Absolutismo latinoamericano
Privatización de la historia de la Patagonia al Caribe
Héctor E. Schamis
El País
La historia de los cuadernos de la corrupción Kirchner es de novela, pero algunos aspectos de la misma son especialmente fantásticos. Es una alquimia en la cual los políticos tienen más imaginación que los escritores y los cineastas.
Ocurre que en el allanamiento de la vivienda de los Kirchner en El Calafate, allá en la fría Patagonia argentina, los funcionarios judiciales no encontraron montañas de dólares, ni lingotes de oro, ni joyas. “Solo había chucherías”, afirmó con certeza una leal empleada de la familia. Pues entre las chucherías hallaron una carta de José de San Martín a Bernardo O’Higgins, libertadores y padres fundadores de Argentina y Chile respectivamente.
Ante el hecho, el director del Archivo General de la Nación especuló sobre las razones por las que una persona, una expresidenta, tendría un documento como ese en su casa. “Por admiración, por fetichismo…por onanismo intelectual”, afirmó.
O por poder e impunidad, digo yo aquí. Para hacer de su nombre un sinónimo del Estado, fusionarse con este. Y para reescribir la historia a voluntad, de San Martín a Kirchner en un viaje sin escalas. De ahí que la expresidenta niegue ser corrupta, que rechace los cargos de haber robado bienes que son propiedad del Estado. Pues el Estado es de ella, quizás crea que es ella misma.
La historia reciente no obstante muestra que los Kirchner no fueron muy originales. Pertenecen a una región que no ha tenido nobleza ni monarquía, son repúblicas pero con abundantes absolutismos despóticos. Una región con una peculiar forma de ese neoliberalismo que tanto combaten: las empresas se nacionalizan, desde luego, mientras privatizan los artefactos de la historia.
Nótese la suerte corrida por la medalla de Bolívar, símbolo patrio de Bolivia. La misma fue un obsequio en agradecimiento por la independencia, medalla que El Libertador devolvió al país a su muerte en 1830. La medalla de oro y diamantes es custodiada por el Banco Central en una cámara de seguridad, estipulándose que el Presidente debe lucirla en muy limitadas y específicas ocasiones junto con la banda y el bastón de mando.
Evo Morales, sin embargo, tiene sus propias reglas y comenzó a usar las insignias presidenciales a discreción, incluyendo viajar con ellas. Así fue como en agosto pasado y en camino al aeropuerto, el custodio de dichos símbolos hizo una parada en un prostíbulo de El Alto, en La Paz, dejando su vehículo en la puerta con la medalla que transportaba en una mochila en el interior del mismo. La mochila fue robada.
La medalla fue devuelta en una iglesia al día siguiente. Un acto loable, otros desalmados la habrían enviado a Christie’s para ser subastada y terminar en la mesa de noche de algún coleccionista, así como los Picassos robados se esconden en un armario. Pero en Bolivia los rateros tienen más principios republicanos que el presidente. Historia iniciada en la puerta de un prostíbulo, ni el gran Federico Fellini lo habría imaginado así.
Es un hecho que nadie maltrató y manipuló más a Bolívar que los autodenominados bolivarianos. En julio de 2010 Hugo Chávez, siempre showman, también se convirtió en profanador de tumbas. No de cualquier tumba sino de la de Bolívar y con el objetivo aparente de exhumar sus restos para descifrar las causas de su muerte. Chávez decía que Bolívar había muerto envenenado y no por causa de la tuberculosis, como reza la historia.
Sin embargo, en realidad la macabra parodia fue para reencarnar a Bolívar, en Chávez, y reconstruirlo, a imagen y semejanza de Chávez. Surgió de allí un nuevo retrato oficial. El Bolívar delgado, de rostro anguloso y huesos prominentes dio paso a uno más grueso, mofletudo y regordete. Como Chávez precisamente.
Se le atribuye a Luis XIV la frase “l’État, c’est moi”. Tiene imitadores en la América Latina de este siglo, convencidos de ser sus pares. En el apogeo del absolutismo monárquico la idea de un rey corrupto habría sido oximorónica. Si el Estado era él mismo, jamás podría haber robado sus bienes.
Los déspotas latinoamericanos razonan de la misma manera pero en una república. Viven por ende en una disonancia cognitiva fundamental. Al no ser el Estado, ni ser dueños del mismo, solo les quedan dos prácticas ilícitas: la corrupción, es decir la apropiación de bienes públicos, y la privatización de la historia, o sea la apropiación de sus símbolos para beneficio personal.
Según Cristina Kirchner, probablemente se trate de meras chucherías para mostrar a la hora del té.
