El regreso de los talibanes
Avanzan las negociaciones con los líderes del grupo extremista afgano para el retiro de las tropas estadounidenses. En Kabul temen que vuelvan los burkas y la policía de la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio con sus látigos en la mano
Gustavo Sierra
Especial para Infobae America
Al final de un salón sombrío, el mullah Alhaj Khaksar permanece casi inmóvil, de cuclillas, sobre una alfombra de exquisita textura. Cuando se incorpora, aparece una figura enorme, vestida de negro de pies a cabeza, rodeada de pilas de libros religiosos. Es el único alto funcionario del régimen de los Talibanes que se quedó en Kabul esperando la entrada de las fuerzas prooccidentales de la Alianza del Norte, apoyadas por la aviación y comandos especiales estadounidenses.
Hasta tres días antes había sido el viceministro del Interior y previamente ministro de Informaciones. Sus correligionarios escapaban en ese momento por las montañas hacia el sur. Esto ocurría a principios de diciembre de 2001 y a tres meses del fatídico 11-S, el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York.
Los autores del atentado habían partido de ahí, de Afganistán, donde fueron entrenados como parte de la red terrorista Al Qaeda bajo la protección de los talibanes. Khaksar, con un turbante negro de seda terminado en una cola que le llega a la cintura y ojos profundos que ante cualquier pregunta inconveniente se transforman en acero, me cuenta que conoció a Osama bin Laden, el líder de Al Qaeda, aunque asegura que lo vio una sola vez en una reunión. Que el mullah Mohammad Omar, el líder máximo talibán, "es un musulmán honesto que sólo administró las cuestiones religiosas". Y que está bien obligar a las mujeres usar el burka, que las cubre de la cabeza a los pies, y a toda la población a ir cinco veces al día a rezar a las mezquitas. Poco después de este encuentro, Khaksar fue sometido a un juicio y se le congelaron las cuentas bancarias, pero tres años más tarde ya estaba "limpio" a pesar de haber sido acusado de varios crímenes. Se fue a vivir a la ciudad pakistaní de Quetta. Y desde allí siguió caminando por esa delgada línea que le permitió relacionarse al mismo tiempo con sus antiguos camaradas talibanes y los sucesivos gobiernos democráticos que se fueron instalando en Kabul con el apoyo estadounidense.
Khaksar fue un hombre clave en el proceso que se abrió hace ya casi dos años entre representantes de los rebeldes ultrareligiosos y los funcionarios de Washington para sacar definitivamente a las tropas estadounidenses de las arenas afganas. La última semana se anunció que habían llegado a un principio de acuerdo. No hay nada escrito todavía. Pero las negociaciones que se estaban llevando a cabo en Doha, Qatar, terminaron en muy buenos términos. Se espera un anuncio del inédito acuerdo de paz para los próximos días. El enviado especial de Washington, Zalmay Khalilzad, voló directamente el lunes a Kabul para informar al presidente Ashraf Ghani sobre lo conversado y reasegurarle que el acuerdo contempla una salida "dialogada" entre los afganos y de ninguna manera una caída del gobierno. Pero muchos en Afganistán sospechan que algo de eso se está cocinando y que pronto pueden volver los temidos talibanes al poder.
Un regreso del régimen de los talibanes, ejecutando enemigos en el entretiempo de los partidos de fútbol y prohibiendo a las chicas asistir a la escuela, parece poco probable. Aunque Afganistán sigue siendo una tierra donde el primitivismo continúa sobrevolando sobre las diferentes etnias y muchos de sus líderes. De todos modos, los estudiantes de las madrasas (escuelas coránicas) que conformaron ese movimiento de los talibanes y tomaron el poder en 1996 para traer una ansiada paz después de años de guerra interna, ya no van a llegar a la misma capital provinciana y destrozada por las bombas de aquel entonces.
Hoy, Kabul es una metrópolis de seis millones de habitantes repleta de centros comerciales y complejos de apartamentos en expansión, celulares de última generación y servicio de Uber. Es difícil imaginar a los agentes del Comité para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio con sus látigos en la mano volviendo a golpear a las mujeres en la calle por usar el burka algo corto. Ahora, las chicas estudian en la universidad, visten jeans y navegan por la red como cualquier otro adolescente del mundo.
Pero no es necesariamente imposible que los talibanes regresen al poder. En junio del año pasado, cuando se decretó un cese al fuego temporario, los combatientes talibanes se mezclaron educadamente con los residentes urbanos occidentalizados. Pero se podía ver claramente que no habían suavizado para nada las creencias puritanas de la milicia sunita. Su objetivo, aunque ahora oculto por el lenguaje diplomático, sigue siendo la imposición plena de la sharía, la ley islámica del siglo VI.
