Islamofobia terrorista
En los últimos años ha ido creciendo el número de atentados perpetrados por individuos vinculados a movimientos nacionalistas de extrema derecha con idearios de contenido antisemita y antislámico
Fernando Reinares
El País
Al valorar la amenaza terrorista en el conjunto del mundo occidental, desde Estados Unidos hasta Nueva Zelanda pasando por Noruega o el Reino Unido, se viene observando, a lo largo de los últimos años, una inquietante paradoja. Por una parte, dicha amenaza está principalmente asociada con el fenómeno del yihadismo global y con los yihadistas activos en los países que configuran aquel elenco de naciones, aunque el nivel de la misma varíe de unos casos a otros. Por otra parte, en algunos países ha ido creciendo el número de atentados perpetrados por individuos vinculados a movimientos nacionalistas de extrema derecha que a menudo tienen idearios de contenido antisemita y antislámico.
Estos actos de terrorismo constituyen un indicador de la expansión, si bien dispar, del extremismo violento de ultraderecha en nuestras sociedades. Aunque los más habituales han sido de baja intensidad y muy limitada letalidad, lo ocurrido en la ciudad neozelandesa de Christchurch obliga a recordar que no es la primera vez que el terrorismo de esa orientación se manifiesta con cotas de letalidad similares a las que en ocasiones ha alcanzado, desde su irrupción, hace dos décadas y media, el terrorismo yihadista. Quepa aludir al atentado de abril de 1995 en Oklahoma, que ocasionó 168 muertos, o los de julio de 2011 en Oslo y la isla noruega de Utoya, que produjeron 77 víctimas mortales.
Si los individuos que han atentado en Christchurch se acomodan al patrón constatado en esos dos casos precedentes, no extrañará que, antes de hacerlo, llevasen tiempo inmersos de una u otra manera en un movimiento de orientación racista y supremacista, en el marco de cuya subcultura local de odio y violencia habrían terminado por adquirir ideas que justifican el terrorismo. Ni que este movimiento, al margen de su mayor o menor grado de articulación, tenga conexiones transnacionales en Australia, Europa o Norteamérica, a través de las cuales se facilita el contagio de ideologías y prácticas propias del extremismo violento de extrema derecha.
Como tampoco extrañará que la radicalización violenta inherente a todo ello sea, en la actualidad y en su dimensión cognitiva, resultado de una narrativa elaborada en base a, de un lado, el temor que en determinados sectores de la población occidental suscita la percepción de una cada vez mayor islamización de nuestras sociedades y, de otro, la ansiedad generada en esos mismos ámbitos al creer que una creciente presencia de inmigrantes y refugiados está disolviendo su tradicional identidad colectiva. Aunque es posible que, en el caso de Nueva Zelanda, esas percepciones y estas creencias se hayan configurado tanto o más a partir de acontecimientos externos que de factores internos.
Sea como fuere, esa narrativa, tan habitual hoy en los movimientos de extrema derecha, no solo deriva de un fundamentalismo que se presenta como cristiano y de una visión igualmente deformada e indiferenciada del credo musulmán sino que, al manifestarse en atentados contra personas que lo siguen y contra sus lugares de culto, permite que los yihadistas proclamen validada su propia retórica, según la cual existe una guerra de Occidente contra el islam. A los líderes políticos y a las entidades de la sociedad civil compete que los terroristas de extrema derecha no consigan ahondar la fractura entre musulmanes y no musulmanes, en una dinámica de polarización de la que pretenden beneficiarse ellos mismos, pero de la que se benefician también los yihadistas.
En cualquier caso, las prioridades en prevención de la radicalización y lucha contra el terrorismo, que en nuestras sociedades abiertas tienen que ver con la amenaza yihadista, no deben llevarnos a olvidar un extremismo violento de ultraderecha al que parecen favorecer las tensiones políticas provocadas por nacionalismos excluyentes e iliberales. Y que puede manifestarse en actos de islamofobia terrorista como el de Christchurch.
Fernando Reinares
El País
Al valorar la amenaza terrorista en el conjunto del mundo occidental, desde Estados Unidos hasta Nueva Zelanda pasando por Noruega o el Reino Unido, se viene observando, a lo largo de los últimos años, una inquietante paradoja. Por una parte, dicha amenaza está principalmente asociada con el fenómeno del yihadismo global y con los yihadistas activos en los países que configuran aquel elenco de naciones, aunque el nivel de la misma varíe de unos casos a otros. Por otra parte, en algunos países ha ido creciendo el número de atentados perpetrados por individuos vinculados a movimientos nacionalistas de extrema derecha que a menudo tienen idearios de contenido antisemita y antislámico.
Estos actos de terrorismo constituyen un indicador de la expansión, si bien dispar, del extremismo violento de ultraderecha en nuestras sociedades. Aunque los más habituales han sido de baja intensidad y muy limitada letalidad, lo ocurrido en la ciudad neozelandesa de Christchurch obliga a recordar que no es la primera vez que el terrorismo de esa orientación se manifiesta con cotas de letalidad similares a las que en ocasiones ha alcanzado, desde su irrupción, hace dos décadas y media, el terrorismo yihadista. Quepa aludir al atentado de abril de 1995 en Oklahoma, que ocasionó 168 muertos, o los de julio de 2011 en Oslo y la isla noruega de Utoya, que produjeron 77 víctimas mortales.
Si los individuos que han atentado en Christchurch se acomodan al patrón constatado en esos dos casos precedentes, no extrañará que, antes de hacerlo, llevasen tiempo inmersos de una u otra manera en un movimiento de orientación racista y supremacista, en el marco de cuya subcultura local de odio y violencia habrían terminado por adquirir ideas que justifican el terrorismo. Ni que este movimiento, al margen de su mayor o menor grado de articulación, tenga conexiones transnacionales en Australia, Europa o Norteamérica, a través de las cuales se facilita el contagio de ideologías y prácticas propias del extremismo violento de extrema derecha.
Como tampoco extrañará que la radicalización violenta inherente a todo ello sea, en la actualidad y en su dimensión cognitiva, resultado de una narrativa elaborada en base a, de un lado, el temor que en determinados sectores de la población occidental suscita la percepción de una cada vez mayor islamización de nuestras sociedades y, de otro, la ansiedad generada en esos mismos ámbitos al creer que una creciente presencia de inmigrantes y refugiados está disolviendo su tradicional identidad colectiva. Aunque es posible que, en el caso de Nueva Zelanda, esas percepciones y estas creencias se hayan configurado tanto o más a partir de acontecimientos externos que de factores internos.
Sea como fuere, esa narrativa, tan habitual hoy en los movimientos de extrema derecha, no solo deriva de un fundamentalismo que se presenta como cristiano y de una visión igualmente deformada e indiferenciada del credo musulmán sino que, al manifestarse en atentados contra personas que lo siguen y contra sus lugares de culto, permite que los yihadistas proclamen validada su propia retórica, según la cual existe una guerra de Occidente contra el islam. A los líderes políticos y a las entidades de la sociedad civil compete que los terroristas de extrema derecha no consigan ahondar la fractura entre musulmanes y no musulmanes, en una dinámica de polarización de la que pretenden beneficiarse ellos mismos, pero de la que se benefician también los yihadistas.
En cualquier caso, las prioridades en prevención de la radicalización y lucha contra el terrorismo, que en nuestras sociedades abiertas tienen que ver con la amenaza yihadista, no deben llevarnos a olvidar un extremismo violento de ultraderecha al que parecen favorecer las tensiones políticas provocadas por nacionalismos excluyentes e iliberales. Y que puede manifestarse en actos de islamofobia terrorista como el de Christchurch.