Ionesco, Pérez–Reverte, los rinocerontes y la conspiración de los mediocres
Hace casi 60 años, un rumano, que escribió en francés, anticipó la derrota del individuo frente a la brutalidad de la masa
Alfredo Serra
Especial para Infobae
Cuenta Arturo Pérez–Reverte en una de sus columnas (brillantes ejemplos de ese género periodístico), que en un encuentro con Javier Marías, éste le dijo:
–¿Te has dado cuenta de que en los últimos tiempos está de moda destruir la imagen de cuantos hombres ilustres tenemos en la memoria?
Arturo, como su capitán Alatriste, al oírlo, ya echó mano a su espada…
Javier siguió:
–Alfred Hitchcock fue un genio del cine, pero se lo trata de misógino, sádico, despótico. De Gaulle ya tuvo lo suyo hace unos años. Churchill, en alguna de las películas sobre su vida, aparece como un cretino…
A punto de reventar, Lorenzo Falcó acaricia la culata de su pistola…
Y dispara: "Nadie merece ya respeto por su inteligencia o biografía. Cualquier analfabeto, cualquier cantamañanas (Irresponsable, palabra que viene del Siglo de Oro), cualquier tarugo con Twitter, cuestiona a quienes ni podría rozar en talento, honradez o prestigio…"
Las últimas estocadas de Alatriste van hacia el corazón de los mediocres, los que necesitan que la vida descienda hasta su nivel, los que han ideado un sistema educativo que aplasta la individualidad, la inteligencia, la iniciativa, el coraje, la independencia, hasta convertir a sus víctimas en rebaños.
Stop. Luz roja. Quien esto escribe salta como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Baja de la columna madrileña y aterriza en su patria, donde una lamentable mezcla de democracia mal entendida y populismo sofocante decretó que la igualdad de los alumnos no debía limitarse al guardapolvo blanco. Que debía extenderse a sus notas. Que el código uno a diez, aprobado o aplazado, pasa de grado o repite… ¡era un modo de menoscabarlos! Y también deprimirlos, avergonzarlos, lacerar sus cuerpos y sus almas. Se inventó entonces el absurdo y falsamente piadoso código de Alcanzó los objetivos, no alcanzó los objetivos: una caricia demagógica –condición sine qua non del populismo– para que el alumno que se quema las pestañas estudiando fuera equiparado al vago y a veces violento que le pega a la maestra…
Y así, lejos de batallar por la excelencia, todos bajaron hasta el último piso: la ignorancia, la mediocridad, la sensación de que las aulas eran un parque de diversiones… Creencia que en más de un caso se extendió –se extiende todavía– a la Universidad, golpeada a menudo por tomas irresponsables y fascistas: esa palabra–caballito de batalla que lanzan a la cara de quienes sólo aspiran a que la educación retorne al plan y al ideal de Sarmiento: "Hombre, Pueblo, Nación, Estado: todo está en los humildes bancos de la escuela".
Llegado a este punto y aparte, quien esto escribe recuerda y encuentra el mayor símbolo del fenómeno en una pieza teatral escrita en 1959 que primero leyó y más tarde vio en una magistral puesta del Teatro San Martín, regido con talento y coraje por ese inolvidable apasionado que fue Kive Staiff (1927–2018): Rinoceronte, de Eugène Ionesco (Rumania, 1909–Francia, 1994).
Perla del llamado Teatro del Absurdo, su acción, la acción empieza un domingo en una pequeña ciudad. Su protagonista, Bérenguer, hombre intrascendente, tímido oficinista, muy lejos del heroísmo, toma café con Jean, su mejor amigo, que le reprocha su inconstancia, su débil personalidad, y –sin llegar al alcoholismo–, su hábito de beber más de la cuenta…
De pronto… un rinoceronte, a furiosa carrera, atraviesa las calles y destroza cuanto encuentra. Todos los parroquianos se levantan, espantados. Entre ellos Daisy, una bella mecanógrafa que Bérenguer ama en secreto.
