América abraza el nacionalismo
Los movimientos políticos del continente pivotarán sobre Trump, López Obrador y Bolsonaro. La cercanía ideológica de Brasil y EE UU choca con el recelo de México y, a la vez, la necesidad de entenderse
Javier Lafuente
México, El País
México, Brasil y Estados Unidos. Los tres gigantes americanos —donde habitan 660 millones de personas de los 1.000 millones que viven en el continente— estarán gobernados desde el martes, al mismo tiempo, por tres líderes que abrazan el nacionalismo. Un triunvirato inusual, un equilibrio, con Washington como principal faro, en el que Jair Bolsonaro aspira a ser su socio predilecto y con el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador receloso de esa cercanía, temeroso de quedar emparedado y con la necesidad de entenderse, al menos, con su vecino del norte. Mientras, un factor permea el ambiente. La cada vez mayor presencia de China en la región podría terminar por distorsionar y ser el invitado externo del juego a tres del nacionalismo americano.
El tablero político de América Latina ha reordenado sus piezas más determinantes este año. En líneas generales, el péndulo se ha ido inclinando cada vez más a la derecha. México, que no es poco, ha sido, en cierta manera, la excepción. El triunfo arrollador de López Obrador en julio aupó al poder primera vez a un líder que proviene de la izquierda. Mientras, Brasil y Colombia se han escorado aún más a la derecha y en el epicentro de la mayor crisis, Venezuela, se celebraron un simulacro de comicios que no hicieron más que perpetuar la deriva autoritaria de Nicolás Maduro; una senda que a base de represión ha intensificado por su parte Daniel Ortega en Nicaragua, con un conflicto que ha dejado casi 300 muertos, miles de exiliados y centenares de perseguidos, con una persecución a la prensa independiente incansable.
La geopolítica del continente pivotará en torno a Trump, López Obrador y Bolsonaro, tres líderes para los que la política exterior no se entiende sin un refuerzo previo de la interna. Sobre el papel, López Obrador y Donald Trump han dado visos de querer tener una buena relación. Si el inquilino de la Casa Blanca ha asegurado que hará grandes cosas con su nuevo vecino, el presidente mexicano, que llegó al poder el 1 de diciembre, ha insistido en que no tiene intención de confrontarse con vecino del norte. Su forma de hacer política, las maneras, los gestos que tanto importan en estos tiempos, no es que difieran mucho, como se ha esforzado en demostrar en apenas un mes López Obrador. Ambos no tienen precisamente una buena sintonía con los medios de comunicación tradicionales, pero están permanentemente presentes en ellos, tratando de marcar la agenda. Ninguno titubea tampoco en asumir errores, culpar a sus equipos y dar marcha a decisiones controvertidas.
La gestión de la crisis migratoria, no obstante, amenaza con torpedear el futuro de esta incierta pareja. Trump tensa cada día la cuerda en su país para lograr financiación para su gran promesa electoral: el muro fronterizo que pretende terminar de construir. El Gobierno mexicano, convencido de que los ataques van a ir in crescendo en los próximos meses, según vaya acercándose la campaña de la reelección de Trump, combina el pragmatismo con la tibieza. Necesita del apoyo económico de Estados Unidos para desarrollar sus ambiciosos programas de desarrollo en el sur del país y que contribuya al plan para paliar la crisis migratoria. Para ello, se cuida de alzar la voz ante los ataques de un líder que, ideológicamente, se esperaría en las antípodas.
En la Cancillería mexicana incomoda el papel que vaya a desempeñar a partir de esta semana el Gobierno de Brasil, cuando Bolsonaro tome posesión el martes. En el reordenamiento ideológico de la región si alguien tiene motivos para alzar los brazos es el nuevo dirigente brasileño. El triunfo del ultraderechista alineó ideológicamente al país más grande de América Latina con la gran potencia mundial, en la otra punta del continente. Si no fuese por Canadá, engendraría sobre el mapa una suerte de sándwich del populismo derechista que, por otra parte, avanza sin freno por todo el mundo.