"Para los afganos que tuvimos que vivir bajo el régimen de los talibanes, que recordamos cómo era esta ciudad fantasma llena de zombis, y para alguien como yo que investigó su brutalidad y crímenes, es difícil creer que hayan cambiado", le dijo al Washington Post, Ahmad Nader Nadery, un colaborador cercano del presidente Ghani y ex funcionario de la Comisión Independiente de Derechos Humanos de Afganistán. Como la mayoría de los afganos, Nadery está preocupado ante la posibilidad de que los funcionarios estadounidenses, en su afán por llegar a un acuerdo y llevar de regreso a los 14.000 solados que aún permanecen en territorio afgano, vayan a permitir que los talibanes regresen para despreciar el avance democrático que se consiguió en los últimos 18 años. "Los talibanes dicen que quieren dialogar con todos los afganos, no con el gobierno", señaló Nadery. "Y eso sería socavar los fundamentos del Estado, la constitución, las estructuras construidas por nosotros con el apoyo de los organismos internacionales y el sacrificio de decenas de vidas, tanto afganas como estadounidenses. Eso no lo podemos permitir". Los jóvenes que nacieron con el proceso democrático coinciden con esta postura. "Ya no pueden intimidar a la gente. Este es un momento democrático y no nos pueden hacer retroceder veinte años. Ya no es lo mismo. Nosotros sabemos cómo es vivir en libertad y no vamos a tolerar el regreso a una sociedad dominada por una visión extrema y arcaica del Islam", dijo Faisal, un estudiante de contabilidad que tenía dos años cuando los talibanes fueron derrotados.
Cuando los milicianos de la barba exagerada y los turbantes negros abandonaron Kabul, el 7 de diciembre de 2001, el mullah Omar -un hombre que había perdido un ojo y parte del cuerpo al pisar una mina-, líder de la insurrección de sus talibanes (estudiantes religiosos), regresó con sus lugartenientes a las montañas del Hindu Kush, en la frontera con Pakistán. Y desde ese momento, sus hombres bajaron cada verano para conquistar territorio y voluntades. Hoy, siguen siendo la fuerza militar más importante de Afganistán y la única con quien negociar una retirada de los marines estadounidenses. "La pregunta más preocupante que nos hacemos los afganos es quién podría garantizar los potenciales acuerdos después de la retirada militar estadounidense. Pueden prometer cualquier cosa y después no cumplirla. Estamos en peligro de retroceder el reloj muchos años y volver a otra guerra", comenta Raihana Azad, un miembro del parlamento de la minoría étnica Hazara.
Algunos confían en que otro mullah, Abdul Ghani Baradar, fundador del movimiento junto al mullah Omar y que ahora encabeza la delegación talibana en las conversaciones de Doha, va a honrar cualquier acuerdo que se alcance. Es un hombre moderado que ya intentó un diálogo de paz en 2009 con el entonces presidente Hammid Karzai y, en forma indirecta, con el Pentágono. Pero en ese momento intervino el poderoso servicio secreto de Pakistán que quería impedir la instalación de los talibanes en su territorio. Baradar fue detenido en febrero de 2010 en la ciudad paquistaní de Karachi y pasó ocho años y medio en la cárcel hasta que lo tuvieron que liberar por presión de Estados Unidos y se convirtió en el jefe negociador talibán. Sigue vistiendo su imponente turbante negro y mantiene las creencias extremas, pero entiende que no pueden imponerlas a la nueva sociedad afgana, que tendrán que moderar sus posiciones si quieren regresar al poder. Estuvo estos años en contacto con el mullah Alhaj Khaksar, el hombre que entrevisté cuando los talibanes huían de Kabul. Forman parte de una línea moderada que podría aceptar la liberalización de las costumbres y una economía de mercado abierta al mundo siempre que se respeten ciertos códigos religiosos propios de una república islámica.
