Más sufrimiento que fiesta
A La Bombonera la gente ha venido a pelear, porque en la Curva de la 12, donde está la barra, se pelea contra un enemigo invisible, y en el resto del estadio se grita y se sufre
Enric González
Buenos Aires, El País
¿Quién inventaría eso de “la gran fiesta del fútbol”? Esto es una final histórica, una ceremonia catártica, un momento de ebullición o lo que se quiera, pero en nada parece una fiesta. Por más que se cante. Aquí la gente ha venido a sufrir y a pelear, porque en la Curva de la 12, donde está la barra, se pelea contra un enemigo invisible, y en el resto del estadio se grita y se sufre. El empate final deja las cosas complicadas para Boca Juniors. “No, qué va, está ganado, allá ganamos seguro”, dice un hincha a la salida, medio rabioso, mientras su mirada dice “sí, sí, está perdido”. Ya veremos.
La afición de Boca (recordemos que no hay público visitante en la Bombonera) sufrió este primer partido de la gran final. El sábado, en el primer intento, vinieron, se mojaron, esperaron y a la salida, tras el aplazamiento por diluvio, tuvieron que caminar con agua hasta los tobillos. El barrio portuario de Buenos Aires estaba inundado. Había quien hacía sus cábalas: “Es una señal del cielo, mañana goleamos”. La jornada ya tuvo su tragedia: cuatro jóvenes aficionados se mataron en un accidente de automóvil mientras viajaban desde Rawson hacia el estadio.
El domingo era otro día y, esta vez sí, se jugaba. Para evitar la inexplicable espera del sábado, cuando se tardó en decidir algo que resultaba obvio para cualquiera, a las 11 de la mañana se anunció que habría partido. A mediodía, cinco horas antes de rodara el balón, el barrio era ya un hervidero. En esta ocasión, la inundación era de cerveza. La Boca, “el único barrio en la Superliga”, como dicen las pancartas, tratando de mantener la identidad natal de una institución con aficionados en toda Argentina y en todo el mundo, es una zona popular, desordenada, en la que abundan los colores azul y amarillo y, en un día como hoy, los lateros. Y la policía, por supuesto. Y los cánticos típicos de la barra: “Os vamos a matar” y cosas de ese tipo.
Los minutos previos a que arranque un partido siempre son especiales. Más en la gran final. De la curva de la barra brotan densas humaredas azules y amarillas y decenas de jóvenes trepan a las vallas metálicas. El ruido resulta ensordecedor. Todo el estadio tiembla, y el temblor, que se repite en diversas ocasiones a lo largo de los 90 minutos, provoca la sensación de estar navegando sobre un buque gigantesco. Los estómagos más sensibles podrían llegar a marearse.
El personal del chiringuito “kosher” (bocadillos aptos para judíos) cierra la parada y se encarama sobre los pupitres de la prensa, por megafonía se ruega un poco de calma a la curva de la puerta 12 (una petición más bien simbólica y sin efecto), las gargantas no callan y el público, entero, agita los brazos sin cesar. El estadio parece erizado de rizomas. Y llega el gol de Boca. Temblor máximo, ruido máximo. Instantes después, el empate de River. Sucede algo muy curioso: si uno no estuviera mirando el juego, no se enteraría de que ha ocurrido algo. Al enemigo no se le concede ni un segundo de silencio, ni un “ay” de sorpresa o dolor: se actúa como si lo que acaba de ocurrir no hubiera ocurrido.
Con el nuevo gol de Boca, estallido de entusiasmo y descanso. Los urinarios se llenan. “A ese Montiel… a ese Montiel…”, gruñe en un mingitorio un hombre calvo y fornido, aparentemente irritado con Gonzalo Montiel, lateral de River. “A ese Montiel empujalo, matalo, hacele algo”, sigue el hombre irritado, mientras agita todo su cuerpo, incluyendo la parte del cuerpo más implicada en la micción. “¡Es una final! ¡A Montiel matalo!”, grita, y su descontrolado chorro de, digamos, furia, amenaza con salpicar a los vecinos. Finalmente no hay víctimas.
Así están las cosas al inicio del segundo tiempo. “Dale, dale, dale campeooón”, grita la grada. River marca de nuevo el empate y, de nuevo, como si no hubiera pasado nada. La Bombonera no se rinde, Tévez intenta animar a sus compañeros sobre el césped. Sin embargo, algo ha pasado. “¡River, cagón!”, berrea un chaval, con una vieja camiseta de Boca y al borde de las lágrimas, a la salida del estadio. Muchos otros salen silenciosos.