La situación no tarda en repetirse, pero multiplicada: los rinocerontes son cada vez más, y en manada, hacen temblar la ciudad como azotada por un terremoto.
¿Qué sucede? Una atroz metamorfosis. Todos los habitantes de la ciudad se convierten en rinocerontes. Incluso Jean, que mientras va cambiando su forma humana intenta convencer a Bérenguer de que esa transformación es una marcha hacia un ente superior, más fuerte, más hermoso, y que al barritar demuestra cuán pobre es la voz del hombre…
Hay una escena tragicómica: mientras habla con su amigo Bérenguer, su metamorfosis se va completando lentamente:
Bérenguer: –¡Tenés la piel verdosa!
Jean: –Sí. ¿Por qué no? Es mas bella y más fuerte. ¡En mi familia todos tuvieron la piel verdosa!
Más tarde, cuando casi no quedan humanos, Bérenguer busca refugio en Daisy. Pero ella también ha caído en las garras del fenómeno.
En el último acto, mientras la manada sigue avanzando y destruyendo la ciudad, Bérenguer se pregunta si él también debe entregarse. Pero se niega. Sube a un tejado, y desde allí grita con todas sus fuerzas:
–¡Soy el último hombre! ¡Pero no capitularé! ¡No capitularé!
Es difícil, casi imposible no aplaudir de pie. Aun hoy recuerdo, pasado tanto tiempo, esa noche de 1962. Con emoción y alguna lágrima.
En su crítica, el talentoso periodista Ernesto Schóo escribió: "Es la tragedia de una civilización cada vez más informada y menos comunicada". Lo es, sin duda. También es un alarido contra el fascismo y cualquier corriente totalitaria. Y sobre todo, a casi sesenta años de escrita y estrenada en París bajo la dirección del enorme Jean Louis Barrault, una triste anticipación de lo tan temido por Javier Marías y Arturo Pérez–Reverte en esa noche, de sobremesa, en un bar de la Plaza Mayor de Madrid.
Y rematada por el padre del capitán Alatriste como un negro manto sobre la inteligencia, la sabiduría, el genio: "Ganarán los mediocres, no cabe duda".
Alfredo Serra
Especial para Infobae
Cuenta Arturo Pérez–Reverte en una de sus columnas (brillantes ejemplos de ese género periodístico), que en un encuentro con Javier Marías, éste le dijo:
–¿Te has dado cuenta de que en los últimos tiempos está de moda destruir la imagen de cuantos hombres ilustres tenemos en la memoria?
Arturo, como su capitán Alatriste, al oírlo, ya echó mano a su espada…
Javier siguió:
–Alfred Hitchcock fue un genio del cine, pero se lo trata de misógino, sádico, despótico. De Gaulle ya tuvo lo suyo hace unos años. Churchill, en alguna de las películas sobre su vida, aparece como un cretino…
A punto de reventar, Lorenzo Falcó acaricia la culata de su pistola…
Y dispara: "Nadie merece ya respeto por su inteligencia o biografía. Cualquier analfabeto, cualquier cantamañanas (Irresponsable, palabra que viene del Siglo de Oro), cualquier tarugo con Twitter, cuestiona a quienes ni podría rozar en talento, honradez o prestigio…"
Las últimas estocadas de Alatriste van hacia el corazón de los mediocres, los que necesitan que la vida descienda hasta su nivel, los que han ideado un sistema educativo que aplasta la individualidad, la inteligencia, la iniciativa, el coraje, la independencia, hasta convertir a sus víctimas en rebaños.
