El VAR reproduce los vicios anteriores

Ha bastado medio campeonato de Liga para convertir al VAR en el nuevo gran juguete diabólico del fútbol español

Santiago Segurola
El País
Cada semana se incrementa el ruido que produce el VAR, sometido al estrépito en la última jornada. Nada, ni la prodigiosa actuación de Leo Messi en Sevilla, puede compararse a la polvareda que ha dejado el Levante-Real Madrid, coronado por un penalti que se aproxima más al escándalo que a la controversia. No es difícil saber la diferencia de matiz. Los defensores del criterio arbitral en este episodio lo calificarían de escandaloso si la decisión se hubiera tomado en el área del Real Madrid. Y con razón.


Se veía venir el momento. Ha bastado medio campeonato de Liga para convertir al VAR en el nuevo gran juguete diabólico del fútbol español. Su principal característica ahora mismo es la capacidad para armar lío, hasta el punto de animar a un fenómeno imprevisto: la defensa del jaleo. Importa menos el supuesto carácter higiénico del VAR que sus ruidosas consecuencias.

El VAR apareció como instrumento de servicio al árbitro, honrosa pretensión que se ha encontrado con la cruda realidad de un juego ingobernable, no tanto por lo que sucede en el campo como por los impresionantes intereses que lo presiden. Como herramienta se podría considerar irreprochable. Es la tecnología al servicio del hombre y de una mayor justicia en el fútbol, aunque eso signifique una cierta pérdida de espontaneidad en un juego donde los goles comienzan a celebrarse con sordina, por si acaso.

Su efecto también alcanza a la graduación de la justicia, que pretende ser máxima en las áreas y más tolerante en las otras zonas del terreno, diferencia jerárquica que algunos entrenadores aprovechan para establecer un cordón sanitario en el medio campo, donde no hay VAR que les detenga. Tampoco es discutible el efecto que produce el VAR en los equipos después de las deliberaciones en acciones trascendentes, algunas cercanas a los tres y cuatro minutos. Hay equipos que reviven después de estos interminables concilios y otros que sufren un shock traumático del que no se recuperan.

Todas estas situaciones son novedosas y exigen un periodo de adaptación a un nuevo tiempo en el fútbol. El problema no es el VAR como instrumento tecnológico, sino su administración y la oportunidad que el sistema ofrece para que se reproduzca, con más grosería si cabe, el ruidoso y paranoico clima anterior.

La confianza en el sistema

Por un lado, el VAR significa un paso de gigante en el crecimiento de la industria arbitral. Al final es un asunto de árbitros que deliberan y sancionan con otros árbitros. No tendría nada de especial si el fútbol fuera un territorio ejemplar que no invita a la sospecha, intolerante con los poderes y los intereses ajenos a la justicia. Por desgracia, alrededor del VAR se han declarado las suficientes rendijas como para debilitarlo, especialmente frente a la opinión pública.

Los primeros que ponen al VAR bajo sospecha, o que de manera oportunista lo cuestionan, son los presidentes. En menos de un mes, hemos visto arrugarse al presidente de la federación española ante las protestas de Florentino Pérez por un penalti no decretado sobre Vinicius. En el Atlético-Juve, Enrique Cerezo abandonó el palco presidencial tras calificar de vergonzosa la anulación de un gol de Morata. Fuera del fútbol, pero incidiendo en un sistema de videoarbitraje similar, el presidente del Real Madrid amenazó con abandonar el baloncesto español después de la accidentada final de Copa.

La presión sube y se cobra el precio: la confianza en el sistema. La saludable ambición del VAR comienza a estrellarse por el acoso al que le someten los poderosos y por los preocupantes síntomas que se detectan en el arbitraje español, sujeto a los tirones que quieren condicionarlo y a una actitud defensiva-corporativa que invita a su creciente descrédito.

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