Enric González
Buenos Aires, El País
¿Quién inventaría eso de “la gran fiesta del fútbol”? Esto es una final histórica, una ceremonia catártica, un momento de ebullición o lo que se quiera, pero en nada parece una fiesta. Por más que se cante. Aquí la gente ha venido a sufrir y a pelear, porque en la Curva de la 12, donde está la barra, se pelea contra un enemigo invisible, y en el resto del estadio se grita y se sufre. El empate final deja las cosas complicadas para Boca Juniors. “No, qué va, está ganado, allá ganamos seguro”, dice un hincha a la salida, medio rabioso, mientras su mirada dice “sí, sí, está perdido”. Ya veremos.
La afición de Boca (recordemos que no hay público visitante en la Bombonera) sufrió este primer partido de la gran final. El sábado, en el primer intento, vinieron, se mojaron, esperaron y a la salida, tras el aplazamiento por diluvio, tuvieron que caminar con agua hasta los tobillos. El barrio portuario de Buenos Aires estaba inundado. Había quien hacía sus cábalas: “Es una señal del cielo, mañana goleamos”. La jornada ya tuvo su tragedia: cuatro jóvenes aficionados se mataron en un accidente de automóvil mientras viajaban desde Rawson hacia el estadio.
El domingo era otro día y, esta vez sí, se jugaba. Para evitar la inexplicable espera del sábado, cuando se tardó en decidir algo que resultaba obvio para cualquiera, a las 11 de la mañana se anunció que habría partido. A mediodía, cinco horas antes de rodara el balón, el barrio era ya un hervidero. En esta ocasión, la inundación era de cerveza. La Boca, “el único barrio en la Superliga”, como dicen las pancartas, tratando de mantener la identidad natal de una institución con aficionados en toda Argentina y en todo el mundo, es una zona popular, desordenada, en la que abundan los colores azul y amarillo y, en un día como hoy, los lateros. Y la policía, por supuesto. Y los cánticos típicos de la barra: “Os vamos a matar” y cosas de ese tipo.
Los minutos previos a que arranque un partido siempre son especiales. Más en la gran final. De la curva de la barra brotan densas humaredas azules y amarillas y decenas de jóvenes trepan a las vallas metálicas. El ruido resulta ensordecedor. Todo el estadio tiembla, y el temblor, que se repite en diversas ocasiones a lo largo de los 90 minutos, provoca la sensación de estar navegando sobre un buque gigantesco. Los estómagos más sensibles podrían llegar a marearse.
El personal del chiringuito “kosher” (bocadillos aptos para judíos) cierra la parada y se encarama sobre los pupitres de la prensa, por megafonía se ruega un poco de calma a la curva de la puerta 12 (una petición más bien simbólica y sin efecto), las gargantas no callan y el público, entero, agita los brazos sin cesar. El estadio parece erizado de rizomas. Y llega el gol de Boca. Temblor máximo, ruido máximo. Instantes después, el empate de River. Sucede algo muy curioso: si uno no estuviera mirando el juego, no se enteraría de que ha ocurrido algo. Al enemigo no se le concede ni un segundo de silencio, ni un “ay” de sorpresa o dolor: se actúa como si lo que acaba de ocurrir no hubiera ocurrido.
Con el nuevo gol de Boca, estallido de entusiasmo y descanso. Los urinarios se llenan. “A ese Montiel… a ese Montiel…”, gruñe en un mingitorio un hombre calvo y fornido, aparentemente irritado con Gonzalo Montiel, lateral de River. “A ese Montiel empujalo, matalo, hacele algo”, sigue el hombre irritado, mientras agita todo su cuerpo, incluyendo la parte del cuerpo más implicada en la micción. “¡Es una final! ¡A Montiel matalo!”, grita, y su descontrolado chorro de, digamos, furia, amenaza con salpicar a los vecinos. Finalmente no hay víctimas.
Así están las cosas al inicio del segundo tiempo. “Dale, dale, dale campeooón”, grita la grada. River marca de nuevo el empate y, de nuevo, como si no hubiera pasado nada. La Bombonera no se rinde, Tévez intenta animar a sus compañeros sobre el césped. Sin embargo, algo ha pasado. “¡River, cagón!”, berrea un chaval, con una vieja camiseta de Boca y al borde de las lágrimas, a la salida del estadio. Muchos otros salen silenciosos.