Bolsonaro llega decidido a romper con todo lo establecido en Brasil, especialmente si se trata del legado del expresidente Lula da Silva. El hoy encarcelado líder izquierdista promovió durante sus Gobiernos alianzas en comercio exterior e industria con los países del sur del continente, bajo el paraguas de la bonanza petrolera de la Venezuela de Hugo Chávez, y alejó a Brasil de Estados Unidos. Sin embargo, Bolsonaro pretende convertirse en el principal aliado de Trump en el sur del continente, tanto en lo económico como en lo ideológico. El nuevo presidente brasileño quiere erigirse como el interlocutor de la Casa Blanca para los conflictos sudamericanos, o lo que es lo mismo, mostrarse activo en lograr la salida de Maduro del poder en Venezuela. Las primeras señales de la buena sintonía la dieron las reuniones que recientemente mantuvo el todavía presidente electo con John Bolton, consejero de Seguridad Nacional de la Casa Blanca.
Bolsonaro, en línea con Trump, pretende disminuir la influencia económica de China, principal socio comercial, en Brasil, pese a que las amenazas de una posible represalia de Pekín sobrevuelan el gigante sudamericano. El archienemigo comercial de Estados Unidos está llamado a jugar un papel importante en la geopolítica latinoamericana. En los últimos años, el gigante asiático ha logrado formar un bloque de países que han abandonado sus relaciones tradicionales con Taiwán y han abierto de par en par las puertas de la región a China, especialmente en Centroamérica, de escaso valor económico, pero sí estratégico. Costa Rica, República Dominicana, Panamá y El Salvador forman el nuevo grupo aliado de Pekín en el Sistema de Integración de Centroamérica (SICA). Los tres últimos formalizaron relaciones con el gigante asiático en el último año. En el caso de Costa Rica firmó en octubre un relanzamiento de los lazos que materializó en 2007 con la segunda economía más grande del mundo.
La cada vez mayor presencia china en el centro del continente no supondría nada si México decide abrir las puertas de par en par al gigante asiático, uno de las jugadas —muy arriesgadas—, que la Cancillería baraja en caso de que Trump dé la espalda a la promesa de invertir en el país vecino. Una nueva alianza que golpearía también a Brasil.
Javier Lafuente
México, El País
México, Brasil y Estados Unidos. Los tres gigantes americanos —donde habitan 660 millones de personas de los 1.000 millones que viven en el continente— estarán gobernados desde el martes, al mismo tiempo, por tres líderes que abrazan el nacionalismo. Un triunvirato inusual, un equilibrio, con Washington como principal faro, en el que Jair Bolsonaro aspira a ser su socio predilecto y con el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador receloso de esa cercanía, temeroso de quedar emparedado y con la necesidad de entenderse, al menos, con su vecino del norte. Mientras, un factor permea el ambiente. La cada vez mayor presencia de China en la región podría terminar por distorsionar y ser el invitado externo del juego a tres del nacionalismo americano.
El tablero político de América Latina ha reordenado sus piezas más determinantes este año. En líneas generales, el péndulo se ha ido inclinando cada vez más a la derecha. México, que no es poco, ha sido, en cierta manera, la excepción. El triunfo arrollador de López Obrador en julio aupó al poder primera vez a un líder que proviene de la izquierda. Mientras, Brasil y Colombia se han escorado aún más a la derecha y en el epicentro de la mayor crisis, Venezuela, se celebraron un simulacro de comicios que no hicieron más que perpetuar la deriva autoritaria de Nicolás Maduro; una senda que a base de represión ha intensificado por su parte Daniel Ortega en Nicaragua, con un conflicto que ha dejado casi 300 muertos, miles de exiliados y centenares de perseguidos, con una persecución a la prensa independiente incansable.
