Zidane, cuando los títulos no engañan

El último testamento del francés se certificó en su hasta luego: señores, tomen nota, el Madrid, por muy campeón de Europa que sea, requiere un volantazo

José Sámano
El País
Tan impecable en las formas como en el fondo, Zinedine Zidane se fue a hombros, de los suyos y los rivales, con un mensaje esencial: la Copa de Europa no lo es todo. Un aviso tan sustancial que dejó estupefacto incluso a Florentino Pérez, al que pilló en fuera de juego como no se recuerda, pese a que Zizou ya le dio otro portazo como jugador. Al francés, un ganador como se definió, la Champions no le ha colmado como mayoritariamente ha parecido saciar al Madrid y al madridismo. ¿Su mejor momento en el club? “Haber logrado la Liga”. ¿Su peor momento? “La eliminación en Copa con el Leganés”. ¿Y de no haber conquistado la 13ª se hubiera querido quedar? “Puede ser...”. Faltó saber si, a tenor de lo que deslizó en su impactante despedida, hubiera seguido de haber sellado la Liga.


Por paradójico que parezca, a Zidane le ha faltado este curso aquello de lo que ha disfrutado su colega Ernesto Valverde, sufridor a su vez por no haber brindado con la Copa de Europa del francés. Resulta que mientras el Barça se torturaba por el batacazo de Roma y sus dirigentes filtraban con mala baba su desdén por Valverde, por entonces Zidane ya mascullaba su renuncia al término de la temporada pese a que tenía Kiev a la vista.

El 15 de febrero, al término del 3-1 en el Bernabéu contra el PSG, Sergio Ramos lanzó a los periodistas: “Dais por hecho que si el Madrid gana otra vez la Champions Zidane se queda, pero igual os lleváis una sorpresa y se va, se toma un descanso...”. La plantilla ya le había visto tocado como nunca tras el varapalo con el Leganés y otras fugas. Con todo, por convencimiento y en busca de una reacción que no llegó en las contiendas domésticas, Zidane hizo de centurión de todos los jugadores. Desde Keylor Navas a los suplentes o los pretorianos. Ni una mala palabra, ni un murmullo, ni una mala mueca. Ni entonces ni en su inopinada despedida.

Contrario por completo al supuesto interno de que una Champions valía por una Liga subestimada ya antes de Navidad, el entrenador francés vislumbró rápido que el tránsito no le satisfacía. Ni siquiera de llegar al trono europeo. Para él era frustrante el desdén por el día a día. No verse capaz de que su discurso calara como lo había hecho solo una temporada antes con el primer doblete para la entidad en 59 años. Para Zidane no se trataba de echar el lazo a la Liga y la Copa, pero sí al menos competir, tener colmillo.

En chanclas por los torneos domésticos, el Madrid se vio en Europa al borde de la cuneta en varias ocasiones. Puede que en su fuero interno el propio técnico haya metabolizado que la 13ª traca tuvo algo de casual. Encima, el título no evitó la inflamación de ombligo de Cristiano y Bale. Una plantilla que apostó todo a la Copa de Europa para disgusto de su entrenador y resulta que ni así algunos evitaron torcer el morro. Demasiado para Zidane, que mucho antes ya había concluido que era preciso otro discurso, otro método. De alguna manera, le pudo la misma impotencia que en su día doblegó a José Antonio Camacho y al mismísimo Florentino Pérez, los últimos que dimitieron antes que ZZ. “El rendimiento de este equipo no es el adecuado y estando yo no va a mejorar”, sentenció el murciano en 2004. “He maleducado a los jugadores”, espetó el presidente dos años después. Ambos, el entrenador y el dirigente, evidenciaron un cruce de caminos con el vestuario. Lo mismo ha detectado Zidane, pese a que su relación con la plantilla haya sido fluida hasta el final.

Decepcionado con el discurrir de la campaña, Zizou hubiera tenido que ejercer de cirujano ante la próxima. Hubiera tenido que tomar decisiones que quién sabe si hubieran estado en sintonía con el club. Incluso si no le hubieran desvelado más de lo que estaba dispuesto a soportar.

El mismo hombre que tuvo ojo clínico para irse del Real como jugador pese a tener un año más de contrato, se ha plantado ahora como un acto de servicio a una institución que llevará muy dentro de por vida. Los apegos de Zidane son otros. Y el que se tiene a sí mismo pasa por no estar donde huele que no debe estar. Como profesional siempre fue dueño de su destino. Y nunca hubo un Madrid, una Francia, un Florentino Pérez que le retuviera a disgusto. Su figura trasciende a cualquier cargo, no precisa de ninguna atalaya. Y pocos lo saben mejor que el presidente del Real Madrid. De ahí que sorprenda que el gobernante blanco no hubiera tenido pistas de lo que rumiaba su entrenador. O que el propio ZZ no se lo hubiera insinuado al menos.

Ahora es al mandatario —al que solo Pablo Laso le ha durado más de tres años— a quien corresponde operar con urgencia. Aunque quizá sea más apremiante retorcer el rumbo de la plantilla, salvo que el dogma institucional se sienta complacido sin más con otro órdago venidero por la 14ª. A Zidane no le ha llenado. Y el Madrid, el madridismo, se debe mucho más que el tiro al aire de una Copa de Europa. Para ello requerirá la intervención contundente del alto mando. Porque si una figura tan reputada y estimada como Zidane se ha rendido a los dos años y medio, crudo lo tendrá su sucesor. Máxime cuando, excepto alguna apuesta casera y valiente, no se atisba un relevo con el predicamento del francés y su ascendencia sobre el presidente y la afición. Porque el legado de Zidane no solo pasa por nueve títulos ganados. Ni siquiera por su extraordinario y ejemplar señorío. El último testamento de Zidane se certificó en su hasta luego de este jueves: señores, tomen nota, el Madrid, por muy campeón de Europa que sea, requiere un volantazo.

Palabra de Zidane, al que los títulos no engañan.

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