Bolsonaro intenta ganar el centro con un discurso moderado
El ultraderechista reniega de las ideas más autoritarias de su campaña y habla de unión nacional
Tom C. Avendaño
São Paulo, El País
El exmilitar ultraderechista Jair Bolsonaro quiere mostrar una nueva cara en la última fase de las presidenciales brasileñas: autoritario, sí, pero con reservas. En la primera entrevista tras su dramático triunfo del domingo pasado, cuando obtuvo el 46% de los votos y por poco no necesitó ir a una segunda vuelta para alcanzar la presidencia, Bolsonaro se dedicó a desmentir los mensajes más antidemocráticos de su campaña en las últimas semanas. Se centró sobre todo en los que vinieron su vicepresidente, el exgeneral Hamilton Mourão, nostálgico de la dictadura (1964-1985) como él, pero con una mano mucho menos fina para las entrevistas. En las últimas semanas Mourão ha asegurado sin llegar a pestañear que se puede reformar la constitución sin consultar al pueblo y que cualquier gobierno puede dar un “autogolpe” de Estado y dejar al menos parte del poder en manos de los militares.
Esas bravuconadas, que en su día encantaron a sus seguidores más imperiosos, son ahora, tan cerca de la victoria y con todo que perder, fuegos que Bolsonaro necesita apagar lo más rápido posible. “Él es un general y yo un capitán, pero el presidente soy yo”, recordó 24 horas después de la votación, en el informativo de más audiencia del país, Jornal Nacional. “Le desautoricé cuando dijo eso. No puede ir más allá de lo que la Constitución le permita: y yo no puedo autorizar una reforma constitucional, porque ni siquiera tengo poder suficiente para hacerlo. Sobre la cuestión del autogolpe, no sé, no entendí lo que quiso decir. Pero eso no existe”.
Minutos después se despedía de la entrevista con una promesa: "Vamos a pacificar y unir al pueblo brasileño, bajo la bandera verde y amarilla, bajo nuestro himno nacional, juntando a todos los que fueron unidos por la izquierda".
Este tono conciliador y respetuoso es nuevo en Bolsonaro, un retrógrado admirador de los regímenes militares. Pero los resultados del domingo lo han cambiado todo. Como vencedor de la primera vuelta, ahora tiene la misión de proteger a toda costa los 55 millones de votos que conquistó la semana pasada. Y el ataque más obvio, la artillería más pesada en manos del enemigo -el Partido de los Trabajadores (PT) y su candidato, Fernando Haddad (28% del voto)-, para los 18 días que quedan hasta la segunda vuelta, es que la idea de que él es un enemigo de la democracia. Que es una amenaza al progreso, crítico de los derechos civiles y creyente en la violencia. Y Bolsonaro, que durante 30 años de vida pública se ha retratado exactamente así, necesita pasar a la defensiva y escenificar por primera vez que sabe comportarse como un hombre de centro.
No deja de ser una tarea más sencilla que la que le espera a rival. Haddad está ahora obligado a retener sus votantes (30,7 millones, principalmente en las zonas pobres del nordeste), convencer a cuantos pueda de los candidatos derrotados, y a la vez robarle a Bolsonaro todos los fieles que no estén convencidos. Es el único milagro que puede arrebatarle la presidencia al ultraderechista: que él gane 18 millones de votos. Necesita a los pobres, al centro, a los que quieren ver en él un nuevo Lula da Silva y a quienes quieren todo lo contrario; a la derecha más indecisa, y también, a los mercados, que hoy le ven como una amenaza y mantienen su favoritismo hacia Bolsonaro. Y este amasijo de objetivos solo se logra de una forma: llegando al centro antes y mejor que su contrincante.
En una entrevista en el mismo Jornal Nacional, Haddad intentó tocar todos los palos posibles. Prometió bajar los impuestos “para que quien sustente el Estado no sean los pobres” y favorecer la creación de nuevos bancos para bajar los astronómicos intereses brasileños. Esto mientras le llovían las críticas de ciertos sectores por haber visitado la celda de su mentor, Lula da Silva, meras horas después de la votación: la sombra del expresidente se ha convertido, en opinión de muchos, en un obstáculo para atraer a los moderados.
Esta carrera hacia el centro no es solo cuestión de votos. En los próximos días, los barones de los demás partidos se posicionarán a favor de un u otro candidato y pactarán consensos que pueden ser determinantes tanto en los resultados del 28 de octubre como en el gobierno que salga de ahí (o la oposición, que visto el irreconciliable clima de polarización, también tendrá una importancia crucial). Y es muy difícil justificar cualquier apoyo a candidatos que no sean moderados.
Durante todo el lunes se buscó, por ejemplo, la opinión del expresidente Fernando Henrique Cardoso, para saber si recomendaba a Bolsonaro o a Haddad. “Ninguno de los dos es de mi agrado pero Bolsonaro está excluido”, zanjó al final del día. Lo mismo dijo uno de los derrotados, Ciro Gomes (el tercero más votado, con 12,5% de los votos), el único de ese grupo que se ha pronunciado a favor del PT. El resto de los que se han quedado fuera de la elección se niega a descartar a Bolsonaro sin hablar con él antes.
