Por qué Estados Unidos no logra salir de las guerras
Washington lleva años empantanado en conflictos armados como los de Afganistán y Siria. Frente a la cautela de Obama, Trump desafía el consenso e inicia la retirada en Oriente Próximo
Amanda Mars
Washington, El País
El 4 de octubre de 2017 cuatro boinas verdes cayeron en una emboscada en Níger, cerca de la frontera con Malí, cuando salían de una aldea llamada Tongo Tongo en la que habían parado a descansar tras una operación contra terroristas del Estado Islámico (ISIS, en inglés). Las muertes de La David Johnson, de Florida (25 años); Dustin Wright, de Georgia (29 años); Bryan Black (Estado de Washington, 35), y Jeremiah Johnson (Ohio, 39), fueron muy polémicas en Estados Unidos, lo que puede sorprender en un país tan acostumbrado a enviar a sus jóvenes a luchar —y morir— fuera. Los errores cometidos por las fuerzas especiales detectados en una investigación posterior del Pentágono, como la falta de preparación y entrenamiento del equipo, fueron uno de los motivos del debate. Otro, de mucho más calado político, fue que nadie, ni el Congreso ni la opinión pública, sabía demasiado bien qué hacían allí esos hombres. “No tenía ni idea de que había 1.000 soldados en Níger”, dijo el senador republicano Lindsey Graham, uno de los halcones de Washington.
El ataque y la posterior respuesta estadounidense, dos meses después, indicaron que las operaciones contra el terror en lugares como Níger o Somalia estaban creciendo sin mucha difusión pública y alentaron el debate de hasta qué punto se debía librar esa batalla también. Cuando el presidente Donald Trump reivindicó esta semana, al anunciar su polémica retirada de tropas de Siria, que Estados Unidos “no debía ser el policía de Oriente Próximo”, reflejó un sentir no muy lejano del de su predecesor, el demócrata Barack Obama, que en 2009 llegó al poder también con la intención de abandonar varios conflictos, pero fracasó.
Las guerras se han convertido para los estadounidenses en telas de araña: no logran ganarlas del todo, no quieren perderlas, y no consiguen acabarlas. Washington lleva 17 años atrapado en Afganistán y solo dos menos en Irak. También se encuentra en combate en Siria, en Libia y en Yemen. El último informe no clasificado sobre el uso de la fuerza militar, entregado la pasada primavera al Congreso, recogía también acciones de combate en Níger y Somalia.
Entre personal en activo y reservistas, hay 227.000 soldados estadounidenses destacados de forma permanente en el extranjero, según los datos del Pentágono, pero la cifra no incluye las operaciones especiales, los alrededor de 14.000 efectivos en Afganistán o esos hombres fallecidos en la frontera de Malí, cuya distribución es información clasificada.
Los conflictos después de 1945
“Es mucho más fácil entrar en una guerra que salir de ella. Estados Unidos pasó cinco años negociando la paz en Vietnam. En Corea, dos. Pero en Afganistán llevamos 17. Es extremadamente difícil marcharse porque EE UU no quiere perder, no quiere admitir el fracaso y se queda atrapado indefinidamente”, explica el profesor de Ciencias Políticas Dominic Tierney, autor de varios libros sobre las contiendas estadounidenses, como The Right Way to Lose a War: America in an Age of Unwinnable Conflicts (el modo adecuado de perder una guerra: Estados Unidos en la era de los conflictos que no se pueden ganar), publicado en 2015. Desde 1945, explica, los estadounidenses “no han ganado ninguna gran guerra más allá de la del Golfo de 1991, debido a que la naturaleza de los conflictos ha cambiado”. Muchos de ellos son civiles y ya no tienen enfrente a Ejércitos regulares de países, sino a grupos terroristas.
Esta fue una de las grandes frustraciones de la era Obama. El presidente demócrata se fue de la Casa Blanca defendiendo su decisión de intervenir en Libia y derrocar a Muamar el Gadafi en 2011, pero admitió que no haber sabido preparar lo que vendría después había resultado “el peor error” de su presidencia, ya que dejó tras de sí un Estado fallido y asolado por el terrorismo yihadista. También fijó en 2011 la fecha de regreso de todas las tropas de Irak y Afganistán: “América, es hora de construir país aquí en casa”, dijo, con el conocido desenlace posterior.
En ambos casos, la inestabilidad de los países y la amenaza terrorista amarran la presencia de EE UU. Obama y Trump heredaron esas dos guerras, en las que han perdido la vida cerca de 7.000 estadounidenses, de la Administración de George W. Bush. Y, pese a todas las diferencias de modales, doctrina y forma de ver Estados Unidos, coinciden en el deseo de no volver a la intervención en primera línea. La forma de perseguir el objetivo, sin embargo, no puede resultar más dispar. El demócrata admitió que el aislacionismo no era una opción, pero abogó por ceder más peso a los países aliados — “liderar desde atrás”, dijo en una ocasión—, mientras que el actual presidente no ha contado con ellos en muchas decisiones, por ejemplo, en la recién decidida retirada de Siria.
