Deschamps en la encrucijada
Luis Miguel Pascual
Moscú, EFE
Nadie lo dice en voz alta en el bucólico cuartel general de Francia en Istra, a 70 kilómetros de Moscú, pero en todas las mentes está la sensación de que Didier Deschamps se la juega en los octavos de final del Mundial de Rusia contra Argentina.
El técnico nacido en Bayona hace 49 años cumplirá en el estadio de Kazan un récord, 80 partidos en el banquillo "bleu", y lo hará en menos tiempo que el anterior plusmarquista, Raymond Domench.
La Francia actual es una apuesta personal del técnico, que ha llegado a amasar tanto crédito, entre el mundo del fútbol y la opinión pública, que ha hecho todo lo que ha querido, sin que en caso de fracaso pueda echar balones fuera sobre el padre de la derrota.
Los octavos han sido el primer objetivo, alcanzado sin brillo, y el discurso oficial se ha centrado en destacar que lo importante era el resultado, por lo que si éste no acompaña contra Argentina, Deschamps no tendrá ningún asidero al que amarrar su supervivencia.
Llegará el momento de los balances y el seleccionador se encontrará en una encrucijada: será tomado como el principal responsable de un fracaso y carecerá de ningún argumento que le salve de la tormenta.
La mejor prueba de que su puesto está menos asegurado de lo que podría pensarse del único técnico de una gran nación que se ha clasificado sin problemas, es que su figura ha necesitado un respaldo público.
El presidente de la Federación Francesa de Fútbol (FFF), Noel Le Graet, asomó la cabeza en el búnker francés para decirles a los periodistas, 48 horas antes del duelo ante Argentina, que Deschamps no está cuestionado. Los entrenadores que no están cuestionados no necesitan ser confirmados en sus puestos.
Caer en octavos sería un fracaso. Deschamps llevó a la selección hasta cuartos en su primera fase final en el Mundial de Brasil y, dos años más tarde, en su propio territorio, alcanzó la final.
El técnico ha logrado desembarazar al equipo de las polémicas anteriores y convertirlo en una maquinaria bien engrasada.
Se ha especializado en formar un grupo pacificado, en evacuar las polémicas, con mano izquierda en unos casos o con mano dura en otros, como en la actitud que adoptó con el delantero del Real Madrid Karim Benzema, excluido del grupo tras ser imputado por complicidad en una acusación de chantaje con un vídeo de contenido sexual a su compañero Mathieu Valbuena.
El buen ambiente y la cordialidad, sin embargo, no se han traducido en un juego atractivo ni han generado el contexto necesario para que brillen sus estrellas.
Si Deschamps no lleva a Francia, al menos, a la misma ronda de hace cuatro años, tendrá difícil convencer de su continuidad a una opinión pública que ve como sus estrellas, los Griezmann, Mbappe, Pogba y compañía, firman grandes actuaciones en sus clubes y no en su selección.
Además, pasará por ser un buen técnico que, sin embargo, se empequeñece ante las grandes ocasiones. En sus dos anteriores finales cayó contra el campeón. En Brasil perdió frente a Alemania y en la Eurocopa de Francia fue derrotado en la final por la Portugal de Cristiano Ronaldo.
Un nuevo fracaso ante la Argentina de Lionel Messi le colocaría una etiqueta que también viene alimentada por su trayectoria en el Mónaco, con quien perdió la final de la Liga de Campeones de 2004 frente al Oporto de Jose Mourinho.
Es fácil caer en la tentación de dejar de creer en un entrenador que tropieza en las citas clave, sobre todo cuando en los noches de todos los franceses planea el sueño de ver sentado en el banquillo a su ídolo nacional, Zinedine Zidane.
Tras el anuncio de que abandonaba el Madrid, el nombre del triple campeón de Europa planea sobre la selección francesa, por mucho que el propio Zizou o Le Graet se empeñen en negarlo.
¿Qué otro nombre puede adaptarse mejor a lo que necesita Francia? Deschamps sabe que frente a esa espada de Damocles solo le pueden salvar los resultados. Un triunfo contra Argentina ampliaría su crédito, pero necesita, además, que el juego mejores para ganarse a la afición.