Los talibanes habían prohibido tener canarios en las casas porque su trino distraía de las obligaciones religiosas. También la música en vivo y en discos. La televisión sólo transmitía sermones y rezos. Las numerosas viudas de los combatientes andaban mendigando en la calle con sus burkas andrajosos. Las otras mujeres vivían encerradas en las casas por temor a que la policía religiosa las detuviera por cualquier falta a "la virtud". Los hombres tenían la obligación de dejarse unas largas barbas y los mayores debían cubrir sus canas con el rojizo de la henna. Las chicas no podían recibir educación. Buena parte de la ciudad era intransitable, estaba plantada de minas antipersonales. Una situación que sólo fue posible por el hartazgo de los afganos ante la violencia de los "señores de la guerra" que luchaban entre sí para ocupar el vacío de poder provocado por la retirada del Ejército Rojo soviético que había invadido el país. El orden impuesto por los talibanes trajo en ese momento cierto alivio. Cinco años después, la situación era insoportable. La intervención estadounidense y el avance de las fuerzas prodemocráticas del general Ahmad Massoud desde el valle del Panjshir, devolvieron algo de la antiquísima resiliencia de los afganos.
En esos días estuve presente en un restaurante que reabrió después de cinco años en que sólo habían podido funcionar unos pocos comercios donde se servía té. Había un solo plato para compartir: guiso de cordero tapado de grasa. Pero el ambiente era extraordinario. La alegría de la "liberación" era inmensa. En un momento, llegaron unos músicos que venían del exilio. Por primera vez en cinco años podían volver a tocar en público. El rabab (especie de guitarra de 12 cuerdas) era interpretado con enorme destreza por un hombre que venía de Peshawar, la mística ciudad pakistaní, donde tocaba en la banda de un hotel. Los tambores del tabla marcaban la percusión en las manos de un grandote musculoso. Y el maharajá, un armonio similar a un gran acordeón, el ritmo que le daba otro, esmirriado y de ojos verdes profundos. Los cascabeles del Ghungroo hacían el resto en los pies y las manos de un muchacho más joven que los otros. Todos, con sus shawal, la camisa larga sobre un pantalón ancho, y el pakul marrón, la boina afgana, levemente levantada en la frente. La alegría era tal que varios de los presentes se pusieron a bailar en forma frenética entre las mesas como si fuera una escena del cine de Bollywood.
El pequeño grupo de periodistas que tuvimos el privilegio de vivir ese momento, sabíamos, como todos los afganos presentes, que estábamos ante un espectáculo tan festivo como histórico. Por ese lugar, en ese momento, sobrevolaba el espíritu libertario que identifica a este pueblo que nunca en la historia pudo ser dominado. Los afganos no se rindieron ante Alejandro Magno ni el mongol Gran Babur ni las tropas británicas. Tampoco, frente a los estadounidenses. Y, los chicos de esta endeble democracia afgana, aseguran que ahora no lo harán con los talibanes.
Gustavo Sierra
Especial para Infobae America
Al final de un salón sombrío, el mullah Alhaj Khaksar permanece casi inmóvil, de cuclillas, sobre una alfombra de exquisita textura. Cuando se incorpora, aparece una figura enorme, vestida de negro de pies a cabeza, rodeada de pilas de libros religiosos. Es el único alto funcionario del régimen de los Talibanes que se quedó en Kabul esperando la entrada de las fuerzas prooccidentales de la Alianza del Norte, apoyadas por la aviación y comandos especiales estadounidenses.
Hasta tres días antes había sido el viceministro del Interior y previamente ministro de Informaciones. Sus correligionarios escapaban en ese momento por las montañas hacia el sur. Esto ocurría a principios de diciembre de 2001 y a tres meses del fatídico 11-S, el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York.
Los autores del atentado habían partido de ahí, de Afganistán, donde fueron entrenados como parte de la red terrorista Al Qaeda bajo la protección de los talibanes. Khaksar, con un turbante negro de seda terminado en una cola que le llega a la cintura y ojos profundos que ante cualquier pregunta inconveniente se transforman en acero, me cuenta que conoció a Osama bin Laden, el líder de Al Qaeda, aunque asegura que lo vio una sola vez en una reunión. Que el mullah Mohammad Omar, el líder máximo talibán, "es un musulmán honesto que sólo administró las cuestiones religiosas". Y que está bien obligar a las mujeres usar el burka, que las cubre de la cabeza a los pies, y a toda la población a ir cinco veces al día a rezar a las mezquitas. Poco después de este encuentro, Khaksar fue sometido a un juicio y se le congelaron las cuentas bancarias, pero tres años más tarde ya estaba "limpio" a pesar de haber sido acusado de varios crímenes. Se fue a vivir a la ciudad pakistaní de Quetta. Y desde allí siguió caminando por esa delgada línea que le permitió relacionarse al mismo tiempo con sus antiguos camaradas talibanes y los sucesivos gobiernos democráticos que se fueron instalando en Kabul con el apoyo estadounidense.
