Macron, acusado de favorecer a los ricos, da prioridad a la lucha contra las desigualdades
El presidente francés, cuestionado por su estilo y sus políticas, busca impulso en el discurso ante el Congreso
Marc Bassets
París, El País
Y Júpiter bajó del pedestal. En un ejercicio de humildad poco habitual en él, el presidente francés, Emmanuel Macron, admitió que podía equivocarse, indicó que el poder no le ha cambiado y anunció que la lucha contra la desigualdad es la prioridad de su presidencia. Macron compareció el lunes, por segundo año, ante el Congreso, un formato extraordinario que reúne a la Asamblea Nacional y al Senado en Versalles, en un momento en el que los sondeos y muchos comentaristas han decretado el fin definitivo del estado de gracia.
El discurso, de una hora y media, no marca un giro. El tren de las reformas —la próxima, después de la del mercado laboral y la de los ferrocarriles públicos, es la de las pensiones— seguirá avanzando. La novedad fue tono y el acento. El tono de humildad y el acento social podían entenderse como una admisión tácita de la validez de algunas críticas: le han acusado de presidente de los ricos, de gobernar a la derecha pese a ganar las elecciones con millones de votos socialistas, de ejercer el poder como un dios antiguo en el Olimpo, de actuar como un monarca arrogante y engreído. Era también una reacción a la erosión de la popularidad que reflejan los sondeos.
El presidente, pese a la nueva retórica y pese a las explicaciones, mantiene el rumbo. Sus soluciones a la desigualdad no consisten en las recetas de la izquierda tradicional, contra las que cargó al desautorizar el impuesto del 75% para los más ricos, una de las primeras medidas estrella de su mentor, el expresidente socialista François Hollande. Su receta, una especie de tercera vía al estilo Tony Blair que en Francia llega casi dos décadas tarde, consiste en lo que llamó la "emancipación", por la educación, el trabajo o un Estado del bienestar "eficaz", que rompa con los bloqueos y haga real la meritocracia republicana.
"No me gustan ni las castas, ni las rentas, ni los privilegios, y creo que existen éxitos que no se traducen por el enriquecimiento pecuniario", dijo Macron. "Pero la creación de riquezas, la prosperidad de una nación, son el fundamento de todo proyecto de sociedad". Así se justifica, en su visión, la rebaja de impuestos para las empresas. "Si queremos repartir el pastel, la primera condición es que haya un pastel. Y son las empresas, donde se juntan accionistas, dirigentes y trabajadores, son los productores los que hacen este pastel, y nadie más".
El problema de Francia, según el presidente, no son las desigualdades de ingresos, sino las "desigualdades de destino". Es decir, las desigualdades marcadas por el origen familiar o geográfico de los ciudadanos, y difíciles de superar: se trate de la banlieue o extrarradio con escuelas poco dotadas, del nombre y apellido árabe que cierra puertas laborales, o de la Francia rural mal comunicada que también ralentiza el ascensor social. El sujeto del discurso no fue la Francia que gana —la Francia urbana y cosmopolita, la que eligió a Macron y le dio la mayoría en la Asamblea Nacional— sino la de las clases populares. En septiembre anunciará un esperado plan antipobreza cuyo objetivo "no es permitir a [los] conciudadanos pobres que vivan mejor, sino que salgan de la pobreza de una vez por todas".
El discurso anual ante el Congreso es una práctica inspirada en el discurso sobre el estado de la Unión de Estados Unidos. No existía en Francia hasta que Macron lo introdujo el año pasado. La Constitución francesa permite al jefe de Estado dirigirse directamente a los parlamentarios desde 2008, pero tanto Nicolas Sarkozy, presidente en la época, como Hollande, usaron este instrumento sólo una vez. Varios diputados —los de la izquierda de La Francia Insumisa y algunos de la derecha de Los Republicanos— se ausentaron en señal de protesta.
Macron camina por la Galería del Palacio de Versalles, antes de pronunciar el discurso al Congreso.
Macron camina por la Galería del Palacio de Versalles, antes de pronunciar el discurso al Congreso. EFE
Macron aseguró, al principio del discurso, que no había olvidado "los miedos y las cóleras" que llevaron a los franceses a elegirle a él, en vez de a los candidatos de los partidos tradicionales de izquierda y derecha, o al Frente Nacional, el viejo partido de extrema derecha. En tono casi de contrición, añadió: "Hay algo que todo presidente de la República sabe. Sabe que no puede hacerlo todo. Sabe que no todo le saldrá bien. Y yo os lo confirmo: sé que no puedo hacerlo todo, que no todo me sale bien". También prometió diálogo al Parlamento —pidió una enmienda constitucional que le permita participar el debate posterior al discurso ante el Congreso— y a los sindicatos.
El ejercicio terminó con el anuncio, nada humilde, de que Francia llevaba demasiado tiempo conformándose con ser una potencia media, y en el siglo XXI debía aspirar a ser una potencia. Entretanto, intentó ofrecer explicación coherente del elenco de reformas, a veces incomprensibles. El rumbo está trazado. Los exegetas del macronismo, proclives a la épica, ya no describen al presidente como un Júpiter omnipotente sino como un paciente Ulises.
