Simeone, el mejor entrenador de la historia del Atlético
Simeone redondea otra temporada prodigiosa, sin acceso a fichaje y con el trauma del traslado al Metropolitano
Rubén Amón
El País
Conviene explorar los límites de la ley de memoria histórica para desalojar la estatua de Neptuno y ubicar en su lugar a Diego Pablo Simeone. El dios de los mares incurrió en algunas atrocidades pretériTas que pueden escarmentarse en beneficio del culto rojiblanco al profeta argentino.
Es una manera de reconocer no ya su fama milagrera, sino los milagros verificados. Seis títulos en siete años jalonan el camino del Atlético de Madrid por la senda de la máxima competición. Y demuestran que la fertilidad de Simeone es superior a la de Neptuno mismo.
De hecho, las vitrinas del club empiezan a recuperar la arrogancia de antaño y a desdibujar la maldición del Pupas. No vamos a engañarnos a nosotros mismos con la frustración que supusieron las finales agónicas de Lisboa y Milán. Cualquiera de ellas hubiera sepultado a un aspirante subversivo, como les sucedió al Borussia o al Valencia. Y las dos juntas lo hubieran triturado, tanto por la crueldad de la trama como por la ferocidad recurrente del enemigo madridista. Simeone ha sabido construir la victoria y reaccionar a la derrota. Los vaivenes de la montaña rusa podrían haber desquiciado al equipo, pero las atribuciones chamánicas del míster han inducido un ejercicio de resiliencia. Ni los éxitos embriagaron al equipo ni los fracasos amenazaron con destruirlo. Se diría incluso que el Atleti se fortalecía en sus decepciones. Y que el entrenador permanecía como el faro y como la certeza. Simeone sujeta el club. Le ha devuelto la autoestima. Y ha conseguido proporcionarle incluso la mayor estabilidad de su historia. Puede decirse sin ambages: Simeone es el mejor entrador de la historia del Atleti.
Tiene mérito haberlo conseguido porque la desmesura del Real Madrid y del Barcelona en su presupuesto, su poder y su propaganda se añaden a la beligerancia del circuito europeo. La pugna falocrática de emires y oligarcas ha adulterado la pureza de las grandes competiciones. Es verdad que el Atleti ha recuperado tesorería. Y es cierto que ha decaído el enfermizo victimismo, pero también ha logrado sobreponerse a la fuga de talentos, a la limitación de los fichajes -las sanciones nos han impedido abastecernos en el mercado- y al trauma que ha supuesto el desalojo del Calderón. Una operación de porvenir (¿?) que ha asfixiado el presente, y cuya indescriptible desolación ha amenazado la idiosincrasia del equipo mismo. Si el Atleti es un equipo distinto, sucede por la personalidad y la raigambre. Por la alegoría del Paseo de los Melancólicos. Y por su fervor popular y calor costumbrista a la orilla del Manzanares.
El exilio nos ha constreñido a jugar siempre fuera de casa. Ha relativizado el poder escénico del Calderón. Y ha homologado el acceso de aficionados snobs y maleducados, incluidos los atléticos oportunistas que reclamaron hace un par de meses la cabeza de Simeone.
Simeone es el principio y el fin. Arriesga el equipo a quedar esquilmado con las ofertas a Oblak y a Griezmann, pero la única incertidumbre relevante la expresaría la ausencia de nuestro condotiero. Suyo es el tridente y el derecho a una plaza en el centro de Madrid, aunque más que Neptuno parece el atlante que lleva sobre sus hombros el peso del club a semejanza de un inmenso balón de fútbol.
Rubén Amón
El País
Conviene explorar los límites de la ley de memoria histórica para desalojar la estatua de Neptuno y ubicar en su lugar a Diego Pablo Simeone. El dios de los mares incurrió en algunas atrocidades pretériTas que pueden escarmentarse en beneficio del culto rojiblanco al profeta argentino.
Es una manera de reconocer no ya su fama milagrera, sino los milagros verificados. Seis títulos en siete años jalonan el camino del Atlético de Madrid por la senda de la máxima competición. Y demuestran que la fertilidad de Simeone es superior a la de Neptuno mismo.
De hecho, las vitrinas del club empiezan a recuperar la arrogancia de antaño y a desdibujar la maldición del Pupas. No vamos a engañarnos a nosotros mismos con la frustración que supusieron las finales agónicas de Lisboa y Milán. Cualquiera de ellas hubiera sepultado a un aspirante subversivo, como les sucedió al Borussia o al Valencia. Y las dos juntas lo hubieran triturado, tanto por la crueldad de la trama como por la ferocidad recurrente del enemigo madridista. Simeone ha sabido construir la victoria y reaccionar a la derrota. Los vaivenes de la montaña rusa podrían haber desquiciado al equipo, pero las atribuciones chamánicas del míster han inducido un ejercicio de resiliencia. Ni los éxitos embriagaron al equipo ni los fracasos amenazaron con destruirlo. Se diría incluso que el Atleti se fortalecía en sus decepciones. Y que el entrenador permanecía como el faro y como la certeza. Simeone sujeta el club. Le ha devuelto la autoestima. Y ha conseguido proporcionarle incluso la mayor estabilidad de su historia. Puede decirse sin ambages: Simeone es el mejor entrador de la historia del Atleti.
Tiene mérito haberlo conseguido porque la desmesura del Real Madrid y del Barcelona en su presupuesto, su poder y su propaganda se añaden a la beligerancia del circuito europeo. La pugna falocrática de emires y oligarcas ha adulterado la pureza de las grandes competiciones. Es verdad que el Atleti ha recuperado tesorería. Y es cierto que ha decaído el enfermizo victimismo, pero también ha logrado sobreponerse a la fuga de talentos, a la limitación de los fichajes -las sanciones nos han impedido abastecernos en el mercado- y al trauma que ha supuesto el desalojo del Calderón. Una operación de porvenir (¿?) que ha asfixiado el presente, y cuya indescriptible desolación ha amenazado la idiosincrasia del equipo mismo. Si el Atleti es un equipo distinto, sucede por la personalidad y la raigambre. Por la alegoría del Paseo de los Melancólicos. Y por su fervor popular y calor costumbrista a la orilla del Manzanares.
El exilio nos ha constreñido a jugar siempre fuera de casa. Ha relativizado el poder escénico del Calderón. Y ha homologado el acceso de aficionados snobs y maleducados, incluidos los atléticos oportunistas que reclamaron hace un par de meses la cabeza de Simeone.
Simeone es el principio y el fin. Arriesga el equipo a quedar esquilmado con las ofertas a Oblak y a Griezmann, pero la única incertidumbre relevante la expresaría la ausencia de nuestro condotiero. Suyo es el tridente y el derecho a una plaza en el centro de Madrid, aunque más que Neptuno parece el atlante que lleva sobre sus hombros el peso del club a semejanza de un inmenso balón de fútbol.