Héctor E. Schamis
El País
La historia de los cuadernos de la corrupción Kirchner es de novela, pero algunos aspectos de la misma son especialmente fantásticos. Es una alquimia en la cual los políticos tienen más imaginación que los escritores y los cineastas.
Ocurre que en el allanamiento de la vivienda de los Kirchner en El Calafate, allá en la fría Patagonia argentina, los funcionarios judiciales no encontraron montañas de dólares, ni lingotes de oro, ni joyas. “Solo había chucherías”, afirmó con certeza una leal empleada de la familia. Pues entre las chucherías hallaron una carta de José de San Martín a Bernardo O’Higgins, libertadores y padres fundadores de Argentina y Chile respectivamente.
Ante el hecho, el director del Archivo General de la Nación especuló sobre las razones por las que una persona, una expresidenta, tendría un documento como ese en su casa. “Por admiración, por fetichismo…por onanismo intelectual”, afirmó.
O por poder e impunidad, digo yo aquí. Para hacer de su nombre un sinónimo del Estado, fusionarse con este. Y para reescribir la historia a voluntad, de San Martín a Kirchner en un viaje sin escalas. De ahí que la expresidenta niegue ser corrupta, que rechace los cargos de haber robado bienes que son propiedad del Estado. Pues el Estado es de ella, quizás crea que es ella misma.
La historia reciente no obstante muestra que los Kirchner no fueron muy originales. Pertenecen a una región que no ha tenido nobleza ni monarquía, son repúblicas pero con abundantes absolutismos despóticos. Una región con una peculiar forma de ese neoliberalismo que tanto combaten: las empresas se nacionalizan, desde luego, mientras privatizan los artefactos de la historia.
Nótese la suerte corrida por la medalla de Bolívar, símbolo patrio de Bolivia. La misma fue un obsequio en agradecimiento por la independencia, medalla que El Libertador devolvió al país a su muerte en 1830. La medalla de oro y diamantes es custodiada por el Banco Central en una cámara de seguridad, estipulándose que el Presidente debe lucirla en muy limitadas y específicas ocasiones junto con la banda y el bastón de mando.
Evo Morales, sin embargo, tiene sus propias reglas y comenzó a usar las insignias presidenciales a discreción, incluyendo viajar con ellas. Así fue como en agosto pasado y en camino al aeropuerto, el custodio de dichos símbolos hizo una parada en un prostíbulo de El Alto, en La Paz, dejando su vehículo en la puerta con la medalla que transportaba en una mochila en el interior del mismo. La mochila fue robada.
La medalla fue devuelta en una iglesia al día siguiente. Un acto loable, otros desalmados la habrían enviado a Christie’s para ser subastada y terminar en la mesa de noche de algún coleccionista, así como los Picassos robados se esconden en un armario. Pero en Bolivia los rateros tienen más principios republicanos que el presidente. Historia iniciada en la puerta de un prostíbulo, ni el gran Federico Fellini lo habría imaginado así.
Es un hecho que nadie maltrató y manipuló más a Bolívar que los autodenominados bolivarianos. En julio de 2010 Hugo Chávez, siempre showman, también se convirtió en profanador de tumbas. No de cualquier tumba sino de la de Bolívar y con el objetivo aparente de exhumar sus restos para descifrar las causas de su muerte. Chávez decía que Bolívar había muerto envenenado y no por causa de la tuberculosis, como reza la historia.
Sin embargo, en realidad la macabra parodia fue para reencarnar a Bolívar, en Chávez, y reconstruirlo, a imagen y semejanza de Chávez. Surgió de allí un nuevo retrato oficial. El Bolívar delgado, de rostro anguloso y huesos prominentes dio paso a uno más grueso, mofletudo y regordete. Como Chávez precisamente.
Se le atribuye a Luis XIV la frase “l’État, c’est moi”. Tiene imitadores en la América Latina de este siglo, convencidos de ser sus pares. En el apogeo del absolutismo monárquico la idea de un rey corrupto habría sido oximorónica. Si el Estado era él mismo, jamás podría haber robado sus bienes.
Los déspotas latinoamericanos razonan de la misma manera pero en una república. Viven por ende en una disonancia cognitiva fundamental. Al no ser el Estado, ni ser dueños del mismo, solo les quedan dos prácticas ilícitas: la corrupción, es decir la apropiación de bienes públicos, y la privatización de la historia, o sea la apropiación de sus símbolos para beneficio personal.
Según Cristina Kirchner, probablemente se trate de meras chucherías para mostrar a la hora del té.