Una estafa
Hace tiempo que el fútbol argentino dejó de ser disfrutable, nos han ido empujando hacia otros lugares
Diego Latorre
El País
El traslado de la final de la Libertadores a Madrid es un delirio. Se agotaron las palabras. Salimos del estado de estupor que teníamos. Lo vivimos como una estafa. Como algo que se nos fue escapando lentamente de las manos. Si uno piensa en este presente y mira el futuro a corto-medio plazo el panorama es preocupante. No hay rumbo. Seguimos pateando la pelota para adelante. Poniendo parches. Asistimos a la derrota de las instituciones que no tomaron medidas por falta de coraje. Porque están atados a un sistema perverso.
Hace tiempo que el fútbol argentino dejó de ser disfrutable. Nos han ido empujando hacia otros lugares. En esta atmósfera no tomamos dimensión de lo que ha sido y de lo que es nuestro. Fuimos perdiendo cosas que para nosotros tenían mucho valor. Primero, de adentro hacia afuera. Cada año se van los jugadores más destacados y el juego se va empobreciendo. River y Boca pueden ser la excepción pero no escapan al clima histérico que hay fuera de la cancha. Prevalecen los factores externos. Desde fuera llevamos años asistiendo a la irresponsabilidad y la indiferencia con que los responsables asisten a la destrucción sistemática del fútbol argentino prohibiendo a las hinchadas visitantes, o soportando a barras bravas que hacen negocios, no disimulados sino a la vista de todo el mundo.
Hay algo que me da un poco de esperanza. Más allá de los últimos episodios bochornosos, en las últimas semanas los hinchas genuinos de clubes como River empezaron a repudiar a los barras bravas. Con silbidos, con cánticos, señalando a ese sector tan bien definido, tan bien visible, que ocupan los llamados Borrachos del Tablón.
Están identificados. Todos saben quiénes son los cabecillas y cómo manejan las entradas. Todos saben que extorsionan a los dirigentes. Tienen tomadas las inmediaciones de los estadios. Funcionan como una gran organización delincuencial conocida incluso por fiscales y policías. Eso genera todavía más impotencia. No son anónimos. No funcionan únicamente en los partidos. Pertenecen a un entramado muy complejo vinculado también con lo social, con la política. Son fuerzas de choque. Hay un grave compromiso de conexión que no solo pertenece al ámbito del fútbol. A veces los dirigentes utilizan a los barras para incitar a los jugadores a ganar partidos. Amenazan a tu familia, van al colegio de tus hijos. Hasta les abren la puerta de los vestuarios. Son funcionales al poder de turno y es un bumerán. Son incontrolables. Son la expresión de una Argentina que en los últimos 40 años está en decadencia total.
Observas en los estadios que mucha gente común adopta ciertos comportamientos de barra brava. Las agresiones verbales son continuas. Ha cambiado el lenguaje. Se habla de quién tiene más huevos, quién se borra, quién es pecho frío. El fútbol argentino antes era más purista. Se hablaba más del juego. Ahora en los medios de comunicación se descalifica permanentemente. No se sabe perder y tampoco ganar. Estamos más preocupados con disfrutar del fracaso ajeno.
Se ha formado una conciencia del atropello donde a unos les permiten todo y a otros nada. Al hincha pacífico lo cachean para entrar a la cancha y le piden documentos y otros entran con todo tipo de artefactos, cuchillos y bengalas.
Los jugadores son los que verdaderamente tienen el poder para cambiar las cosas. Pero cada uno tira para su lado. Es otra de las consecuencias de esta larga crisis. Cada uno aprovecha para ver si los organismos toman decisiones a su favor. Somos un país ventajista. No hay una unión verdadera. Sobre todo en la exposición máxima de un Boca-River, en el que nadie quiere quedar como un inocente. Nadie quiere demostrar generosidad por temor a que se interprete como debilidad. ¿Por qué no se unen los jugadores para que este tipo de cosas no sucedan más? La gente está igualmente entregada: mucho más pendiente de la rivalidad que de proteger la salud del público. No piensan por encima del objetivo puntual de una final. No piensan en el destino del fútbol argentino.
