Trump impone a golpes el nuevo orden mundial

El planeta está asistiendo a un terremoto geoestratégico del que emergerá una América más solitaria que nunca

Jan Martínez Ahrens
Washington, El País
La presidencia de Donald Trump ha entrado en un punto crítico. Tras romper esta semana el acuerdo nuclear con Irán, el mandatario ha dado luz verde a la apertura este lunes de la embajada en Jerusalén, luego decidirá la suerte del Tratado de Libre Comercio con Canadá y México, después el destino de la guerra arancelaria con Europa, y el 12 de junio, el futuro nuclear de Corea del Norte. En apenas un mes, el mundo habrá asistido a un terremoto geoestratégico del que emergerá el nuevo orden soñado por Trump. El de una América más solitaria que nunca.


Europa queda estos días muy lejos de Estados Unidos. Mientras la canciller alemana, Angela Merkel, ha sentenciado que ya no se puede confiar en Estados Unidos, Trump vive horas dulces en casa. El desempleo toca el nivel más bajo desde 2000, los escándalos internos han quedado amortiguados por el vendaval exterior y las encuestas le sonríen. “Su valoración ha vuelto al lugar que tenía el día de su elección. Si los comicios de 2016 se celebraran hoy, nos encontraríamos con un resultado similar: Clinton ganaría el voto popular, pero Trump se llevaría el colegio electoral”, afirma el experto Larry Sabato, director del Centro para la Política de la Universidad de Virginia.

Esta recuperación del presidente traza, como todo en él, un cuadro paradójico. Hay una parte previsible, enraizada en su reforma fiscal y la bonanza económica, y otra inesperada que atañe a su agenda internacional. El showman televisivo que carecía de experiencia diplomática, el aislacionista que nunca había tratado con jefes de Estado, está ahora mismo librando su gran batalla política fuera de las fronteras.

Bombardear Siria, romper el pacto nuclear con Irán, distanciarse de sus aliados atlánticos, abrir embajada en Jerusalén o reunirse cara a cara con el líder de Corea del Norte le han dado entre los suyos aquello que jamás tuvo: aires de estadista. No es que hayan disminuido las críticas de los demócratas. Por el contrario, el furor antitrumpista no deja de crecer y el propio Barack Obama ha roto su silencio. Pero en el fracking permanente en que ha transformado Trump su presidencia, la polarización le proporciona el carburante electoral que necesita. Su votante, al igual que hiciera cuando era candidato, le identifica ahora como un mandatario poderoso y efectivo. El hombre capaz de cambiar, no ya Washington, sino el mundo.

“Hemos llegado a un momento crucial de la política exterior de EE UU. Es un mes donde todo se junta y los riesgos son muchos. Las conversaciones con Corea del Norte, las sanciones a Irán y la apertura de la embajada pueden detonar grandes crisis”, señala Jonathan Schanzer, experto de la Fundación para la Defensa de las Democracias.

En este viaje, Trump no ha ido solo. Ha hecho suya la agenda israelí en Oriente Próximo, ha impuesto el credo aislacionista en la Casa Blanca y él mismo se ha radicalizado. Hombre de instintos abrasivos, durante los primeros 12 meses de mandato, el ala moderada frenó sus ansias rupturistas. El estratega económico, Gary Cohn; el consejero de Seguridad Nacional, Herbert R. McMaster, y el secretario de Estado, Rex Tillerson, actuaban de contrapesos. Eran la última resistencia ante los estallidos presidenciales.

Llegado el año de las elecciones legislativas, claves para mantener el control del Congreso y evitar un eventual impeachment, los ha fulminado. En su lugar ha elegido a un equipo de halcones que lidera el nuevo jefe de la diplomacia, Mike Pompeo. Libre de ataduras y jaleado por los suyos, ha empezado la gran ofensiva exterior. La regla es clara: impón fuera, puntúa dentro.

“Obama entendía que Estados Unidos, debido a su poder, tenía una responsabilidad global. Para Trump no hay tales responsabilidades, todo son derechos. Mientras las demás naciones deben cumplir sus requerimientos, EE UU no tiene compromisos con nadie”, ha escrito el analista Peter Beinart.

Bajo este excepcionalismo, se dirige ahora hacia su mayor reto. El cara a cara con Corea del Norte. El 12 de junio el republicano se verá en Singapur con el Líder Supremo, Kim Jong-un. El objetivo va mucho más allá del desmantelamiento nuclear. La meta es reafirmar, sobre las ruinas del multilateralismo, la hegemonía mundial estadounidense.

Con esta premisa, el mandatario prepara su partida. Cuenta con el apoyo estratégico de China, dirige un ejército infinitamente superior al norcoreano y, tras un año de amenazas y pulsos testosterónicos, ambos contendientes han arribado a aguas de apariencia tranquila. Kim ha liberado a los últimos tres rehenes estadounidenses en su poder. Y Trump incluso ha humanizado a quien hace poco llamaba bajito y gordo: “Kim es honorable y quiere llevar al mundo real a su país”.

Son los compases previos a la reunión. Un encuentro al filo de la navaja del que pocos se atreven a dar un resultado, pese a que ha sido planteado en términos de todo o nada. Si triunfa, Trump habrá logrado lo que nadie esperaba de él. “El mundo sería un lugar más seguro”, sentencia Schanzer. Pero si fracasa, ya no habrá cartuchos diplomáticos que gastar. Por delante solo quedaría el uso de la fuerza y enfrentarse a la amenaza de un conflicto nuclear. Sería el estreno del nuevo orden mundial de Trump.

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