La OTAN descorre las cortinas
La Alianza Atlántica estrena sede en un momento complejo para la transparencia y la modernidad, señas de identidad del nuevo edificio
Lucía Abellán
Bruselas, El País
La OTAN descorre las cortinas en un momento delicado para la transparencia. Casi 15 años después de haber concebido el primer diseño, la Alianza Atlántica inaugura sus nuevos cuarteles generales en Bruselas. Se trata de uno de los complejos más peculiares de Europa, por sus dimensiones —41 hectáreas que se extienden sobre una antigua base aérea belga— y por las estrictas medidas de seguridad que incorpora. Atrás queda el lúgubre edificio con aspecto de búnker en el que ha transcurrido hasta ahora la discreta vida de los aliados. El grueso de los empleados trabaja ya en una superficie acristalada, provista de espacios diáfanos y con los últimos avances en eficiencia energética.
Un grupo de diplomáticos holandeses mantiene una conversación —previsiblemente confidencial— en una habitación completamente visible desde el exterior. La insólita imagen, observada el pasado viernes durante una visita a la nueva sede realizada por un grupo de medios, entre ellos EL PAÍS, revela el espíritu de los nuevos tiempos que quiere proyectar la OTAN. “No hay nada que ocultar”, argumenta Mark Spicer, uno de los responsables del aterrizaje de los 4.000 empleados de esta institución en su nuevo lugar de trabajo, muy próximo en distancia al anterior.
Pero muchas cosas han cambiado desde que los países aliados decidieron construir un edificio emblemático como símbolo de modernidad y apertura al mundo. La principal, el perfil del liderazgo en Estados Unidos, principal fuerza política y militar de la Alianza. Los responsables de la OTAN se apresuraron a inaugurar la sede hace un año, cuando aún no estaba lista, para mostrársela al entonces recién llegado Donald Trump. Además de hacer chistes sobre el elevado coste de construcción —sugiriendo que la factura la pagaba su país—, el presidente estadounidense mostró en privado su disgusto por los materiales empleados. “Es todo cristal. Una bomba podría derribarlo”, reprochó a quien quiso escucharlo, según desveló entonces la prensa estadounidense.
Sobrecostes y año y medio de demora
Casi todas las obras faraónicas se parecen en una cosa: el precio y el periodo de construcción suelen exceder con mucho lo establecido por contrato. La macrosede de la OTAN, cuya primera piedra se puso en 2010 aunque solo quedó rematada el año pasado, no ha sido una excepción. El coste final ha ascendido a 1.170 millones de euros. Aunque la institución argumenta que está en línea con otras sedes emblemáticas de instituciones internacionales, la evaluación inicial de costes no superaba los 750 millones.
En algún momento del camino, las obras se paralizaron por problemas con las subcontratas. Como resultado, la fecha de entrega se demoró 18 meses sobre lo previsto. Si no hay más sorpresas, la mudanza habrá finalizado a mediados de junio.
Más allá de la anécdota, la frase revela que el ideario que intenta transmitir el edificio —diálogo, transparencia— puede haber quedado obsoleto antes incluso de estrenarse. El renacimiento de las tensiones geopolíticas con Rusia, los recelos entre Europa y Estados Unidos y las nuevas amenazas híbridas configuran un escenario de inestabilidad impensable cuando se consensuó el cambio de instalaciones, en abril de 1999.
Esa frágil apariencia encierra, según los expertos del edificio, una gran fortaleza. “No puedo dar detalles, pero es muy resistente. El hecho de que sea un edificio bastante plano, en lugar de construirse en altura, tiene que ver también con la experiencia del 11 de septiembre”, explica Camille Grand, asesor del secretario general de la OTAN para inversiones. Aun así, este responsable matiza que el imponente complejo, que simula ocho dedos engarzados, no es una instalación militar, sino la sede de un órgano donde se toman esencialmente decisiones políticas.
Veto a los móviles
El único elemento que garantiza la continuidad estética entre el edificio anterior y el actual es el núcleo físico de decisión. La llamada sala 1, un espacio oscuro y solemne donde se reúnen los mandatarios —desde los embajadores de los 29 países aliados en reuniones ordinarias hasta los jefes de Estado y de Gobierno durante las cumbres— guarda muchas similitudes con la anterior. El olor a cuero viejo y la moqueta color crema han sido sustituidos por un aroma a mobiliario nuevo y un suelo en tonos marrones. La estructura de mesas contiguas en forma de círculo ha pasado a ser elíptica, para acomodar a los nuevos miembros de la organización sin estrechuras. Y el mismo lema, característico de la OTAN, preside ambas salas: Animus in consulendo liber (Un espíritu libre para decidir).
