La derrota de un culto a la muerte: auge y declive del Estado Islámico

La conquista del último reducto del ISIS pone fin a la expansión territorial del yihadismo en Siria

Juan Carlos Sanz
Jerusalén, El País
Cuando una milicia yihadista transportada desde la frontera siria a bordo de camionetas artilladas se apoderó en junio de 2014 de Mosul, la tercera ciudad iraquí, muchos se preguntaron en Occidente de dónde había surgido el Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS, por sus siglas inglesas; Daesh, en su acrónimo árabe). En pocas semanas, sus combatientes suníes avanzaron valle abajo del Tigris hasta Tikrit, la cuna de Sadam Husein, y bombardearon con morteros Erbil, capital del Kurdistán iraquí. Hasta entonces, ni Bagdad ni Washington se habían tomado demasiado en serio el desafío insurgente. Cuando reaccionaron, casi un año después, el Califato proclamado por su líder, Abubaker al Bagdadi en la gran mezquita de Mosul ya se había extendido por un territorio equivalente al de Reino Unido y contaba con 10 millones de habitantes, una población similar a la de Portugal.


Las imágenes que circulaban este sábado por las redes sociales del que fue último reducto del ISIS en el poblado de Baguz mostraban el paisaje del desastre yihadista: un amasijo de decenas cadáveres y supervivientes en una desolada orilla del Éufrates. La profecía salafista sobre Dabiq, el lugar del norte de Siria donde la propaganda del ISIS predecía la batalla del final de los tiempos contra los infieles, se ha cumplido en sentido inverso en un desértico paraje de la frontera oriental iraquí.

La caída del Califato a manos de la milicia kurdo-árabe Fuerzas Democráticas Sirias (FDS) supone la derrota territorial de un culto a la muerte que enarboló la bandera de los agravios de la comunidad suní bajo hegemonía chií a ambos lados de la frontera. El salafismo externo acabó por imponer, sin embargo, una visión fanática de gobierno en el islam. Su universo de barbas y niqabs, sin música ni cigarrillos, ya es historia.

La coreografía de ejecuciones sumarísimas filmadas —incluida la de un piloto jordano quemado vivo— y la ensoñación en la web de un Estado utópico para musulmanes fue el banderín de enganche para reclutar brigadistas internacionales con destino a los frentes de Siria e Irak, adoctrinar a “lobos solitarios” a fin de que golpearan con el terror la retaguardia de los países que los bombardeaban y afiliar a decenas de grupos armados extremistas desde el sur de Asia (Afganistán) hasta África Occidental (Nigeria), pasando por el Sinaí egipcio o Libia.

Varios miles de yihadistas vagan aún por el desierto sirio en la ribera occidental del Éufrates y las células durmientes existentes en las áreas suníes de Irak a la espera del retorno a la llamada insurgencia asimétrica, con tácticas de guerrilla y atentados. Los servicios de inteligencia occidentales temen sobre todo el retorno de los combatientes extranjeros del ISIS a sus países de origen, muchos de los cuales permanecen aún en Siria en campos de detención bajo control de las FDS.

Toneladas de bombas arrojadas por una coalición internacional liderada por Estados Unidos han machacado al ISIS desde septiembre de 2014 hasta su práctica aniquilación en Baguz. El Estado Islámico se instauró en apenas un año en medio del caos de la guerra civil en Siria y la debilidad de las fuerzas de seguridad iraquíes, tras la retirada de las tropas estadounidenses ordenada por el presidente Barack Obama.

