La Segunda Guerra de Irak

Las diferentes milicias chiítas se enfrentan entre sí para conseguir el control del Ejército y el poder en Bagdad. Se podrían quedar con el muy sofisticado armamento que dejó Estados Unidos

Gustavo Sierra
Especial para Infobae America
Cara redonda, ojos penetrantes, turbante negro. El rostro de Muqtada al-Sadr volaba sobre todo Bagdad como si fuera una de las alfombras mágicas de Las Mil y Una Noches. Los panfletos del denominado Ejército Mahdí eran esparcidos por el viento y la arena y se perdían en la bruma de fuerte color ámbar que producen las tormentas del desierto. También aparecía en la enorme cantidad de carteles pegados por toda la ciudad. Los muros de cemento levantados como protección en cada calle proporcionaban el marco perfecto para esa figura regordeta e imponente. Surgía como uno de los hombres que se preparaban para tomar el poder.


Había pasado apenas un año de la caída de Saddam Hussein y invasión estadounidense; las ambiciones de poder afloraban en todo Irak. Muqtadá es el hijo de un importante clérigo chiíta asesinado por la policía secreta saddamista. Se había convertido en un símbolo de la resistencia chiíta que ahora apuntaba sus armas hacia los marines americanos. El Ejército Mahdí de Muqtadá era apenas una de las tantas milicias chiítas entrenadas y armadas por Irán que comenzaban a competir por el poder. Quince años más tarde, esa puja se hace cada vez más violenta y amenaza con lanzar la Segunda Guerra de Irak.

En el fondo siempre está el conflicto que ya lleva más de 1.400 años. La lucha entre las facciones dentro del islamismo. Con la muerte de Mahoma, se produjo una división entre los que creían que la conducción de los musulmanes debía estar en las manos del clero (los sunitas) y los que aceptaban a Alí, el yerno de Mahoma, como su sucesor (chiítas). Desde entonces, se enfrentan.

El 80% de los musulmanes de todo el mundo son sunitas y su poder político está liderado por Arabia Saudita. El 20% restante, que viven mayoritariamente en Irán, el sur de Irak y El Líbano, son chiítas y obedecen las directivas de los ayatollahs de Teherán. Saddam era miembro de la minoría sunita iraquí que sojuzgó a la mayoría chiíta y libró en los años 80 del siglo pasado una guerra de ocho años con Irán que dejó más de un millón de muertos y dos millones de heridos. Todo eso es historia antigua pero sigue presente en el espíritu de lo que sucede hoy en Medio Oriente y que se desplaza por el resto del mundo con la intensidad de un tifón.

Cuando el ejército iraquí, con el apoyo de las fuerzas especiales estadounidenses y kurdas, liberó Mosul el año pasado, el gobierno de Bagdad (chiítas) declaró de inmediato la victoria por sobre el ISIS (sunitas) y el fin de su califato. El conflicto de tres años contra los terroristas yihadistas que se habían apoderado de gran parte del norte del país estaba terminado. Pero la declaración fue prematura.

La fuerza de los milicianos extremistas islámicos del ISIS sigue siendo una gran amenaza, no solo por su propia capacidad como movimiento insurgente sino también porque las elites gobernantes de Irak no supieron mejorar las condiciones que permitieron al ISIS tener un cierto apoyo de la población local. La incapacidad de abordar las necesidades básicas de mucha gente sumida en una pobreza extrema y agotada por los conflictos, para remediar las divisiones políticas y sociales, y para forjar un marco nacional común que unifique al país, no solo hacen posible el regreso de ISIS sino que pronto podría allanar el camino para otra guerra civil devastadora mientras los grupos rivales compiten por el control del estado iraquí.

Después de las elecciones parlamentarias de mayo de 2018, se suponía que Irak pasaría la página a un nuevo capítulo post-ISIS, incluso post-sectario, en el que los políticos remediarían la polarización del país, la corrupción endémica y la inestabilidad militar. Sin embargo, las cosas están empeorando.