Diego Latorre formó una dupla atacante mítica con Gabriel Batistuta en Boca entre 1987 y 1992.
Diego Latorre
El País
El traslado de la final de la Libertadores a Madrid es un delirio. Se agotaron las palabras. Salimos del estado de estupor que teníamos. Lo vivimos como una estafa. Como algo que se nos fue escapando lentamente de las manos. Si uno piensa en este presente y mira el futuro a corto-medio plazo el panorama es preocupante. No hay rumbo. Seguimos pateando la pelota para adelante. Poniendo parches. Asistimos a la derrota de las instituciones que no tomaron medidas por falta de coraje. Porque están atados a un sistema perverso.
Hace tiempo que el fútbol argentino dejó de ser disfrutable. Nos han ido empujando hacia otros lugares. En esta atmósfera no tomamos dimensión de lo que ha sido y de lo que es nuestro. Fuimos perdiendo cosas que para nosotros tenían mucho valor. Primero, de adentro hacia afuera. Cada año se van los jugadores más destacados y el juego se va empobreciendo. River y Boca pueden ser la excepción pero no escapan al clima histérico que hay fuera de la cancha. Prevalecen los factores externos. Desde fuera llevamos años asistiendo a la irresponsabilidad y la indiferencia con que los responsables asisten a la destrucción sistemática del fútbol argentino prohibiendo a las hinchadas visitantes, o soportando a barras bravas que hacen negocios, no disimulados sino a la vista de todo el mundo.
Hay algo que me da un poco de esperanza. Más allá de los últimos episodios bochornosos, en las últimas semanas los hinchas genuinos de clubes como River empezaron a repudiar a los barras bravas. Con silbidos, con cánticos, señalando a ese sector tan bien definido, tan bien visible, que ocupan los llamados Borrachos del Tablón.
Están identificados. Todos saben quiénes son los cabecillas y cómo manejan las entradas. Todos saben que extorsionan a los dirigentes. Tienen tomadas las inmediaciones de los estadios. Funcionan como una gran organización delincuencial conocida incluso por fiscales y policías. Eso genera todavía más impotencia. No son anónimos. No funcionan únicamente en los partidos. Pertenecen a un entramado muy complejo vinculado también con lo social, con la política. Son fuerzas de choque. Hay un grave compromiso de conexión que no solo pertenece al ámbito del fútbol. A veces los dirigentes utilizan a los barras para incitar a los jugadores a ganar partidos. Amenazan a tu familia, van al colegio de tus hijos. Hasta les abren la puerta de los vestuarios. Son funcionales al poder de turno y es un bumerán. Son incontrolables. Son la expresión de una Argentina que en los últimos 40 años está en decadencia total.
Observas en los estadios que mucha gente común adopta ciertos comportamientos de barra brava. Las agresiones verbales son continuas. Ha cambiado el lenguaje. Se habla de quién tiene más huevos, quién se borra, quién es pecho frío. El fútbol argentino antes era más purista. Se hablaba más del juego. Ahora en los medios de comunicación se descalifica permanentemente. No se sabe perder y tampoco ganar. Estamos más preocupados con disfrutar del fracaso ajeno.
Se ha formado una conciencia del atropello donde a unos les permiten todo y a otros nada. Al hincha pacífico lo cachean para entrar a la cancha y le piden documentos y otros entran con todo tipo de artefactos, cuchillos y bengalas.
Los jugadores son los que verdaderamente tienen el poder para cambiar las cosas. Pero cada uno tira para su lado. Es otra de las consecuencias de esta larga crisis. Cada uno aprovecha para ver si los organismos toman decisiones a su favor. Somos un país ventajista. No hay una unión verdadera. Sobre todo en la exposición máxima de un Boca-River, en el que nadie quiere quedar como un inocente. Nadie quiere demostrar generosidad por temor a que se interprete como debilidad. ¿Por qué no se unen los jugadores para que este tipo de cosas no sucedan más? La gente está igualmente entregada: mucho más pendiente de la rivalidad que de proteger la salud del público. No piensan por encima del objetivo puntual de una final. No piensan en el destino del fútbol argentino.
Diego Latorre formó una dupla atacante mítica con Gabriel Batistuta en Boca entre 1987 y 1992.