El repliegue de los 2.000 soldados destinados allí preocupa a los socios de Washington en dicha contienda (Reino Unido, Francia, las milicias kurdas) y ha caído como una bomba en el Pentágono, provocando la dimisión del secretario de Defensa, Jim Mattis, que dejará el cargo a finales de febrero. Ayer se conoció la renuncia del enviado especial de EE UU para la coalición contra el Estado Islámico, Brett McGurk, en protesta por la decisión de Trump.
Liderazgos del pasado
El adiós estadounidense se produce cuando todavía quedan unos 15.000 yihadistas en el valle del Éufrates, deja en peligro a las milicias kurdas (aliadas de Washington en esta contienda y a las que Turquía amenaza), cede poder al régimen de Bachar el Asad y refuerza el papel de Rusia en Oriente Próximo.
“Nuestra estrategia antiterrorista consiste en el uso de acciones indirectas, a través de socios locales, y es crucial que esos socios crean que EE UU no les va a abandonar. Los kurdos van a sentirse abandonados y traicionados y eso va a tener consecuencias en lo que los kurdos sientan respecto a Irak”, apunta William Wechsler, asesor para programas de Oriente Próximo del Atlantic Council, un think tank de Washington.
Con medio millón de muertos, el de Siria es, a su juicio, el conflicto más complicado para EE UU. El país lleva siete años sumido en una guerra civil que enfrenta a El Asad, apoyado por Rusia e Irán, con diferentes grupos rebeldes. Washington rechaza a El Asad pero su objetivo no es derrocarle. Ha apoyado a los rebeldes moderados y mantiene una alianza con las milicias kurdas (a su vez rechazadas por Turquía) con el objetivo de eliminar al Estado Islámico.
La época en la que los presidentes americanos actuaban como líderes mundiales de forma instintiva ha pasado a mejor vida. Los halcones se impusieron al giro aislacionista de Trump en el primer año de su mandato, en el que no solo tuvo que recapitular y anunciar un refuerzo militar en Afganistán, sino que además bombardeó directamente al régimen sirio en respuesta a un ataque químico contra la población civil atribuido a Asad (abril de 2017). Un año después volvió a hacerlo en coalición con Francia y Reino Unido por la misma razón.
Hoy el neoyorquino ha dejado de escuchar a sus generales y quiere llevar también al polvorín de Oriente Próximo el lema de América primero que define su política y que ya ha empezado a aplicar en el comercio. La gran diferencia estriba en que el vocabulario bélico no es en este caso una metáfora, que la guerra y las muertes son reales, como las de esos cuatro boinas verdes de Níger.
Amanda Mars
Washington, El País
El 4 de octubre de 2017 cuatro boinas verdes cayeron en una emboscada en Níger, cerca de la frontera con Malí, cuando salían de una aldea llamada Tongo Tongo en la que habían parado a descansar tras una operación contra terroristas del Estado Islámico (ISIS, en inglés). Las muertes de La David Johnson, de Florida (25 años); Dustin Wright, de Georgia (29 años); Bryan Black (Estado de Washington, 35), y Jeremiah Johnson (Ohio, 39), fueron muy polémicas en Estados Unidos, lo que puede sorprender en un país tan acostumbrado a enviar a sus jóvenes a luchar —y morir— fuera. Los errores cometidos por las fuerzas especiales detectados en una investigación posterior del Pentágono, como la falta de preparación y entrenamiento del equipo, fueron uno de los motivos del debate. Otro, de mucho más calado político, fue que nadie, ni el Congreso ni la opinión pública, sabía demasiado bien qué hacían allí esos hombres. “No tenía ni idea de que había 1.000 soldados en Níger”, dijo el senador republicano Lindsey Graham, uno de los halcones de Washington.
El ataque y la posterior respuesta estadounidense, dos meses después, indicaron que las operaciones contra el terror en lugares como Níger o Somalia estaban creciendo sin mucha difusión pública y alentaron el debate de hasta qué punto se debía librar esa batalla también. Cuando el presidente Donald Trump reivindicó esta semana, al anunciar su polémica retirada de tropas de Siria, que Estados Unidos “no debía ser el policía de Oriente Próximo”, reflejó un sentir no muy lejano del de su predecesor, el demócrata Barack Obama, que en 2009 llegó al poder también con la intención de abandonar varios conflictos, pero fracasó.
Las guerras se han convertido para los estadounidenses en telas de araña: no logran ganarlas del todo, no quieren perderlas, y no consiguen acabarlas. Washington lleva 17 años atrapado en Afganistán y solo dos menos en Irak. También se encuentra en combate en Siria, en Libia y en Yemen. El último informe no clasificado sobre el uso de la fuerza militar, entregado la pasada primavera al Congreso, recogía también acciones de combate en Níger y Somalia.
Entre personal en activo y reservistas, hay 227.000 soldados estadounidenses destacados de forma permanente en el extranjero, según los datos del Pentágono, pero la cifra no incluye las operaciones especiales, los alrededor de 14.000 efectivos en Afganistán o esos hombres fallecidos en la frontera de Malí, cuya distribución es información clasificada.
