia que lo coloca en el foco de la atención hasta el final de su vida.
"Les dejo a mis hijos la dignidad de mis decisiones, a mis compañeros una señal de orgullo, y mi cadáver como una muestra de mi desprecio a mis adversarios porque ya cumplí la misión que me impuse", escribió Alan García en la carta en la que explicó su suicidio y que fue leída por una de sus hijas, delante del ataúd en local central de su partido político, el Apra, en el día del entierro realizado el viernes 19.
Toda muerte, como la del expresidente García, es, así, una tragedia que no puede alegrar a nadie ni debe ser aprovechada políticamente, ni por sus críticos ni, como lamentablemente está sucediendo, por sus defensores, por otros políticos que están siendo investigados, y por más de un oportunista.
Una expresión evidente del drama institucional que vive el Perú es que cinco de los seis presidentes desde 1985 tienen graves problemas con la justicia. Alberto Fujimori cumple condena de 25 años; su hija Keiko –quien estuvo en la segunda vuelta en las elecciones de 2011 y 2016– está en prisión preventiva por 36 meses; Ollanta Humala y su esposa estuvieron presos casi un año, y sus juicios continúan; a Pedro Pablo Kuczynski se le dictó el viernes 19 una detención preventiva por tres años; Alejandro Toledo está fugado en Menlo Park, Estados Unidos, con un proceso de extradición por sobornos ya comprobados por más de US$20 millones; y Alan García iba a ser detenido el miércoles 17 en la mañana.
García no es, entonces, el primer expresidente o político peruano en ser investigado o detenido, ni seguramente será el último. Pero él es el único que tomó la decisión extrema de quitarse la vida en ese trance. Será que las acusaciones estaban ya muy cerca suyo, o una dificultad de encarar la verdad. Una persona se suicida por una decisión personalísima en una circunstancia extrema de la cual solo ella es responsable.
Sin embargo, desde su muerte, han surgido algunas voces en la escena pública con el argumento falaz de que la responsabilidad de esa decisión fatal es la hostilización de las fiscalías por sus investigaciones y del periodismo por sus reportajes, en complicidad con el gobierno del presidente Martín Vizcarra para utilizar los escándalos como biombo para ocultar sus desaciertos.
Esto ocurre en el contexto de un debate intenso que desborda la política y alcanza a muchos otros sectores, como el religioso. El Perú tiene hoy en día dos cardenales. Uno es el miembro del Opus Dei Juan Luis Cipriani, quien el jueves, en el velorio de Alan García, señaló: "Basta de tanta persecución y maldad, se debe acabar con esta persecución que no es en nombre de la justicia, es en nombre del abuso del poder político".
El otro cardenal peruano es Pedro Barreto, quien tiene un punto de vista muy distinto y ve la maldad en otro sitio: "Es un hecho muy doloroso para todos, pero tampoco lo victimicemos y lo pongamos como héroe. Ni víctima ni persona valiente, tiene que ser la justicia de Dios la que diga la verdad. Tampoco podemos decir que es víctima del sistema de la justicia. Yo creo que la fiscalía está cumpliendo su función. Tenemos que seguir luchando contra la corrupción, una maldad que destruye la esencia misma de la unidad de una sociedad".
El mayor aprovechamiento político del suicidio del ex presidente García es utilizar esta tragedia como excusa para desmontar los procesos sobre corrupción con la justificación de la reconciliación nacional.
Lo que en verdad están buscando muchos ahora es un borrón y cuenta nueva en los procesos por corrupción en marcha o en los que aún están por revelarse, pues, supuestamente, producen efectos perjudiciales sobre la estabilidad política, principalmente por lo que llaman la 'judicialización de la política'.
Es comprensible el dolor por la muerte del ex presidente principalmente en su familia y en sus 'compañeros', pero ni una decisión extrema como un suicidio justificaría la interrupción de los procesos sobre corrupción.
Esto no implica estar de acuerdo con todas las decisiones judiciales, como, por ejemplo, la prisión preventiva por 36 meses dictada el viernes 18 contra el ex presidente Kuczynski, de ochenta años, por no percibirse en su libertad condicional un riesgo de fuga ni de afectación del proceso judicial.
Decisiones como esta son las que refuerzan la crítica a los fiscales y jueces, pero estar en desacuerdo con algunos fallos de la justicia no justifica sostener, como lo hizo anteayer el candidato presidencial Alfredo Barnechea en el velorio de Alan García, que "hay que terminar el contubernio de la mafia judicial con los improvisados del gobierno".
Antes que una judicialización de la política, lo que hay en el Perú es un problema de políticos que pueden haber cometido delitos y que, por eso, deben ser juzgados con imparcialidad y condenados –si corresponde– con rigor. Esto es lo que se debe exigir, en vez del borrón y cuenta nueva que se sugiere cada vez con más entusiasmo.
El respeto y la compasión por alguien que se suicida no puede ser excusa para desmontar la lucha anticorrupción ni los procesos a varios políticos, pues robarle al país desde el poder también es una forma de matar, cada día, a la nación y a sus ciudadanos.
desde Lima, Perú
Infobae
Toda muerte produce dolor y, especialmente en el caso de un suicidio, como el que cometió el miércoles 17 de abril el dos veces presidente del Perú, Alan García Pérez, demanda respeto, compasión y comprensión, por más controversial que haya sido su trayectoria pública.
Sus dos gobiernos (1985-1990 y 2006-2011) fueron cuestionados, el primero por producir un gran colapso, con una caída de la producción nacional de más de 30% en cinco años y la segunda hiperinflación más larga de la historia mundial; mientras que en el segundo mostró mejor capacidad de manejo de la economía, pero sin estar exento de crítica por la poca transparencia y honestidad de sus dos administraciones.