Al Bagdadi, curtido en la insurgencia contra las fuerzas extranjeras desplegadas en Irak, envió a sus yihadistas al conflicto de Siria, donde acabó rompiendo lazos con Al Qaeda y se apoderó finalmente de la estratégica Raqa, una de las principales ciudades del valle del Éufrates. Reforzados por su primera gran victoria territorial, los milicianos del ISIS irrumpieron en Irak para arrebatar el flamante armamento legado por EE UU al Ejército de Bagdad y hacerse con el botín de los bancos y las refinerías de petróleo estatales. Así pusieron los cimientos del Estado Islámico.
Terror y propaganda como armas de guerra

El terror y la propaganda fueron su mejor arma frente a enemigos más numerosos y mejor armados. Miles de hombres yazidíes, minoría religiosa del norte de Irak a la que consideran herética, fueron exterminados y, las mujeres de esta comunidad fueron convertidas en esclavas sexuales. La decapitación de combatientes capturados y el degollamiento de rehenes occidentales fue la escenografía de marca de una secta que ha encontrado en el rigorismo más exaltado del islam la justificación de la yihad para la comunidad suní. Mayoritaria en el mundo islámico, los miembros de la ortodoxia suní se han visto sojuzgados en Irak, donde constituyen una minoría, por la violencia sectaria de gobiernos de base chií. En Siria se han sentido oprimidos por la élite alauí, rama del chiísmo a la que pertenece el clan familiar del presidente Bachar el Asad, que domina el país árabe desde hace medio siglo.

Los bombardeos internacionales no hicieron mella en sus avances territoriales hasta que el Estado Islámico se encontró con un rival que no parecía temer sus atrocidades. Las Unidades de Protección del Pueblo (YPG, en sus siglas en kurdo) resistieron durante seis meses a los yihadistas en la localidad de Kobane, fronteriza con Turquía, en un frente que marcó a comienzos de 2015 la máxima expansión del Estado Islámico. El ISIS intentó jugar de nuevo la baza de la propaganda bélica con la toma de la monumental ciudad de Palmira. La destrucción de algunos de sus restos arqueológicos, declarados patrimonio de la humanidad por la Unesco, fue toda una declaración de guerra a la cultura y la civilización universales.

El declive del Califato no ha cesado en los últimos cuatro años hasta su extinción en Baguz en la madrugada de este sábado. Antes de ondear su bandera amarilla en el feudo conquistado, las FDS encabezadas por las milicias kurdas y apadrinadas por el Pentágono han prolongado durante tres meses la operación contra el último bastión del ISIS. Han pesado razones de prudencia —la presencia de decenas de miles de civiles y junto a yihadistas suicidas— y de estrategia internacional, ante la vacilación del presidente Donald Trump, que había barajado una retirada total de sus tropas, lo que hubiese podido dejar desprotegidos a los kurdos de Siria frente a Turquía.

Tras nueve meses de batalla casa por casa de las fuerzas iraquíes para expulsar al ISIS de Mosul en julio de 2017, las FDS reconquistaron Raqa en la mitad de tiempo gracias a la contribución de masivos bombardeos aéreos internacionales que arrasaron la ciudad. Privados de sus dos capitales y sin poder imponer exacciones a sus habitantes para financiarse, los yihadistas fueron retrocediendo hasta quedar arrinconados en la desértica frontera iraquí. Después de perder su base territorial y de población, el Estado Islámico se ha transformado en su antítesis: un grupo terrorista errante que difícilmente podrá seguir liderando el yihadismo global.

La crueldad y la brutalidad —amparada en el fanatismo religioso— de los combatientes de una milicia sanguinaria, que no han conocido otra vida que la insurrección y la guerra, conmociona aún al mundo. En un conflicto donde intervienen grandes potencias globales como EE UU y Rusia, y regionales, como Irán y Arabia Saudí, la lucha contra el ISIS ha sido el único denominador común entre los bandos enfrentados.

El intento de genocidio de la minoría yazidí perpetrado por el Califato del Estado Islámico ocupa ya un lugar entre páginas aún más oscuras de la condición humana, como las que escribieron los paramilitares hutus Interahamwe en Ruanda, hace 25 años, o los jemeres rojos camboyanos, cuatro décadas atrás. El efecto multiplicador de la barbarie del Estado islámico a través de las redes sociales —unido a la reciente memoria de un terror cercano, como en las tragedias de la sala Bataclan de París o de las Ramblas de Barcelona—, propicia que gran parte del mundo respire ahora aliviado por la derrota del último reducto del Califato.

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