El edificio busca mostrar que “no hay nada que ocultar”
Durante las reuniones, nadie —ni siquiera los gobernantes— puede acceder a ese espacio con dispositivos electrónicos. Por si acaso, la cobertura de móvil se corta al entrar. La transparencia —y la confianza mutua de la que hacen gala los aliados— tiene sus límites.
El elemento que más ha cambiado desde la concepción de la nueva sede hasta su estreno ha sido la amenaza cibernética. “En aquel momento no era tan importante como ahora”, justifica el ayudante de inversiones de la OTAN. Antes de mudarse, se hizo un barrido de seguridad en el nuevo espacio “para asegurar que no hubiese ninguna habitación comprometida”. Camille Grand asegura que no detectaron interferencias.
Pese a que la seguridad en el corazón de la Alianza reproduce en buena medida los usos y costumbres estadounidenses, Washington no se fía del todo. El país norteamericano ha sido el único que no ha dejado en manos del personal de la OTAN la llegada a las nuevas instalaciones. Solo los profesionales estadounidenses pueden adecuar el enorme espacio (un ala entera del complejo) que ocupan sus 400 empleados.
El mayor cambio desde que se ideó la nueva sede es la amenaza cibernética
Impostado o genuino, el espíritu que trata de simbolizar esta instalación, diseñada por la casa de arquitectura Som Assar, es el del entendimiento. Y el ágora aparece como la gran metáfora. Para moverse entre las diferentes alas, todo el personal tiene que atravesar forzosamente esa especie de plaza pública, completamente diáfana y que invita al contacto personal. En una organización que funciona por consenso, las charlas informales son imprescindibles para lograr el sí de los 29 aliados, alegan los sabios de la macrosede.
En el exterior, dos retazos de historia (un trozo del Muro de Berlín y un monumento a las víctimas del 11-S, el único momento de la historia en que la OTAN activó el deber de asistencia mutua) recuerdan buenos y malos ratos en la trayectoria de la Alianza. Los próximos capítulos están por escribir.
Lucía Abellán
Bruselas, El País
La OTAN descorre las cortinas en un momento delicado para la transparencia. Casi 15 años después de haber concebido el primer diseño, la Alianza Atlántica inaugura sus nuevos cuarteles generales en Bruselas. Se trata de uno de los complejos más peculiares de Europa, por sus dimensiones —41 hectáreas que se extienden sobre una antigua base aérea belga— y por las estrictas medidas de seguridad que incorpora. Atrás queda el lúgubre edificio con aspecto de búnker en el que ha transcurrido hasta ahora la discreta vida de los aliados. El grueso de los empleados trabaja ya en una superficie acristalada, provista de espacios diáfanos y con los últimos avances en eficiencia energética.
Un grupo de diplomáticos holandeses mantiene una conversación —previsiblemente confidencial— en una habitación completamente visible desde el exterior. La insólita imagen, observada el pasado viernes durante una visita a la nueva sede realizada por un grupo de medios, entre ellos EL PAÍS, revela el espíritu de los nuevos tiempos que quiere proyectar la OTAN. “No hay nada que ocultar”, argumenta Mark Spicer, uno de los responsables del aterrizaje de los 4.000 empleados de esta institución en su nuevo lugar de trabajo, muy próximo en distancia al anterior.
Pero muchas cosas han cambiado desde que los países aliados decidieron construir un edificio emblemático como símbolo de modernidad y apertura al mundo. La principal, el perfil del liderazgo en Estados Unidos, principal fuerza política y militar de la Alianza. Los responsables de la OTAN se apresuraron a inaugurar la sede hace un año, cuando aún no estaba lista, para mostrársela al entonces recién llegado Donald Trump. Además de hacer chistes sobre el elevado coste de construcción —sugiriendo que la factura la pagaba su país—, el presidente estadounidense mostró en privado su disgusto por los materiales empleados. “Es todo cristal. Una bomba podría derribarlo”, reprochó a quien quiso escucharlo, según desveló entonces la prensa estadounidense.