Khaksar fue un hombre clave en el proceso que se abrió hace ya casi dos años entre representantes de los rebeldes ultrareligiosos y los funcionarios de Washington para sacar definitivamente a las tropas estadounidenses de las arenas afganas. La última semana se anunció que habían llegado a un principio de acuerdo. No hay nada escrito todavía. Pero las negociaciones que se estaban llevando a cabo en Doha, Qatar, terminaron en muy buenos términos. Se espera un anuncio del inédito acuerdo de paz para los próximos días. El enviado especial de Washington, Zalmay Khalilzad, voló directamente el lunes a Kabul para informar al presidente Ashraf Ghani sobre lo conversado y reasegurarle que el acuerdo contempla una salida "dialogada" entre los afganos y de ninguna manera una caída del gobierno. Pero muchos en Afganistán sospechan que algo de eso se está cocinando y que pronto pueden volver los temidos talibanes al poder.
Un regreso del régimen de los talibanes, ejecutando enemigos en el entretiempo de los partidos de fútbol y prohibiendo a las chicas asistir a la escuela, parece poco probable. Aunque Afganistán sigue siendo una tierra donde el primitivismo continúa sobrevolando sobre las diferentes etnias y muchos de sus líderes. De todos modos, los estudiantes de las madrasas (escuelas coránicas) que conformaron ese movimiento de los talibanes y tomaron el poder en 1996 para traer una ansiada paz después de años de guerra interna, ya no van a llegar a la misma capital provinciana y destrozada por las bombas de aquel entonces.
Hoy, Kabul es una metrópolis de seis millones de habitantes repleta de centros comerciales y complejos de apartamentos en expansión, celulares de última generación y servicio de Uber. Es difícil imaginar a los agentes del Comité para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio con sus látigos en la mano volviendo a golpear a las mujeres en la calle por usar el burka algo corto. Ahora, las chicas estudian en la universidad, visten jeans y navegan por la red como cualquier otro adolescente del mundo.
Pero no es necesariamente imposible que los talibanes regresen al poder. En junio del año pasado, cuando se decretó un cese al fuego temporario, los combatientes talibanes se mezclaron educadamente con los residentes urbanos occidentalizados. Pero se podía ver claramente que no habían suavizado para nada las creencias puritanas de la milicia sunita. Su objetivo, aunque ahora oculto por el lenguaje diplomático, sigue siendo la imposición plena de la sharía, la ley islámica del siglo VI.
"Para los afganos que tuvimos que vivir bajo el régimen de los talibanes, que recordamos cómo era esta ciudad fantasma llena de zombis, y para alguien como yo que investigó su brutalidad y crímenes, es difícil creer que hayan cambiado", le dijo al Washington Post, Ahmad Nader Nadery, un colaborador cercano del presidente Ghani y ex funcionario de la Comisión Independiente de Derechos Humanos de Afganistán. Como la mayoría de los afganos, Nadery está preocupado ante la posibilidad de que los funcionarios estadounidenses, en su afán por llegar a un acuerdo y llevar de regreso a los 14.000 solados que aún permanecen en territorio afgano, vayan a permitir que los talibanes regresen para despreciar el avance democrático que se consiguió en los últimos 18 años. "Los talibanes dicen que quieren dialogar con todos los afganos, no con el gobierno", señaló Nadery. "Y eso sería socavar los fundamentos del Estado, la constitución, las estructuras construidas por nosotros con el apoyo de los organismos internacionales y el sacrificio de decenas de vidas, tanto afganas como estadounidenses. Eso no lo podemos permitir". Los jóvenes que nacieron con el proceso democrático coinciden con esta postura. "Ya no pueden intimidar a la gente. Este es un momento democrático y no nos pueden hacer retroceder veinte años. Ya no es lo mismo. Nosotros sabemos cómo es vivir en libertad y no vamos a tolerar el regreso a una sociedad dominada por una visión extrema y arcaica del Islam", dijo Faisal, un estudiante de contabilidad que tenía dos años cuando los talibanes fueron derrotados.
Cuando los milicianos de la barba exagerada y los turbantes negros abandonaron Kabul, el 7 de diciembre de 2001, el mullah Omar -un hombre que había perdido un ojo y parte del cuerpo al pisar una mina-, líder de la insurrección de sus talibanes (estudiantes religiosos), regresó con sus lugartenientes a las montañas del Hindu Kush, en la frontera con Pakistán. Y desde ese momento, sus hombres bajaron cada verano para conquistar territorio y voluntades. Hoy, siguen siendo la fuerza militar más importante de Afganistán y la única con quien negociar una retirada de los marines estadounidenses. "La pregunta más preocupante que nos hacemos los afganos es quién podría garantizar los potenciales acuerdos después de la retirada militar estadounidense. Pueden prometer cualquier cosa y después no cumplirla. Estamos en peligro de retroceder el reloj muchos años y volver a otra guerra", comenta Raihana Azad, un miembro del parlamento de la minoría étnica Hazara.