Los conflictos después de 1945
“Es mucho más fácil entrar en una guerra que salir de ella. Estados Unidos pasó cinco años negociando la paz en Vietnam. En Corea, dos. Pero en Afganistán llevamos 17. Es extremadamente difícil marcharse porque EE UU no quiere perder, no quiere admitir el fracaso y se queda atrapado indefinidamente”, explica el profesor de Ciencias Políticas Dominic Tierney, autor de varios libros sobre las contiendas estadounidenses, como The Right Way to Lose a War: America in an Age of Unwinnable Conflicts (el modo adecuado de perder una guerra: Estados Unidos en la era de los conflictos que no se pueden ganar), publicado en 2015. Desde 1945, explica, los estadounidenses “no han ganado ninguna gran guerra más allá de la del Golfo de 1991, debido a que la naturaleza de los conflictos ha cambiado”. Muchos de ellos son civiles y ya no tienen enfrente a Ejércitos regulares de países, sino a grupos terroristas.
Esta fue una de las grandes frustraciones de la era Obama. El presidente demócrata se fue de la Casa Blanca defendiendo su decisión de intervenir en Libia y derrocar a Muamar el Gadafi en 2011, pero admitió que no haber sabido preparar lo que vendría después había resultado “el peor error” de su presidencia, ya que dejó tras de sí un Estado fallido y asolado por el terrorismo yihadista. También fijó en 2011 la fecha de regreso de todas las tropas de Irak y Afganistán: “América, es hora de construir país aquí en casa”, dijo, con el conocido desenlace posterior.
En ambos casos, la inestabilidad de los países y la amenaza terrorista amarran la presencia de EE UU. Obama y Trump heredaron esas dos guerras, en las que han perdido la vida cerca de 7.000 estadounidenses, de la Administración de George W. Bush. Y, pese a todas las diferencias de modales, doctrina y forma de ver Estados Unidos, coinciden en el deseo de no volver a la intervención en primera línea. La forma de perseguir el objetivo, sin embargo, no puede resultar más dispar. El demócrata admitió que el aislacionismo no era una opción, pero abogó por ceder más peso a los países aliados — “liderar desde atrás”, dijo en una ocasión—, mientras que el actual presidente no ha contado con ellos en muchas decisiones, por ejemplo, en la recién decidida retirada de Siria.
El repliegue de los 2.000 soldados destinados allí preocupa a los socios de Washington en dicha contienda (Reino Unido, Francia, las milicias kurdas) y ha caído como una bomba en el Pentágono, provocando la dimisión del secretario de Defensa, Jim Mattis, que dejará el cargo a finales de febrero. Ayer se conoció la renuncia del enviado especial de EE UU para la coalición contra el Estado Islámico, Brett McGurk, en protesta por la decisión de Trump.
Liderazgos del pasado
El adiós estadounidense se produce cuando todavía quedan unos 15.000 yihadistas en el valle del Éufrates, deja en peligro a las milicias kurdas (aliadas de Washington en esta contienda y a las que Turquía amenaza), cede poder al régimen de Bachar el Asad y refuerza el papel de Rusia en Oriente Próximo.
“Nuestra estrategia antiterrorista consiste en el uso de acciones indirectas, a través de socios locales, y es crucial que esos socios crean que EE UU no les va a abandonar. Los kurdos van a sentirse abandonados y traicionados y eso va a tener consecuencias en lo que los kurdos sientan respecto a Irak”, apunta William Wechsler, asesor para programas de Oriente Próximo del Atlantic Council, un think tank de Washington.
Con medio millón de muertos, el de Siria es, a su juicio, el conflicto más complicado para EE UU. El país lleva siete años sumido en una guerra civil que enfrenta a El Asad, apoyado por Rusia e Irán, con diferentes grupos rebeldes. Washington rechaza a El Asad pero su objetivo no es derrocarle. Ha apoyado a los rebeldes moderados y mantiene una alianza con las milicias kurdas (a su vez rechazadas por Turquía) con el objetivo de eliminar al Estado Islámico.
La época en la que los presidentes americanos actuaban como líderes mundiales de forma instintiva ha pasado a mejor vida. Los halcones se impusieron al giro aislacionista de Trump en el primer año de su mandato, en el que no solo tuvo que recapitular y anunciar un refuerzo militar en Afganistán, sino que además bombardeó directamente al régimen sirio en respuesta a un ataque químico contra la población civil atribuido a Asad (abril de 2017). Un año después volvió a hacerlo en coalición con Francia y Reino Unido por la misma razón.
Hoy el neoyorquino ha dejado de escuchar a sus generales y quiere llevar también al polvorín de Oriente Próximo el lema de América primero que define su política y que ya ha empezado a aplicar en el comercio. La gran diferencia estriba en que el vocabulario bélico no es en este caso una metáfora, que la guerra y las muertes son reales, como las de esos cuatro boinas verdes de Níger.