Para alguien que vivió siempre en el protagonismo político, como presidente de la república o fuera del gobierno, meterse un tiro en la cabeza con un revólver calibre 38 que le destrozó el cráneo, justo antes de ser detenido por los fiscales y la policía en el contexto de las investigaciones de corrupción que se le seguían por el caso lava jato, es una tragedia que lo coloca en el foco de la atención hasta el final de su vida.
"Les dejo a mis hijos la dignidad de mis decisiones, a mis compañeros una señal de orgullo, y mi cadáver como una muestra de mi desprecio a mis adversarios porque ya cumplí la misión que me impuse", escribió Alan García en la carta en la que explicó su suicidio y que fue leída por una de sus hijas, delante del ataúd en local central de su partido político, el Apra, en el día del entierro realizado el viernes 19.
Toda muerte, como la del expresidente García, es, así, una tragedia que no puede alegrar a nadie ni debe ser aprovechada políticamente, ni por sus críticos ni, como lamentablemente está sucediendo, por sus defensores, por otros políticos que están siendo investigados, y por más de un oportunista.
Una expresión evidente del drama institucional que vive el Perú es que cinco de los seis presidentes desde 1985 tienen graves problemas con la justicia. Alberto Fujimori cumple condena de 25 años; su hija Keiko –quien estuvo en la segunda vuelta en las elecciones de 2011 y 2016– está en prisión preventiva por 36 meses; Ollanta Humala y su esposa estuvieron presos casi un año, y sus juicios continúan; a Pedro Pablo Kuczynski se le dictó el viernes 19 una detención preventiva por tres años; Alejandro Toledo está fugado en Menlo Park, Estados Unidos, con un proceso de extradición por sobornos ya comprobados por más de US$20 millones; y Alan García iba a ser detenido el miércoles 17 en la mañana.
García no es, entonces, el primer expresidente o político peruano en ser investigado o detenido, ni seguramente será el último. Pero él es el único que tomó la decisión extrema de quitarse la vida en ese trance. Será que las acusaciones estaban ya muy cerca suyo, o una dificultad de encarar la verdad. Una persona se suicida por una decisión personalísima en una circunstancia extrema de la cual solo ella es responsable.
Sin embargo, desde su muerte, han surgido algunas voces en la escena pública con el argumento falaz de que la responsabilidad de esa decisión fatal es la hostilización de las fiscalías por sus investigaciones y del periodismo por sus reportajes, en complicidad con el gobierno del presidente Martín Vizcarra para utilizar los escándalos como biombo para ocultar sus desaciertos.
Esto ocurre en el contexto de un debate intenso que desborda la política y alcanza a muchos otros sectores, como el religioso. El Perú tiene hoy en día dos cardenales. Uno es el miembro del Opus Dei Juan Luis Cipriani, quien el jueves, en el velorio de Alan García, señaló: "Basta de tanta persecución y maldad, se debe acabar con esta persecución que no es en nombre de la justicia, es en nombre del abuso del poder político".
El otro cardenal peruano es Pedro Barreto, quien tiene un punto de vista muy distinto y ve la maldad en otro sitio: "Es un hecho muy doloroso para todos, pero tampoco lo victimicemos y lo pongamos como héroe. Ni víctima ni persona valiente, tiene que ser la justicia de Dios la que diga la verdad. Tampoco podemos decir que es víctima del sistema de la justicia. Yo creo que la fiscalía está cumpliendo su función. Tenemos que seguir luchando contra la corrupción, una maldad que destruye la esencia misma de la unidad de una sociedad".
El mayor aprovechamiento político del suicidio del ex presidente García es utilizar esta tragedia como excusa para desmontar los procesos sobre corrupción con la justificación de la reconciliación nacional.
Lo que en verdad están buscando muchos ahora es un borrón y cuenta nueva en los procesos por corrupción en marcha o en los que aún están por revelarse, pues, supuestamente, producen efectos perjudiciales sobre la estabilidad política, principalmente por lo que llaman la 'judicialización de la política'.
Es comprensible el dolor por la muerte del ex presidente principalmente en su familia y en sus 'compañeros', pero ni una decisión extrema como un suicidio justificaría la interrupción de los procesos sobre corrupción.
Esto no implica estar de acuerdo con todas las decisiones judiciales, como, por ejemplo, la prisión preventiva por 36 meses dictada el viernes 18 contra el ex presidente Kuczynski, de ochenta años, por no percibirse en su libertad condicional un riesgo de fuga ni de afectación del proceso judicial.
Decisiones como esta son las que refuerzan la crítica a los fiscales y jueces, pero estar en desacuerdo con algunos fallos de la justicia no justifica sostener, como lo hizo anteayer el candidato presidencial Alfredo Barnechea en el velorio de Alan García, que "hay que terminar el contubernio de la mafia judicial con los improvisados del gobierno".
Antes que una judicialización de la política, lo que hay en el Perú es un problema de políticos que pueden haber cometido delitos y que, por eso, deben ser juzgados con imparcialidad y condenados –si corresponde– con rigor. Esto es lo que se debe exigir, en vez del borrón y cuenta nueva que se sugiere cada vez con más entusiasmo.
El respeto y la compasión por alguien que se suicida no puede ser excusa para desmontar la lucha anticorrupción ni los procesos a varios políticos, pues robarle al país desde el poder también es una forma de matar, cada día, a la nación y a sus ciudadanos.