Un hogar en las alturas para los ‘okupas’ brasileños
El colapso de un rascacielos abandonado en São Paulo muestra la pobreza de miles de familias sin vivienda
Tom C. Avendaño
São Paulo, El País
Lorraine, una mujer transexual de 37 años, ha visto muchas cosas en los años que lleva ejerciendo la prostitución en São Paulo, pero nunca esto. Su casa, en pleno centro de la principal ciudad de América Latina, se ha convertido en una montaña de escombros coronada por una columna de humo blanco. “Lo he perdido todo“, cuenta con un hilo de voz grave, sentada en las escaleras de una iglesia cercana. Aún tiene las uñas, los labios y las cejas pintadas. Está rodeada de cajas de leche y bolsas de basura llenas de donativos que han ido trayendo los feligreses. “He perdido mis cosas, mis documentos, mi casa. He perdido la vida”.
Hay docenas de personas como ella en la entrada de la iglesia. La misma cara de derrota, los ojos enrojecidos. Son algunas de las 372 personas que vivían en uno de los rascacielos okupados del centro de São Paulo hasta que, la madrugada del 1 de mayo, se derrumbó. Fue la imagen más espectacular que haya dado la ciudad en años: 24 plantas de metal y hormigón, del característico estilo internacional paulistano, se desplomaron sobre el suelo, envueltas en llamas, en cuestión de segundos. Casi todos los inquilinos se salvaron, pero solo porque el incendio que acabó provocando el derrumbe fue lento y los bomberos tuvieron tiempo de desalojar. El viernes, los bomberos encontraron un muerto entre los escombros pero no esperan que haya muchos más. Mientras, las 171 familias que han sobrevivido, todas de clase baja, se han quedado sin un lugar en el que vivir.
Pero ese no es el único problema. Es que todas las vidas que no se han perdido en este incidente podrían perderse en los que inevitablemente vendrán, porque si algo no falta en São Paulo son edificios que reúnen las mismas lamentables condiciones. Rascacielos de aspecto moderno, generalmente inaugurados a bombo y platillo durante el llamado boom modernista en los cincuenta y sesenta, y que ahora llevan años abandonados, sin revisiones ni reformas. Y lo peor de todo: que no están vacíos, sino que son el hogar ilegal de cientos de familias que han encontrado en ellos la única respuesta posible a los desorbitados alquileres de la ciudad y a la desigualdad brasileña, la mayor en el mundo de un país fuera de África.
Según el Ayuntamiento, hay en la ciudad 70 edificios ocupados como este y en ellos viven 5.500 familias. Y una buena parte está en el centro, un lugar que atrae a miles de estudiantes de arquitectura de todo el mundo por sus increíbles construcciones, pero que en realidad es un cementerio de rascacielos abandonados con vocación de trampa mortal.
“Vivir en estos edificios siempre conlleva un riesgo, pero es que es lo que hay si quieres vivir en el centro. Y una nunca se espera… bueno, esto”, señala Lorraine. En el caso del edificio derrumbado el martes, el Movimento de Lula por Moradoria Digna (Movimiento de Lucha por una Vivienda Digna) cobraba un alquiler simbólico a sus inquilinos para mantener un cierto control sobre el espacio. Pero ese pago solo garantiza un techo. Nada más.
No muy lejos de Lorraine está Leandro Renitz Oliveira, de 29 años, rubio, con los ojos achinados. También ha perdido su casa. “Y mi tele, mi cocina, y mi mesa…”, solloza. Sentado en el suelo, muestra a quien se le acerque un cartoncito con varios sellos, uno por cada mes de alquiler pagado por vivir allí con su mujer. “¿Ves? Está todo en orden”, insiste, esgrimiendo el cartoncito desgastado, como un pasaporte de un país que ya no existe.
El juego de responsabilidades por estos 70 edificios ha sido uno de los momentos menos admirables de la política brasileña en lo que va de año. Algunas construcciones, como la derrumbada, son del Gobierno federal, otras del Estado y otras del Ayuntamiento. En este caso, el Gobierno se defiende alegando que, por mucho que el rascacielos fuese suyo, le había entregado la propiedad al municipio a finales de 2017. La patata caliente es suya. El alcalde, Bruno Covas, encajó el golpe con una sinceridad casi entrañable: “Tenemos la sensación de que tal vez pudiésemos haber hecho alguna cosa para evitar esto”, dijo.
Días después anunció que iba a revisar los 70 edificios abandonados. Es el primer paso a un mundo lleno de problemas: hay mafias que no representan a ninguna asociación pero que cobran por vivir en ciertas construcciones. Otras fueron abandonadas antes de ser terminadas, y en ellas vive gente que habrá que reubicar. Y, mientras, hay que saber qué hacer con Lorraine, con Leandro y los demás supervivientes del accidente. “Nos llevan a un albergue hoy, vale”, comenta Lorraine. “¿Y dónde dormimos mañana?”.