Sobrecostes y año y medio de demora
Casi todas las obras faraónicas se parecen en una cosa: el precio y el periodo de construcción suelen exceder con mucho lo establecido por contrato. La macrosede de la OTAN, cuya primera piedra se puso en 2010 aunque solo quedó rematada el año pasado, no ha sido una excepción. El coste final ha ascendido a 1.170 millones de euros. Aunque la institución argumenta que está en línea con otras sedes emblemáticas de instituciones internacionales, la evaluación inicial de costes no superaba los 750 millones.
En algún momento del camino, las obras se paralizaron por problemas con las subcontratas. Como resultado, la fecha de entrega se demoró 18 meses sobre lo previsto. Si no hay más sorpresas, la mudanza habrá finalizado a mediados de junio.
Más allá de la anécdota, la frase revela que el ideario que intenta transmitir el edificio —diálogo, transparencia— puede haber quedado obsoleto antes incluso de estrenarse. El renacimiento de las tensiones geopolíticas con Rusia, los recelos entre Europa y Estados Unidos y las nuevas amenazas híbridas configuran un escenario de inestabilidad impensable cuando se consensuó el cambio de instalaciones, en abril de 1999.
Esa frágil apariencia encierra, según los expertos del edificio, una gran fortaleza. “No puedo dar detalles, pero es muy resistente. El hecho de que sea un edificio bastante plano, en lugar de construirse en altura, tiene que ver también con la experiencia del 11 de septiembre”, explica Camille Grand, asesor del secretario general de la OTAN para inversiones. Aun así, este responsable matiza que el imponente complejo, que simula ocho dedos engarzados, no es una instalación militar, sino la sede de un órgano donde se toman esencialmente decisiones políticas.
Veto a los móviles
El único elemento que garantiza la continuidad estética entre el edificio anterior y el actual es el núcleo físico de decisión. La llamada sala 1, un espacio oscuro y solemne donde se reúnen los mandatarios —desde los embajadores de los 29 países aliados en reuniones ordinarias hasta los jefes de Estado y de Gobierno durante las cumbres— guarda muchas similitudes con la anterior. El olor a cuero viejo y la moqueta color crema han sido sustituidos por un aroma a mobiliario nuevo y un suelo en tonos marrones. La estructura de mesas contiguas en forma de círculo ha pasado a ser elíptica, para acomodar a los nuevos miembros de la organización sin estrechuras. Y el mismo lema, característico de la OTAN, preside ambas salas: Animus in consulendo liber (Un espíritu libre para decidir).
El edificio busca mostrar que “no hay nada que ocultar”
Durante las reuniones, nadie —ni siquiera los gobernantes— puede acceder a ese espacio con dispositivos electrónicos. Por si acaso, la cobertura de móvil se corta al entrar. La transparencia —y la confianza mutua de la que hacen gala los aliados— tiene sus límites.
El elemento que más ha cambiado desde la concepción de la nueva sede hasta su estreno ha sido la amenaza cibernética. “En aquel momento no era tan importante como ahora”, justifica el ayudante de inversiones de la OTAN. Antes de mudarse, se hizo un barrido de seguridad en el nuevo espacio “para asegurar que no hubiese ninguna habitación comprometida”. Camille Grand asegura que no detectaron interferencias.
Pese a que la seguridad en el corazón de la Alianza reproduce en buena medida los usos y costumbres estadounidenses, Washington no se fía del todo. El país norteamericano ha sido el único que no ha dejado en manos del personal de la OTAN la llegada a las nuevas instalaciones. Solo los profesionales estadounidenses pueden adecuar el enorme espacio (un ala entera del complejo) que ocupan sus 400 empleados.
El mayor cambio desde que se ideó la nueva sede es la amenaza cibernética
Impostado o genuino, el espíritu que trata de simbolizar esta instalación, diseñada por la casa de arquitectura Som Assar, es el del entendimiento. Y el ágora aparece como la gran metáfora. Para moverse entre las diferentes alas, todo el personal tiene que atravesar forzosamente esa especie de plaza pública, completamente diáfana y que invita al contacto personal. En una organización que funciona por consenso, las charlas informales son imprescindibles para lograr el sí de los 29 aliados, alegan los sabios de la macrosede.
En el exterior, dos retazos de historia (un trozo del Muro de Berlín y un monumento a las víctimas del 11-S, el único momento de la historia en que la OTAN activó el deber de asistencia mutua) recuerdan buenos y malos ratos en la trayectoria de la Alianza. Los próximos capítulos están por escribir.