Philip Roth, la escritura y la lujuria

El autor de ‘El lamento de Portnoy’ muere a los 85 años. Retirado desde 2010, su obra, explora la identidad judía y la sexualidad masculina en la América contemporánea

Eduardo Lago
Nueva York, El País
Philip Roth, titán de las letras norteamericanas y una fuerza de la naturaleza cuya portentosa producción novelística obliga a pensar, como se ha dicho en más de una ocasión, que no era exactamente un escritor sino una literatura, falleció la noche del martes a los 85 años de edad en un hospital de Manhattan, rodeado de amigos y familiares.


Había nacido en 1933, en la localidad de Newark, en New Jersey, escenario de buena parte de su dilatada obra, que suma más de treinta títulos de ficción, además de un valioso conjunto de libros de ensayo y memorias personales. Le fueron concedidos innumerables premios y distinciones, algunos de ellos los de mayor prestigio a que puede aspirar un escritor, incluido el Príncipe de Asturias de las Letras o Man Booker International a toda su carrera en 2011. La excepción fue el Nobel: haciendo honor a los altibajos de su trayectoria, la Academia Sueca no supo estar a la altura del genial novelista.

No era algo que a le importara demasiado. Roth escribía movido por un imperativo categórico. En una conversación particular con él con motivo de la publicación de una de las novelas centrales de su extenso corpus, Pastoral americana (1997), el escritor declaró que para él escribir entrañaba una entrega dolorosa. Su vida fue de principio a fin una aceptación de ese destino. Philip Roth encarnaba la idea del escritor total, y la dedicación a su oficio exigía de él, como en el caso de Kafka, una de sus influencias más conspicuas, una entrega sin fisuras, casi un sacrificio.

Había en su manera de entender su vocación una actitud comparable a la de uno de sus novelistas más admirados, Dostoievski. Como él, se adentraba en los abismos de la condición humana sin calcular los riesgos: “Cada mañana, siento que desciendo a una mina, de la que al final de la jornada regreso con los materiales que después he de pasar a la página”, dijo en aquella conversación. Su corpus novelístico, extraordinariamente sólido, incluye varias obras maestras.

Imprescindibles


Hay altibajos, pero por encima de todo lo que cuenta es el valor de conjunto de su obra, que es un todo esencialmente indivisible. Tras un debut que marcaba la aparición de un escritor excepcional, Goodbye, Columbus (1959), Roth inició una trayectoria fulgurante, que incluye más títulos imprescindibles de los que cabe señalar aquí. Algunos: El lamento de Portnoy (1969), probablemente la exploración más tormentosa y radical de la sexualidad masculina que se haya llevado a cabo jamás; la heptalogía centrada en torno a la figura de su alter ego literario, Nathan Zuckerman, en la que explora en profundidad qué significa ser escritor. Aunque la mayor parte de su obra se movió dentro de los parámetros de una concepción realista de la ficción, en algunas novelas, como La contravida (1986), experimentó con las posibilidades de la narrativa, buscando nuevas formas de expresión. Otros títulos fundamentales de su canon son Operación Shylock (1993) y El teatro de Sabbath (1995). Su exploración de lo que significa ser judío en los Estados Unidos, una de sus preocupaciones centrales, le valió tantos rechazos como adhesiones. A finales del siglo XX, la marcha triunfal de su escritura continuó con obras como Pastoral americana, Me casé con un comunista y, ya en el tercer milenio, La mancha humana.

Tras haber tratado a fondo cuestiones como la historia, la naturaleza del deseo y el papel de la literatura en la cultura actual, Roth dirigió la mirada hacia lacras que aquejan tanto al individuo como a la sociedad estadounidense contemporánea. A esta fase corresponden El animal moribundo, La conjura contra América, Elegía, Sale el espectro, que pone punto final a la saga de Zuckerman, Indignación, Humillación y Némesis. Publicadas casi a razón de una por año, el torrente creativo de Roth echa por tierra la idea del escritor que entra en declive en las décadas finales de su vida.

Tan importantes como sus novelas son sus obras de no ficción, entre las que destacan Los hechos (1988) y Patrimonio (1991). En conversación con David Remnick, director del New Yorker, tratando de explicar la energía interior que lo guiaba, señaló: “No sé adónde voy con esto, pero no puedo parar. Es así de sencillo”. No obstante, el momento de parar llegó. Tras la publicación de Némesis (2010), Philip Roth anunció al mundo que dejaba para siempre la escritura.
Frenazo en seco

La revelación fue recibida con estupor e incredulidad. Para su público, la idea era inaceptable. Con la misma inexorabilidad con que se entregó a la escritura, Philip Roth la abandonó. Fue un frenazo en seco para la historia literaria, no solo de su país, sino para los millones de seguidores que tenía en todos los idiomas y latitudes. Adoptó la decisión con total serenidad. Para decirlo con sus palabras, dejó de bajar a diario a la mina en busca de un material que le exigía transformar el dolor en belleza. Se abrió más a la vida social. Disfrutó de la amistad de escritores con los que no había podido relacionarse tanto como hubiera querido. Le asombraba seguir vivo. Un día más, se decía cada vez que se levantaba por la mañana, y continuaba la plácida rutina de la que no había podido disfrutar ni un solo día desde que aceptó la condena de vivir para la escritura. La muerte de Philip Roth deja un vacío que no será fácil cubrir, porque, efectivamente, con él no desaparece un autor, sino toda una manera de entender la literatura.

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