ANÁLISIS / Un ‘mea culpa’ social para reconquistar a las masas europeas
Los nacionalpopulistas abanderan desde hace tiempo un discurso de protección a los perdedores de las sociedades abiertas; los globalistas moderados buscan ahora responder en ese terreno
Andrea Rizzi
El País
Europa asiste a un tímido renacimiento de las políticas sociales tras la durísima década poscrisis de 2008. El bando nacionalpopulista lleva años esgrimiendo el discurso de protección a los perdedores de la globalización como una de sus banderas. Ahora, el bando contrario, los globalistas moderados, emite crecientes señales de querer reconquistar ese terreno. Esta semana, Emmanuel Macron, Pedro Sánchez y Jean-Claude Juncker han lanzado señales en ese sentido con el inicio de un gran debate nacional (en Francia), la presentación de los Presupuestos (en España) y la entonación de un mea culpa sobre la gestión de la crisis griega (la Comisión Europea).
Hubo un tiempo en el que pertenecer a la UE —al sistema que encarnaba— sumaba años de vida y todos lo sabían o percibían. Las clases populares más que nadie. A finales de los años ochenta, los ciudadanos de Polonia, Ucrania y Bielorrusia tenían la misma esperanza de vida: unos 71 años. A partir de ahí, los tres países vecinos tomaron un rumbo muy diferente. En Polonia, que desde la caída del muro entró en la órbita de la UE y se unió al club europeo en 2004, la esperanza de vida ha subido siete años, hasta los casi 78 de hoy. En los otros dos países, con los que Polonia comparte en buena medida clima y estilo de vida, el incremento no llega a dos años. La UE ha supuesto cinco años de vida más para los polacos. Las clases populares del continente sabían o percibían que el bloque europeo y su modelo significaban progreso y bienestar. Fue así durante décadas.
Hoy gran parte de esos segmentos sociales han perdido ese convencimiento. Los síntomas de una rebelión de las masas, que diría Ortega y Gasset, están por doquier. La precarización del mercado laboral, los recortes de los servicios sociales y abundantes casos de corrupción han minado la fe en el sistema y en las familias políticas que lo construyeron. El diagnóstico está claro, y ahora asistimos en el continente a una inmensa batalla política para desactivar (los moderados) o cabalgar (los nacionalpopulistas) esa ira contra el sistema. Paradójicamente, la acción de ambos frentes tiene un denominador común: la protección social. Observemos algunos de los movimientos más recientes y significativos.
Tras una primera fase de presidencia muy liberal, Macron intenta un viraje social. Su respuesta a la protesta de los chalecos amarillos fue una subida ipso facto de 100 euros del salario mínimo (que era de 1.500 euros brutos). Esta semana ha lanzado un gran diálogo social con el que pretende escuchar a los ciudadanos para transformar la cólera en soluciones. La carta pública con la que ha presentado el debate arranca con una referencia a la solidaridad y la cohesión social. Termina señalando que las propuestas ciudadanas serán la base para “un nuevo contrato para la nación”. Dos siglos y medio después de su publicación, El Contrato Social de Rousseau parece estar en las cabeceras de muchos líderes.
En España, Pedro Sánchez empuja en una línea parecida. En diciembre su Gobierno aprobó la mayor subida del salario mínimo desde 1977, con un salto del 22% (de 735 a 900 euros). Esta semana ha presentado unos Presupuestos con profundas medidas sociales –entre ellas, un incremento del 59% de la dotación para el capítulo de gastos de dependencia-. En paralelo, Sánchez busca anclar el sostén de funcionarios y pensionistas con subidas de sus prestaciones. Estos dos grupos configuran, junto a las élites liberales y las clases urbanas cosmopolitas, los pilares que sostienen el sistema. El rechazo crece en cambio en las bolsas sociales que flotan abandonadas, con escasos medios y formación, en las junglas laborales o en las periferias.
En un gesto con menos sustancia pero con alto valor simbólico, el presidente de la Comisión Europea entonó el mea culpa en un pleno de la Eurocámara: “Hemos sido insuficientemente solidarios con Grecia; la hemos insultado”, dijo.
El bando nacionalpopulista, por su parte, entendió y trató de responder al anhelo de protección de los perdedores de la globalización mucho antes. El Movimiento Cinco Estrellas ganó en Italia unas elecciones con su promesa de un subsidio universal de ciudadanía, que le granjeó un voto plebiscitario en el sur del país. Ahora, en el poder, lucha semana tras semana para mantener una apuesta con un coste brutal para las desangradas arcas italianas. La coalición de Gobierno italiana también maniobra para suavizar las condiciones de acceso a la jubilación.
En Polonia, el ultraconservador PiS ganó las elecciones con la promesa de un generoso subsidio de familia que sedujo a la zona profunda del país.
En Hungría, llamativamente, Viktor Orbán enfrenta en estos días uno de los mayores retos de su mandato. Y es precisamente una reforma laboral de corte antisocial —conocida como la ley de esclavitud— la que suscita importantes protestas callejeras. Este mismo sábado hay convocadas manifestaciones.
Europa fue desde su génesis un proyecto impulsado por las élites. En sus primeras décadas, logró conectar paulatinamente con las clases populares. Posteriormente, el vínculo se rompió. Ya antes de la crisis de 2008 hubo múltiples síntomas. Los daneses votaron contra el Tratado de Maastricht en 1992; los irlandeses, contra Niza en 2001; franceses y holandeses, contra la Constitución Europea en 2005; en 2008, otra vez los irlandeses, contra Lisboa; en 2015, los griegos contra el nuevo rescate. En todos estos casos las élites políticoeconómicas maniobraron para obtener un resultado sustancialmente igual al rechazado por las urnas.