El debilitado primer ministro iraquí, Haider al-Abadi, que ocupó el tercer lugar en las elecciones, presentó una serie de iniciativas anticorrupción simbólicas que no lograron convencer a nadie. Para hacer cualquier cosa en la tierra de la ex Babilonia hay que dar "bakshish", una cierta "caridad" que aceita el camino de cualquier necesidad.

Tras las elecciones de mayo se sucedieron las manifestaciones masivas en gran parte del sur iraquí. Las más violentas se registraron en Basora, la ciudad de Simbad el marino sobre el Golfo Pérsico, donde los manifestantes quemaron los edificios del consejo provincial y el consulado iraní y asaltaron las oficinas de los partidos políticos. Las fuerzas de seguridad iraquíes y las milicias paramilitares chiítas respondieron con fuerza letal y torturas a los apresados.

Basora posee las reservas de petróleo más grandes de Irak, representa el 80% de las exportaciones de petróleo del país, y proporciona más de 7.000 millones de dólares al mes a las arcas del gobierno. Debería ser la provincia más rica de Irak, pero se encuentra entre las más pobres. Al igual que gran parte del país, la ciudad no tiene agua potable, electricidad ni empleos.

El levantamiento de Basora, de la población chiíta contra un gobierno de la misma corriente, desnuda la frustración de la población y la poca credibilidad que tiene el gobierno –en realidad, así fue con todos los gobiernos que se sucedieron desde la caída del régimen saddamista-. Irak tiene todas las características de un país susceptible a la recaída en la violencia.

Más allá de la polarización política y social, sufre de la acumulación inexorable de armas y organizaciones militares, la ausencia de instituciones viables y múltiples autoridades alternativas que suplantan al Estado. Muchas áreas del país están más allá de la influencia y el control del gobierno, incluido el sur predominantemente chiíta, donde el poder se distribuye difusamente entre los partidos, las milicias, las tribus y los clérigos. Desde 2003, el conflicto interno fue entre las comunidades árabes sunitas y las chiítas. Pero ahora, las kalashnikovs son todas empuñadas por chiítas y se apuntan entre sí.

Cuando el ISIS se lanzó en 2014 a conquistar un enorme territorio entre Siria e Irak –borrando la frontera entre ambos países-, llenó un vacío político e ideológico que todavía existe. Capitalizó los sentimientos de marginación entre los sunitas iraquíes, así como el descontento por la corrupción y la incapacidad del gobierno de Bagdad.

Estos resentimientos profundamente arraigados todavía están muy presentes, pero es poco probable que los árabes sunitas tengan la fuerza en este momento para volver a las armas. Están demasiado magullados, ensangrentados y fatigados como resultado de innumerables guerras contra enemigos internos (ISIS, Al Qaeda en Irak, luchas intestinas tribales) y externas (Estados Unidos, las fuerzas armadas iraquíes dominadas por los chiítas y grupos de milicianos chiítas). En conjunto, las milicias chiítas son más poderosas que las fuerzas armadas iraquíes, que se derrumbaron frente a la ofensiva de ISIS en 2014.

Grupos armados chiítas como Al-Nujaba, Asa'ib Ahl al-Haq, Kata'ib, Hezbollah y Badr crecieron y adquirieron experiencia durante la guerra contra el Estado Islámico. Muchos de sus líderes no solo están vinculados con Irán y el Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica (CGRI), sino que son liderados por caudillos que Estados Unidos mantiene en su lista de terroristas peligrosos.

Dos de los máximos líderes de estas milicias fueron prisioneros en campos estadounidenses pero formaron parte de la Fuerza Popular de Movilización que se incorporó a las fuerzas paramilitares iraquíes "oficiales" entre 2016 y 2018 para combatir al enemigo en común en ese momento que era el ISIS. De esta manera lograron hacerse de un importante arsenal e incluso "tomaron prestados" tanques y lanzamisiles que el ejército estadounidense había cedido a los generales iraquíes antes de abandonar el país. "No somos rebeldes ni agentes del caos y no queremos ser un estado dentro de un estado", aseguró hace unas semanas Hashim al-Mouasawi, de la milicia Al-Nujaba. Pero están mejor entrenados y armados que las fuerzas oficiales. Cuando el ex secretario de Estado, Rex Tillerson, exigió al gobierno de Bagdad que desmovilizara a las milicias, el primer ministro Haider al-Abadi respondió que eso era imposible porque constituían "la esperanza" de Irak.