Moscú, EFE
Nadie lo dice en voz alta en el bucólico cuartel general de Francia en Istra, a 70 kilómetros de Moscú, pero en todas las mentes está la sensación de que Didier Deschamps se la juega en los octavos de final del Mundial de Rusia contra Argentina.
El técnico nacido en Bayona hace 49 años cumplirá en el estadio de Kazan un récord, 80 partidos en el banquillo "bleu", y lo hará en menos tiempo que el anterior plusmarquista, Raymond Domench.
La Francia actual es una apuesta personal del técnico, que ha llegado a amasar tanto crédito, entre el mundo del fútbol y la opinión pública, que ha hecho todo lo que ha querido, sin que en caso de fracaso pueda echar balones fuera sobre el padre de la derrota.
Los octavos han sido el primer objetivo, alcanzado sin brillo, y el discurso oficial se ha centrado en destacar que lo importante era el resultado, por lo que si éste no acompaña contra Argentina, Deschamps no tendrá ningún asidero al que amarrar su supervivencia.
Llegará el momento de los balances y el seleccionador se encontrará en una encrucijada: será tomado como el principal responsable de un fracaso y carecerá de ningún argumento que le salve de la tormenta.
La mejor prueba de que su puesto está menos asegurado de lo que podría pensarse del único técnico de una gran nación que se ha clasificado sin problemas, es que su figura ha necesitado un respaldo público.
El presidente de la Federación Francesa de Fútbol (FFF), Noel Le Graet, asomó la cabeza en el búnker francés para decirles a los periodistas, 48 horas antes del duelo ante Argentina, que Deschamps no está cuestionado. Los entrenadores que no están cuestionados no necesitan ser confirmados en sus puestos.
Caer en octavos sería un fracaso. Deschamps llevó a la selección hasta cuartos en su primera fase final en el Mundial de Brasil y, dos años más tarde, en su propio territorio, alcanzó la final.
El técnico ha logrado desembarazar al equipo de las polémicas anteriores y convertirlo en una maquinaria bien engrasada.
Se ha especializado en formar un grupo pacificado, en evacuar las polémicas, con mano izquierda en unos casos o con mano dura en otros, como en la actitud que adoptó con el delantero del Real Madrid Karim Benzema, excluido del grupo tras ser imputado por complicidad en una acusación de chantaje con un vídeo de contenido sexual a su compañero Mathieu Valbuena.
El buen ambiente y la cordialidad, sin embargo, no se han traducido en un juego atractivo ni han generado el contexto necesario para que brillen sus estrellas.
Si Deschamps no lleva a Francia, al menos, a la misma ronda de hace cuatro años, tendrá difícil convencer de su continuidad a una opinión pública que ve como sus estrellas, los Griezmann, Mbappe, Pogba y compañía, firman grandes actuaciones en sus clubes y no en su selección.
Además, pasará por ser un buen técnico que, sin embargo, se empequeñece ante las grandes ocasiones. En sus dos anteriores finales cayó contra el campeón. En Brasil perdió frente a Alemania y en la Eurocopa de Francia fue derrotado en la final por la Portugal de Cristiano Ronaldo.
Un nuevo fracaso ante la Argentina de Lionel Messi le colocaría una etiqueta que también viene alimentada por su trayectoria en el Mónaco, con quien perdió la final de la Liga de Campeones de 2004 frente al Oporto de Jose Mourinho.
Es fácil caer en la tentación de dejar de creer en un entrenador que tropieza en las citas clave, sobre todo cuando en los noches de todos los franceses planea el sueño de ver sentado en el banquillo a su ídolo nacional, Zinedine Zidane.
Tras el anuncio de que abandonaba el Madrid, el nombre del triple campeón de Europa planea sobre la selección francesa, por mucho que el propio Zizou o Le Graet se empeñen en negarlo.
¿Qué otro nombre puede adaptarse mejor a lo que necesita Francia? Deschamps sabe que frente a esa espada de Damocles solo le pueden salvar los resultados. Un triunfo contra Argentina ampliaría su crédito, pero necesita, además, que el juego mejores para ganarse a la afición.