Tom C. Avendaño
São Paulo, El País
El exmilitar ultraderechista Jair Bolsonaro quiere mostrar una nueva cara en la última fase de las presidenciales brasileñas: autoritario, sí, pero con reservas. En la primera entrevista tras su dramático triunfo del domingo pasado, cuando obtuvo el 46% de los votos y por poco no necesitó ir a una segunda vuelta para alcanzar la presidencia, Bolsonaro se dedicó a desmentir los mensajes más antidemocráticos de su campaña en las últimas semanas. Se centró sobre todo en los que vinieron su vicepresidente, el exgeneral Hamilton Mourão, nostálgico de la dictadura (1964-1985) como él, pero con una mano mucho menos fina para las entrevistas. En las últimas semanas Mourão ha asegurado sin llegar a pestañear que se puede reformar la constitución sin consultar al pueblo y que cualquier gobierno puede dar un “autogolpe” de Estado y dejar al menos parte del poder en manos de los militares.
Esas bravuconadas, que en su día encantaron a sus seguidores más imperiosos, son ahora, tan cerca de la victoria y con todo que perder, fuegos que Bolsonaro necesita apagar lo más rápido posible. “Él es un general y yo un capitán, pero el presidente soy yo”, recordó 24 horas después de la votación, en el informativo de más audiencia del país, Jornal Nacional. “Le desautoricé cuando dijo eso. No puede ir más allá de lo que la Constitución le permita: y yo no puedo autorizar una reforma constitucional, porque ni siquiera tengo poder suficiente para hacerlo. Sobre la cuestión del autogolpe, no sé, no entendí lo que quiso decir. Pero eso no existe”.
Minutos después se despedía de la entrevista con una promesa: "Vamos a pacificar y unir al pueblo brasileño, bajo la bandera verde y amarilla, bajo nuestro himno nacional, juntando a todos los que fueron unidos por la izquierda".
Este tono conciliador y respetuoso es nuevo en Bolsonaro, un retrógrado admirador de los regímenes militares. Pero los resultados del domingo lo han cambiado todo. Como vencedor de la primera vuelta, ahora tiene la misión de proteger a toda costa los 55 millones de votos que conquistó la semana pasada. Y el ataque más obvio, la artillería más pesada en manos del enemigo -el Partido de los Trabajadores (PT) y su candidato, Fernando Haddad (28% del voto)-, para los 18 días que quedan hasta la segunda vuelta, es que la idea de que él es un enemigo de la democracia. Que es una amenaza al progreso, crítico de los derechos civiles y creyente en la violencia. Y Bolsonaro, que durante 30 años de vida pública se ha retratado exactamente así, necesita pasar a la defensiva y escenificar por primera vez que sabe comportarse como un hombre de centro.
No deja de ser una tarea más sencilla que la que le espera a rival. Haddad está ahora obligado a retener sus votantes (30,7 millones, principalmente en las zonas pobres del nordeste), convencer a cuantos pueda de los candidatos derrotados, y a la vez robarle a Bolsonaro todos los fieles que no estén convencidos. Es el único milagro que puede arrebatarle la presidencia al ultraderechista: que él gane 18 millones de votos. Necesita a los pobres, al centro, a los que quieren ver en él un nuevo Lula da Silva y a quienes quieren todo lo contrario; a la derecha más indecisa, y también, a los mercados, que hoy le ven como una amenaza y mantienen su favoritismo hacia Bolsonaro. Y este amasijo de objetivos solo se logra de una forma: llegando al centro antes y mejor que su contrincante.
En una entrevista en el mismo Jornal Nacional, Haddad intentó tocar todos los palos posibles. Prometió bajar los impuestos “para que quien sustente el Estado no sean los pobres” y favorecer la creación de nuevos bancos para bajar los astronómicos intereses brasileños. Esto mientras le llovían las críticas de ciertos sectores por haber visitado la celda de su mentor, Lula da Silva, meras horas después de la votación: la sombra del expresidente se ha convertido, en opinión de muchos, en un obstáculo para atraer a los moderados.
Esta carrera hacia el centro no es solo cuestión de votos. En los próximos días, los barones de los demás partidos se posicionarán a favor de un u otro candidato y pactarán consensos que pueden ser determinantes tanto en los resultados del 28 de octubre como en el gobierno que salga de ahí (o la oposición, que visto el irreconciliable clima de polarización, también tendrá una importancia crucial). Y es muy difícil justificar cualquier apoyo a candidatos que no sean moderados.
Durante todo el lunes se buscó, por ejemplo, la opinión del expresidente Fernando Henrique Cardoso, para saber si recomendaba a Bolsonaro o a Haddad. “Ninguno de los dos es de mi agrado pero Bolsonaro está excluido”, zanjó al final del día. Lo mismo dijo uno de los derrotados, Ciro Gomes (el tercero más votado, con 12,5% de los votos), el único de ese grupo que se ha pronunciado a favor del PT. El resto de los que se han quedado fuera de la elección se niega a descartar a Bolsonaro sin hablar con él antes.