La geopolítica del continente pivotará en torno a Trump, López Obrador y Bolsonaro, tres líderes para los que la política exterior no se entiende sin un refuerzo previo de la interna. Sobre el papel, López Obrador y Donald Trump han dado visos de querer tener una buena relación. Si el inquilino de la Casa Blanca ha asegurado que hará grandes cosas con su nuevo vecino, el presidente mexicano, que llegó al poder el 1 de diciembre, ha insistido en que no tiene intención de confrontarse con vecino del norte. Su forma de hacer política, las maneras, los gestos que tanto importan en estos tiempos, no es que difieran mucho, como se ha esforzado en demostrar en apenas un mes López Obrador. Ambos no tienen precisamente una buena sintonía con los medios de comunicación tradicionales, pero están permanentemente presentes en ellos, tratando de marcar la agenda. Ninguno titubea tampoco en asumir errores, culpar a sus equipos y dar marcha a decisiones controvertidas.
La gestión de la crisis migratoria, no obstante, amenaza con torpedear el futuro de esta incierta pareja. Trump tensa cada día la cuerda en su país para lograr financiación para su gran promesa electoral: el muro fronterizo que pretende terminar de construir. El Gobierno mexicano, convencido de que los ataques van a ir in crescendo en los próximos meses, según vaya acercándose la campaña de la reelección de Trump, combina el pragmatismo con la tibieza. Necesita del apoyo económico de Estados Unidos para desarrollar sus ambiciosos programas de desarrollo en el sur del país y que contribuya al plan para paliar la crisis migratoria. Para ello, se cuida de alzar la voz ante los ataques de un líder que, ideológicamente, se esperaría en las antípodas.
En la Cancillería mexicana incomoda el papel que vaya a desempeñar a partir de esta semana el Gobierno de Brasil, cuando Bolsonaro tome posesión el martes. En el reordenamiento ideológico de la región si alguien tiene motivos para alzar los brazos es el nuevo dirigente brasileño. El triunfo del ultraderechista alineó ideológicamente al país más grande de América Latina con la gran potencia mundial, en la otra punta del continente. Si no fuese por Canadá, engendraría sobre el mapa una suerte de sándwich del populismo derechista que, por otra parte, avanza sin freno por todo el mundo.
Bolsonaro llega decidido a romper con todo lo establecido en Brasil, especialmente si se trata del legado del expresidente Lula da Silva. El hoy encarcelado líder izquierdista promovió durante sus Gobiernos alianzas en comercio exterior e industria con los países del sur del continente, bajo el paraguas de la bonanza petrolera de la Venezuela de Hugo Chávez, y alejó a Brasil de Estados Unidos. Sin embargo, Bolsonaro pretende convertirse en el principal aliado de Trump en el sur del continente, tanto en lo económico como en lo ideológico. El nuevo presidente brasileño quiere erigirse como el interlocutor de la Casa Blanca para los conflictos sudamericanos, o lo que es lo mismo, mostrarse activo en lograr la salida de Maduro del poder en Venezuela. Las primeras señales de la buena sintonía la dieron las reuniones que recientemente mantuvo el todavía presidente electo con John Bolton, consejero de Seguridad Nacional de la Casa Blanca.
Bolsonaro, en línea con Trump, pretende disminuir la influencia económica de China, principal socio comercial, en Brasil, pese a que las amenazas de una posible represalia de Pekín sobrevuelan el gigante sudamericano. El archienemigo comercial de Estados Unidos está llamado a jugar un papel importante en la geopolítica latinoamericana. En los últimos años, el gigante asiático ha logrado formar un bloque de países que han abandonado sus relaciones tradicionales con Taiwán y han abierto de par en par las puertas de la región a China, especialmente en Centroamérica, de escaso valor económico, pero sí estratégico. Costa Rica, República Dominicana, Panamá y El Salvador forman el nuevo grupo aliado de Pekín en el Sistema de Integración de Centroamérica (SICA). Los tres últimos formalizaron relaciones con el gigante asiático en el último año. En el caso de Costa Rica firmó en octubre un relanzamiento de los lazos que materializó en 2007 con la segunda economía más grande del mundo.
La cada vez mayor presencia china en el centro del continente no supondría nada si México decide abrir las puertas de par en par al gigante asiático, uno de las jugadas —muy arriesgadas—, que la Cancillería baraja en caso de que Trump dé la espalda a la promesa de invertir en el país vecino. Una nueva alianza que golpearía también a Brasil.