Marc Bassets
París, El País
Y Júpiter bajó del pedestal. En un ejercicio de humildad poco habitual en él, el presidente francés, Emmanuel Macron, admitió que podía equivocarse, indicó que el poder no le ha cambiado y anunció que la lucha contra la desigualdad es la prioridad de su presidencia. Macron compareció el lunes, por segundo año, ante el Congreso, un formato extraordinario que reúne a la Asamblea Nacional y al Senado en Versalles, en un momento en el que los sondeos y muchos comentaristas han decretado el fin definitivo del estado de gracia.
El discurso, de una hora y media, no marca un giro. El tren de las reformas —la próxima, después de la del mercado laboral y la de los ferrocarriles públicos, es la de las pensiones— seguirá avanzando. La novedad fue tono y el acento. El tono de humildad y el acento social podían entenderse como una admisión tácita de la validez de algunas críticas: le han acusado de presidente de los ricos, de gobernar a la derecha pese a ganar las elecciones con millones de votos socialistas, de ejercer el poder como un dios antiguo en el Olimpo, de actuar como un monarca arrogante y engreído. Era también una reacción a la erosión de la popularidad que reflejan los sondeos.
El presidente, pese a la nueva retórica y pese a las explicaciones, mantiene el rumbo. Sus soluciones a la desigualdad no consisten en las recetas de la izquierda tradicional, contra las que cargó al desautorizar el impuesto del 75% para los más ricos, una de las primeras medidas estrella de su mentor, el expresidente socialista François Hollande. Su receta, una especie de tercera vía al estilo Tony Blair que en Francia llega casi dos décadas tarde, consiste en lo que llamó la "emancipación", por la educación, el trabajo o un Estado del bienestar "eficaz", que rompa con los bloqueos y haga real la meritocracia republicana.
"No me gustan ni las castas, ni las rentas, ni los privilegios, y creo que existen éxitos que no se traducen por el enriquecimiento pecuniario", dijo Macron. "Pero la creación de riquezas, la prosperidad de una nación, son el fundamento de todo proyecto de sociedad". Así se justifica, en su visión, la rebaja de impuestos para las empresas. "Si queremos repartir el pastel, la primera condición es que haya un pastel. Y son las empresas, donde se juntan accionistas, dirigentes y trabajadores, son los productores los que hacen este pastel, y nadie más".
El problema de Francia, según el presidente, no son las desigualdades de ingresos, sino las "desigualdades de destino". Es decir, las desigualdades marcadas por el origen familiar o geográfico de los ciudadanos, y difíciles de superar: se trate de la banlieue o extrarradio con escuelas poco dotadas, del nombre y apellido árabe que cierra puertas laborales, o de la Francia rural mal comunicada que también ralentiza el ascensor social. El sujeto del discurso no fue la Francia que gana —la Francia urbana y cosmopolita, la que eligió a Macron y le dio la mayoría en la Asamblea Nacional— sino la de las clases populares. En septiembre anunciará un esperado plan antipobreza cuyo objetivo "no es permitir a [los] conciudadanos pobres que vivan mejor, sino que salgan de la pobreza de una vez por todas".
El discurso anual ante el Congreso es una práctica inspirada en el discurso sobre el estado de la Unión de Estados Unidos. No existía en Francia hasta que Macron lo introdujo el año pasado. La Constitución francesa permite al jefe de Estado dirigirse directamente a los parlamentarios desde 2008, pero tanto Nicolas Sarkozy, presidente en la época, como Hollande, usaron este instrumento sólo una vez. Varios diputados —los de la izquierda de La Francia Insumisa y algunos de la derecha de Los Republicanos— se ausentaron en señal de protesta.
Macron camina por la Galería del Palacio de Versalles, antes de pronunciar el discurso al Congreso.
Macron camina por la Galería del Palacio de Versalles, antes de pronunciar el discurso al Congreso. EFE
Macron aseguró, al principio del discurso, que no había olvidado "los miedos y las cóleras" que llevaron a los franceses a elegirle a él, en vez de a los candidatos de los partidos tradicionales de izquierda y derecha, o al Frente Nacional, el viejo partido de extrema derecha. En tono casi de contrición, añadió: "Hay algo que todo presidente de la República sabe. Sabe que no puede hacerlo todo. Sabe que no todo le saldrá bien. Y yo os lo confirmo: sé que no puedo hacerlo todo, que no todo me sale bien". También prometió diálogo al Parlamento —pidió una enmienda constitucional que le permita participar el debate posterior al discurso ante el Congreso— y a los sindicatos.
El ejercicio terminó con el anuncio, nada humilde, de que Francia llevaba demasiado tiempo conformándose con ser una potencia media, y en el siglo XXI debía aspirar a ser una potencia. Entretanto, intentó ofrecer explicación coherente del elenco de reformas, a veces incomprensibles. El rumbo está trazado. Los exegetas del macronismo, proclives a la épica, ya no describen al presidente como un Júpiter omnipotente sino como un paciente Ulises.