Stop. Luz roja. Quien esto escribe salta como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Baja de la columna madrileña y aterriza en su patria, donde una lamentable mezcla de democracia mal entendida y populismo sofocante decretó que la igualdad de los alumnos no debía limitarse al guardapolvo blanco. Que debía extenderse a sus notas. Que el código uno a diez, aprobado o aplazado, pasa de grado o repite… ¡era un modo de menoscabarlos! Y también deprimirlos, avergonzarlos, lacerar sus cuerpos y sus almas. Se inventó entonces el absurdo y falsamente piadoso código de Alcanzó los objetivos, no alcanzó los objetivos: una caricia demagógica –condición sine qua non del populismo– para que el alumno que se quema las pestañas estudiando fuera equiparado al vago y a veces violento que le pega a la maestra…
Y así, lejos de batallar por la excelencia, todos bajaron hasta el último piso: la ignorancia, la mediocridad, la sensación de que las aulas eran un parque de diversiones… Creencia que en más de un caso se extendió –se extiende todavía– a la Universidad, golpeada a menudo por tomas irresponsables y fascistas: esa palabra–caballito de batalla que lanzan a la cara de quienes sólo aspiran a que la educación retorne al plan y al ideal de Sarmiento: "Hombre, Pueblo, Nación, Estado: todo está en los humildes bancos de la escuela".
Llegado a este punto y aparte, quien esto escribe recuerda y encuentra el mayor símbolo del fenómeno en una pieza teatral escrita en 1959 que primero leyó y más tarde vio en una magistral puesta del Teatro San Martín, regido con talento y coraje por ese inolvidable apasionado que fue Kive Staiff (1927–2018): Rinoceronte, de Eugène Ionesco (Rumania, 1909–Francia, 1994).
Perla del llamado Teatro del Absurdo, su acción, la acción empieza un domingo en una pequeña ciudad. Su protagonista, Bérenguer, hombre intrascendente, tímido oficinista, muy lejos del heroísmo, toma café con Jean, su mejor amigo, que le reprocha su inconstancia, su débil personalidad, y –sin llegar al alcoholismo–, su hábito de beber más de la cuenta…
De pronto… un rinoceronte, a furiosa carrera, atraviesa las calles y destroza cuanto encuentra. Todos los parroquianos se levantan, espantados. Entre ellos Daisy, una bella mecanógrafa que Bérenguer ama en secreto.
La situación no tarda en repetirse, pero multiplicada: los rinocerontes son cada vez más, y en manada, hacen temblar la ciudad como azotada por un terremoto.
¿Qué sucede? Una atroz metamorfosis. Todos los habitantes de la ciudad se convierten en rinocerontes. Incluso Jean, que mientras va cambiando su forma humana intenta convencer a Bérenguer de que esa transformación es una marcha hacia un ente superior, más fuerte, más hermoso, y que al barritar demuestra cuán pobre es la voz del hombre…
Hay una escena tragicómica: mientras habla con su amigo Bérenguer, su metamorfosis se va completando lentamente:
Bérenguer: –¡Tenés la piel verdosa!
Jean: –Sí. ¿Por qué no? Es mas bella y más fuerte. ¡En mi familia todos tuvieron la piel verdosa!
Más tarde, cuando casi no quedan humanos, Bérenguer busca refugio en Daisy. Pero ella también ha caído en las garras del fenómeno.
En el último acto, mientras la manada sigue avanzando y destruyendo la ciudad, Bérenguer se pregunta si él también debe entregarse. Pero se niega. Sube a un tejado, y desde allí grita con todas sus fuerzas:
–¡Soy el último hombre! ¡Pero no capitularé! ¡No capitularé!
Es difícil, casi imposible no aplaudir de pie. Aun hoy recuerdo, pasado tanto tiempo, esa noche de 1962. Con emoción y alguna lágrima.
En su crítica, el talentoso periodista Ernesto Schóo escribió: "Es la tragedia de una civilización cada vez más informada y menos comunicada". Lo es, sin duda. También es un alarido contra el fascismo y cualquier corriente totalitaria. Y sobre todo, a casi sesenta años de escrita y estrenada en París bajo la dirección del enorme Jean Louis Barrault, una triste anticipación de lo tan temido por Javier Marías y Arturo Pérez–Reverte en esa noche, de sobremesa, en un bar de la Plaza Mayor de Madrid.
Y rematada por el padre del capitán Alatriste como un negro manto sobre la inteligencia, la sabiduría, el genio: "Ganarán los mediocres, no cabe duda".