Algunos confían en que otro mullah, Abdul Ghani Baradar, fundador del movimiento junto al mullah Omar y que ahora encabeza la delegación talibana en las conversaciones de Doha, va a honrar cualquier acuerdo que se alcance. Es un hombre moderado que ya intentó un diálogo de paz en 2009 con el entonces presidente Hammid Karzai y, en forma indirecta, con el Pentágono. Pero en ese momento intervino el poderoso servicio secreto de Pakistán que quería impedir la instalación de los talibanes en su territorio. Baradar fue detenido en febrero de 2010 en la ciudad paquistaní de Karachi y pasó ocho años y medio en la cárcel hasta que lo tuvieron que liberar por presión de Estados Unidos y se convirtió en el jefe negociador talibán. Sigue vistiendo su imponente turbante negro y mantiene las creencias extremas, pero entiende que no pueden imponerlas a la nueva sociedad afgana, que tendrán que moderar sus posiciones si quieren regresar al poder. Estuvo estos años en contacto con el mullah Alhaj Khaksar, el hombre que entrevisté cuando los talibanes huían de Kabul. Forman parte de una línea moderada que podría aceptar la liberalización de las costumbres y una economía de mercado abierta al mundo siempre que se respeten ciertos códigos religiosos propios de una república islámica.
Los talibanes habían prohibido tener canarios en las casas porque su trino distraía de las obligaciones religiosas. También la música en vivo y en discos. La televisión sólo transmitía sermones y rezos. Las numerosas viudas de los combatientes andaban mendigando en la calle con sus burkas andrajosos. Las otras mujeres vivían encerradas en las casas por temor a que la policía religiosa las detuviera por cualquier falta a "la virtud". Los hombres tenían la obligación de dejarse unas largas barbas y los mayores debían cubrir sus canas con el rojizo de la henna. Las chicas no podían recibir educación. Buena parte de la ciudad era intransitable, estaba plantada de minas antipersonales. Una situación que sólo fue posible por el hartazgo de los afganos ante la violencia de los "señores de la guerra" que luchaban entre sí para ocupar el vacío de poder provocado por la retirada del Ejército Rojo soviético que había invadido el país. El orden impuesto por los talibanes trajo en ese momento cierto alivio. Cinco años después, la situación era insoportable. La intervención estadounidense y el avance de las fuerzas prodemocráticas del general Ahmad Massoud desde el valle del Panjshir, devolvieron algo de la antiquísima resiliencia de los afganos.
En esos días estuve presente en un restaurante que reabrió después de cinco años en que sólo habían podido funcionar unos pocos comercios donde se servía té. Había un solo plato para compartir: guiso de cordero tapado de grasa. Pero el ambiente era extraordinario. La alegría de la "liberación" era inmensa. En un momento, llegaron unos músicos que venían del exilio. Por primera vez en cinco años podían volver a tocar en público. El rabab (especie de guitarra de 12 cuerdas) era interpretado con enorme destreza por un hombre que venía de Peshawar, la mística ciudad pakistaní, donde tocaba en la banda de un hotel. Los tambores del tabla marcaban la percusión en las manos de un grandote musculoso. Y el maharajá, un armonio similar a un gran acordeón, el ritmo que le daba otro, esmirriado y de ojos verdes profundos. Los cascabeles del Ghungroo hacían el resto en los pies y las manos de un muchacho más joven que los otros. Todos, con sus shawal, la camisa larga sobre un pantalón ancho, y el pakul marrón, la boina afgana, levemente levantada en la frente. La alegría era tal que varios de los presentes se pusieron a bailar en forma frenética entre las mesas como si fuera una escena del cine de Bollywood.
El pequeño grupo de periodistas que tuvimos el privilegio de vivir ese momento, sabíamos, como todos los afganos presentes, que estábamos ante un espectáculo tan festivo como histórico. Por ese lugar, en ese momento, sobrevolaba el espíritu libertario que identifica a este pueblo que nunca en la historia pudo ser dominado. Los afganos no se rindieron ante Alejandro Magno ni el mongol Gran Babur ni las tropas británicas. Tampoco, frente a los estadounidenses. Y, los chicos de esta endeble democracia afgana, aseguran que ahora no lo harán con los talibanes.