Un año después, Al Abadi se encuentra en medio de una guerra entre Washington y Teherán. La Casa Blanca de Donald Trump quiere que surja una administración responsable en Bagdad y disminuya la influencia de Irán. Pero Estados Unidos no pudo hasta ahora separar a las milicias del gobierno central. Las agrupaciones paramilitares chiítas no se someten al control del ejército a pesar de que están atrincheradas dentro de las instituciones estatales y explotan los recursos del estado.

La milicia más poderosa y antigua, la Brigada Badr (formada en la década de 1980 en Irán), comanda la policía federal y dirige el Ministerio del Interior desde 2003. Los combatientes de la Badr liberaron sangrientas batallas contra los hombres de Muqtada al-Sadr y su milicia del Ejército Mahdi. El partido Dawa Islámico del primer ministro Abadi no tiene una milicia propia, pero utilizó su control sobre las fuerzas armadas para reprimir a sus rivales. También movilizó y armó a los combatientes de las tribus que aún son predominantes en buena parte del territorio iraquí. El Gran Ayatollah, Ali al Sistani, el principal clérigo chiíta iraquí y custodio de la ciudad sagrada de Najaf, tuvo que mediar en varias oportunidades para evitar enfrentamientos mayores.

La lucha contra las fuerzas estadounidenses, primero, y después con los insurgentes de Al Qaeda y su sucesor, el ISIS, hicieron hasta ahora que las milicias chiítas estuvieran más preocupadas por combatir a un enemigo en común que enfrentarse entre ellas. La creación de la Fuerza Popular de Movilización (PMF), que formó un paraguas para las diferentes facciones después del colapso del ejército iraquí cuando ISIS tomó Mosul, es una institución estatal que supuestamente se somete al control del gobierno. Pero, en realidad, está liderada y dominada por una variedad de grupos de milicianos autónomos alineados con Irán que no responden al ejecutivo de Bagdad.

La PMF está tomando tanto poder que en cualquier momento podría absorber a las fuerzas armadas convencionales y convertirse en el ejército regular iraquí. Esto sería un problema de envergadura para Estados Unidos y buena parte del mundo porque las milicias pasarían a controlar un arsenal de última generación mucho más poderoso del que cuentan otros países de la región. De acuerdo a un informe del Pentágono, Hadi al-Ameri, el líder de la Brigada Badr y jefe de facto de la PMF, advirtió al enviado especial estadounidense Brett McGurk que derrocaría a cualquier gobierno formado como resultado de la interferencia de Washington. Como señal, esta última semana se registraron varios disparos de morteros contra la embajada de Estados Unidos en la zona verde fortificada de Bagdad. Y en Basora, atacaron con cohetes el consulado estadounidense que está ubicado dentro del aeropuerto de la ciudad.

En poco tiempo, esos disparos podrían encontrar otro destino: cualquier milicia rival. Con las armas sofisticadas que ya poseen y una parte del armamento pesado (desde tanques hasta aviones bombarderos) que está aún en manos del ejército profesional, llevaría a un conflicto prolongado. El único que podría detener esta nueva guerra iraquí es el ayatollah Sistani. Desde 2003, las declaraciones y las fatwas del clérigo ayudaron a contener el enfrentamiento sectario.

En 2014, cuando ISIS se apoderó de Mosul, Sistani obligó al ex primer ministro Nouri al-Maliki a dejar su cargo, lo que allanó el camino para el primer ministro Abadi, y movilizó voluntarios para evitar que ISIS se expandiera. Ahora, también quiere sacarse de encima a Abadi que está debilitado y es la cara del fracaso. Pocos líderes en la historia de Irak pelearon con los clérigos en Najaf y salieron ilesos. También es cierto que hasta ahora Sistani, que está cerca de los noventa años, no logró evitar los enfrentamientos entre las diferentes facciones ni unificarlas en una sola fuerza chiíta. Cada vez aparece con más claridad que, como viene sucediendo desde hace catorce siglos, todo se dirimirá en el campo de batalla y con un océano de sangre.

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