River-Boca: Que gane el fútbol

Argentina, con un Superclásico histórico, tiene la ocasión de salir de las cloacas y reivindicar el testamento de Di Stéfano y tantos otros genios


José Sámano
Madrid, El País
Es hora de que Argentina apele a su infinito e incunable testamento futbolístico. Es hora de reivindicar a Di Stéfano, Maradona y Messi, víctimas de un país amnésico. De un país secuestrado por el matonismo de barras aún más infames que bravas que no disimulan su campechanía con dirigentes y políticos de guardia. Es hora de evocar al Gráfico, a la aguda pluma de Roberto Fontanarrosa, a la versallesca escritura de Jorge Valdano, a los penales eternos de Osvaldo Soriano, a la trovadora voz de Víctor Hugo Morales... En definitiva, es hora de que Argentina ponga entre paréntesis tanta lacra que la subyuga y se meta una sobredosis de autoestima futbolística. Tiene argumentos de sobra para un do de pecho. No solo ha sido un vivero extraordinario de futbolistas, sino que nadie le puso mejor letra y voz a este maravilloso juego que tanto debe a Argentina. Por más que se le hayan visto las vergüenzas en estos tiempos de cloacas, la exportación del Superclásico debiera suponer el banderazo a una purga contundente.


Madrid, con su catedralicio Santiago Bernabéu —donde River ya desfiló en cinco ocasiones y Boca en una—, supone una oportunidad única para que los dos equipos, aupados por su buena gente (que abunda y abunda), contribuyan a exorcizar tantos demonios. Cierto que ninguno pasa por un momento recreativo. Como síntoma, Pablo Pérez, xeneize, y Ponzio, millonario, dos esforzados medios matracas de toda la vida, son los que más pases dan. Chicos prometedores como Pavón (Boca) y Ezequiel Palacios (River) aún están en la sala de embarque. Pocos ilustrados, pero a ambos conjuntos no les falta linaje tras 110 años de superclásica rivalidad, más de un siglo de retos con sobrecarga eléctrica que han convertido los órdagos mutuos en un derbi sin parangón. Seis Copas Libertadores alumbran a Boca y tres a River. Pero ninguna será como la que está en juego, porque nunca hubo un duelo esgrimista en una final cumbre como esta. Tan argentinamente hiperbólica que la tiritona de unos y otros ante una posible derrota ha resultado sísmica en todo el planeta. La opción de perder ha prevalecido sobre la opción de ganar. Hasta el punto de que ha habido más partido en los despachos que en la hierba. Ya no hay vuelta atrás. Sin una Bombonera en la que tiemblan las áreas y sin la onda expansiva del Monumental, a River y Boca, Boca y River, el coliseo de La Castellana madrileña les resultará un recinto operístico. Tan extraña la pradera como las gradas, donde confluirán por primera vez en años y años las dos legiones de hinchas. Ni su griterío tendrá un eco reconocible, con militantes de aquí y de allá, vecinos españoles, llegados de Argentina y de todos los rincones de Europa.

Nunca un Superclásico fue tan universal, por más que Buenos Aires llore la amputación del partido de todos los partidos. Hoy, el escaparate será orbital. Debiera ser suficiente para que el mundo brinde por la grandiosa Argentina futbolera. Aquella Argentina inolvidable que nos hizo saber que la pelota no se mancha. Aquella Argentina agradecida con la vieja a través de Di Stéfano, cuyo mimo a la pelota secundaron como nadie Maradona y Messi. Y nadie tuvo el impagable privilegio de España, felizmente regada desde la otra orilla del charco por lo mejor del fútbol argentino. Solo faltaba un River y Boca a la vista ibérica. Un hecho histórico que festejar de por vida siempre que todos recuerden que es fútbol, solo fútbol. Y no olviden que la canonización del vencedor no será la misma si no sabe ganar, igual que la condena del perdedor se rebajará si sabe perder.

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