Ahora, parecen entender que es el momento de escuchar y proteger a los desfavorecidos.
Andrea Rizzi
El País
Europa asiste a un tímido renacimiento de las políticas sociales tras la durísima década poscrisis de 2008. El bando nacionalpopulista lleva años esgrimiendo el discurso de protección a los perdedores de la globalización como una de sus banderas. Ahora, el bando contrario, los globalistas moderados, emite crecientes señales de querer reconquistar ese terreno. Esta semana, Emmanuel Macron, Pedro Sánchez y Jean-Claude Juncker han lanzado señales en ese sentido con el inicio de un gran debate nacional (en Francia), la presentación de los Presupuestos (en España) y la entonación de un mea culpa sobre la gestión de la crisis griega (la Comisión Europea).
Hubo un tiempo en el que pertenecer a la UE —al sistema que encarnaba— sumaba años de vida y todos lo sabían o percibían. Las clases populares más que nadie. A finales de los años ochenta, los ciudadanos de Polonia, Ucrania y Bielorrusia tenían la misma esperanza de vida: unos 71 años. A partir de ahí, los tres países vecinos tomaron un rumbo muy diferente. En Polonia, que desde la caída del muro entró en la órbita de la UE y se unió al club europeo en 2004, la esperanza de vida ha subido siete años, hasta los casi 78 de hoy. En los otros dos países, con los que Polonia comparte en buena medida clima y estilo de vida, el incremento no llega a dos años. La UE ha supuesto cinco años de vida más para los polacos. Las clases populares del continente sabían o percibían que el bloque europeo y su modelo significaban progreso y bienestar. Fue así durante décadas.
Hoy gran parte de esos segmentos sociales han perdido ese convencimiento. Los síntomas de una rebelión de las masas, que diría Ortega y Gasset, están por doquier. La precarización del mercado laboral, los recortes de los servicios sociales y abundantes casos de corrupción han minado la fe en el sistema y en las familias políticas que lo construyeron. El diagnóstico está claro, y ahora asistimos en el continente a una inmensa batalla política para desactivar (los moderados) o cabalgar (los nacionalpopulistas) esa ira contra el sistema. Paradójicamente, la acción de ambos frentes tiene un denominador común: la protección social. Observemos algunos de los movimientos más recientes y significativos.
Tras una primera fase de presidencia muy liberal, Macron intenta un viraje social. Su respuesta a la protesta de los chalecos amarillos fue una subida ipso facto de 100 euros del salario mínimo (que era de 1.500 euros brutos). Esta semana ha lanzado un gran diálogo social con el que pretende escuchar a los ciudadanos para transformar la cólera en soluciones. La carta pública con la que ha presentado el debate arranca con una referencia a la solidaridad y la cohesión social. Termina señalando que las propuestas ciudadanas serán la base para “un nuevo contrato para la nación”. Dos siglos y medio después de su publicación, El Contrato Social de Rousseau parece estar en las cabeceras de muchos líderes.
En España, Pedro Sánchez empuja en una línea parecida. En diciembre su Gobierno aprobó la mayor subida del salario mínimo desde 1977, con un salto del 22% (de 735 a 900 euros). Esta semana ha presentado unos Presupuestos con profundas medidas sociales –entre ellas, un incremento del 59% de la dotación para el capítulo de gastos de dependencia-. En paralelo, Sánchez busca anclar el sostén de funcionarios y pensionistas con subidas de sus prestaciones. Estos dos grupos configuran, junto a las élites liberales y las clases urbanas cosmopolitas, los pilares que sostienen el sistema. El rechazo crece en cambio en las bolsas sociales que flotan abandonadas, con escasos medios y formación, en las junglas laborales o en las periferias.
En un gesto con menos sustancia pero con alto valor simbólico, el presidente de la Comisión Europea entonó el mea culpa en un pleno de la Eurocámara: “Hemos sido insuficientemente solidarios con Grecia; la hemos insultado”, dijo.
El bando nacionalpopulista, por su parte, entendió y trató de responder al anhelo de protección de los perdedores de la globalización mucho antes. El Movimiento Cinco Estrellas ganó en Italia unas elecciones con su promesa de un subsidio universal de ciudadanía, que le granjeó un voto plebiscitario en el sur del país. Ahora, en el poder, lucha semana tras semana para mantener una apuesta con un coste brutal para las desangradas arcas italianas. La coalición de Gobierno italiana también maniobra para suavizar las condiciones de acceso a la jubilación.
En Polonia, el ultraconservador PiS ganó las elecciones con la promesa de un generoso subsidio de familia que sedujo a la zona profunda del país.
En Hungría, llamativamente, Viktor Orbán enfrenta en estos días uno de los mayores retos de su mandato. Y es precisamente una reforma laboral de corte antisocial —conocida como la ley de esclavitud— la que suscita importantes protestas callejeras. Este mismo sábado hay convocadas manifestaciones.
Europa fue desde su génesis un proyecto impulsado por las élites. En sus primeras décadas, logró conectar paulatinamente con las clases populares. Posteriormente, el vínculo se rompió. Ya antes de la crisis de 2008 hubo múltiples síntomas. Los daneses votaron contra el Tratado de Maastricht en 1992; los irlandeses, contra Niza en 2001; franceses y holandeses, contra la Constitución Europea en 2005; en 2008, otra vez los irlandeses, contra Lisboa; en 2015, los griegos contra el nuevo rescate. En todos estos casos las élites políticoeconómicas maniobraron para obtener un resultado sustancialmente igual al rechazado por las urnas.
Ahora, parecen entender que es el momento de escuchar y proteger a los desfavorecidos.