Tom C. Avendaño
São Paulo, El País
Lorraine, una mujer transexual de 37 años, ha visto muchas cosas en los años que lleva ejerciendo la prostitución en São Paulo, pero nunca esto. Su casa, en pleno centro de la principal ciudad de América Latina, se ha convertido en una montaña de escombros coronada por una columna de humo blanco. “Lo he perdido todo“, cuenta con un hilo de voz grave, sentada en las escaleras de una iglesia cercana. Aún tiene las uñas, los labios y las cejas pintadas. Está rodeada de cajas de leche y bolsas de basura llenas de donativos que han ido trayendo los feligreses. “He perdido mis cosas, mis documentos, mi casa. He perdido la vida”.
Hay docenas de personas como ella en la entrada de la iglesia. La misma cara de derrota, los ojos enrojecidos. Son algunas de las 372 personas que vivían en uno de los rascacielos okupados del centro de São Paulo hasta que, la madrugada del 1 de mayo, se derrumbó. Fue la imagen más espectacular que haya dado la ciudad en años: 24 plantas de metal y hormigón, del característico estilo internacional paulistano, se desplomaron sobre el suelo, envueltas en llamas, en cuestión de segundos. Casi todos los inquilinos se salvaron, pero solo porque el incendio que acabó provocando el derrumbe fue lento y los bomberos tuvieron tiempo de desalojar. El viernes, los bomberos encontraron un muerto entre los escombros pero no esperan que haya muchos más. Mientras, las 171 familias que han sobrevivido, todas de clase baja, se han quedado sin un lugar en el que vivir.
Pero ese no es el único problema. Es que todas las vidas que no se han perdido en este incidente podrían perderse en los que inevitablemente vendrán, porque si algo no falta en São Paulo son edificios que reúnen las mismas lamentables condiciones. Rascacielos de aspecto moderno, generalmente inaugurados a bombo y platillo durante el llamado boom modernista en los cincuenta y sesenta, y que ahora llevan años abandonados, sin revisiones ni reformas. Y lo peor de todo: que no están vacíos, sino que son el hogar ilegal de cientos de familias que han encontrado en ellos la única respuesta posible a los desorbitados alquileres de la ciudad y a la desigualdad brasileña, la mayor en el mundo de un país fuera de África.
Según el Ayuntamiento, hay en la ciudad 70 edificios ocupados como este y en ellos viven 5.500 familias. Y una buena parte está en el centro, un lugar que atrae a miles de estudiantes de arquitectura de todo el mundo por sus increíbles construcciones, pero que en realidad es un cementerio de rascacielos abandonados con vocación de trampa mortal.
“Vivir en estos edificios siempre conlleva un riesgo, pero es que es lo que hay si quieres vivir en el centro. Y una nunca se espera… bueno, esto”, señala Lorraine. En el caso del edificio derrumbado el martes, el Movimento de Lula por Moradoria Digna (Movimiento de Lucha por una Vivienda Digna) cobraba un alquiler simbólico a sus inquilinos para mantener un cierto control sobre el espacio. Pero ese pago solo garantiza un techo. Nada más.
No muy lejos de Lorraine está Leandro Renitz Oliveira, de 29 años, rubio, con los ojos achinados. También ha perdido su casa. “Y mi tele, mi cocina, y mi mesa…”, solloza. Sentado en el suelo, muestra a quien se le acerque un cartoncito con varios sellos, uno por cada mes de alquiler pagado por vivir allí con su mujer. “¿Ves? Está todo en orden”, insiste, esgrimiendo el cartoncito desgastado, como un pasaporte de un país que ya no existe.
El juego de responsabilidades por estos 70 edificios ha sido uno de los momentos menos admirables de la política brasileña en lo que va de año. Algunas construcciones, como la derrumbada, son del Gobierno federal, otras del Estado y otras del Ayuntamiento. En este caso, el Gobierno se defiende alegando que, por mucho que el rascacielos fuese suyo, le había entregado la propiedad al municipio a finales de 2017. La patata caliente es suya. El alcalde, Bruno Covas, encajó el golpe con una sinceridad casi entrañable: “Tenemos la sensación de que tal vez pudiésemos haber hecho alguna cosa para evitar esto”, dijo.
Días después anunció que iba a revisar los 70 edificios abandonados. Es el primer paso a un mundo lleno de problemas: hay mafias que no representan a ninguna asociación pero que cobran por vivir en ciertas construcciones. Otras fueron abandonadas antes de ser terminadas, y en ellas vive gente que habrá que reubicar. Y, mientras, hay que saber qué hacer con Lorraine, con Leandro y los demás supervivientes del accidente. “Nos llevan a un albergue hoy, vale”, comenta Lorraine. “¿Y dónde dormimos mañana?”.