Enrique y Meghan, la boda que une dos mundos
El enlace real ahonda en la desmitificación con que los nietos de Isbel II han revitalizado la monarquía, conecta con un Reino Unido multicultural y aporta luz en la grisura del Brexit
Pablo Guimón
Londres, El País
Hay algo entrañable en las bodas reales. Las quinielas sobre el vestido y la lista de invitados, las carrozas y el atrezo apolillado, el merchandising cutre, los excesos de los paparazi, los minutos de gloria de los forofos chupacámaras, las quejas de los más feroces republicanos que en todo ven signos de decadencia. Esta vez todo es igual. Y, al mismo tiempo, todo es distinto. Hasta los observadores menos entusiastas convendrán que, aunque solo sea por la foto de la reina tomando el té con la suegra de su nieto, una afroamericana de California con rastas y un aro en la nariz, todo esto habrá merecido la pena.
Hoy, en el castillo de Windsor, se casan dos mundos. Que Meghan Markle sea extranjera es lo de menos. Más que nada porque los propios Windsor lo son. Solo que, cuando la Primera Guerra Mundial desató un sentimiento antialemán en Inglaterra, Jorge V cambió el apellido de Sajonia-Coburgo y Gotha por el de Windsor, en honor al castillo en el que hoy se casa su tataranieto Enrique, sexto en la sucesión al trono. La clave, más que la nacionalidad de los novios, está en esa proverbial capacidad de la familia real británica de adaptarse a los tiempos.
“Esta boda nos irritará un poco a gente como yo, porque Meghan romperá bastante el protocolo”, confiesa, con fina ironía inglesa, William Hanson, experto en protocolo y etiqueta real. Quizá para ahorrar los sarpullidos a Hanson, se ha optado por un festejo diferente de lo habitual. Nada de mesas formales, sino una recepción de pie con canapés. Eso, para los más afortunados. Los 2.640 plebeyos que han sido invitados a poblar los jardines del castillo “para que se sientan parte de la celebración” -y para que no aparezca todo vacío en la tele- han recibido una carta en la que la familia real, con una riqueza estimada superior los 450 millones de euros, les sugiere que traigan “un almuerzo de picnic, ya que no será posible comprar comida o bebida en el lugar”.
Si desde sus casas quieren adivinar quién va por el novio y quién por la novia, dada la dificultad de detectar las trasgresiones al enrevesado código indumentario, Hanson recomienda fijarse en los contactos físicos. “Hoy en día el contacto visual está tolerado. Otra cosa es el físico. Kate y Guillermo no se dan la mano en público. La reina y el duque de Edimburgo no se tocan nunca. Es algo muy británico. Aquí solo mostramos emoción con los perros y los caballos”, bromea. Así que ya saben: cada vez que un americano toque a un royal, chupito.
Esa relajación del protocolo ha sido clave en el renovado vigor de la monarquía británica. “No debemos dejar que la luz del día penetre en la magia”, advertía Walter Bagehot, referente del constitucionalismo inglés. Siempre se ha dicho que la monarquía, para su supervivencia, necesita es punto de lejanía y misterio. Pero resulta que los Windsor han ganado relevancia gracias a un proceso de desmitificación, impecablemente orquestado por los hijos del heredero al trono.
“Una actriz de Hollywood mestiza y divorciada que fue a un colegió católico se va a casar con el hijo del próximo rey. Una frase así sencillamente no podría haber sido escrita hace una generación”, arrancaba un editorial del conservador The Daily Telegraph, que llamaba a convertir la boda en “un gran acontecimiento nacional”.
No conviene olvidar que, hace solo dos inviernos, las alarmas sonaron cuando una gripe impidió a la reina, de 92 años, asistir a las misas de Navidad y Año Nuevo. Volvieron a sonar en mayo del año pasado, cuando se convocó de madrugada a todo el personal de la casa Windsor para comunicar que el duque de Edimburgo, de 96, dejaba sus funciones públicas. El sentir general era que la próxima exhibición de pompa monárquica podría ser un funeral. Pero entonces llegó Markle.
Muchos quieren ver esta boda como un símbolo de un país que ha cambiado. Otros advierten de que el racismo, en un país en que los crímenes de odio se han disparado después del Brexit, no se resuelve mezclando un poco de sangre azul con otro poco de sangre mestiza.
La boda entre Meghan Markle y el príncipe Enrique hará a la monarquía parecer más inclusiva y conectada con un Reino Unido multicultural. Introducirá un toque de sueño americano en el territorio del privilegio. Simbolizará la relación especial entre la gran monarquía y la gran república. Inyectará, calculan los expertos, más de 90 millones de euros a la economía británica. Y aportará un saludable toque de luz en un país que es un poco más gris por el Brexit.
En busca de una función desde el fin del imperio, la realeza británica ha encontrado en el Reino Unido del Brexit su papel de embajadores de una marca más pequeña. Hasta el punto de que la monarquía parece hoy lo único “fuerte y estable”, tomando prestado el eslogan electoral con el que Theresa May se fue a pique en 2017, en el constitucionalismo británico. Cuando el futuro es incierto, Reino Unido siempre ha mirado al pasado. Y la realeza, igual que el Brexit, encarna la nostalgia de un pasado glorioso.
Pablo Guimón
Londres, El País
Hay algo entrañable en las bodas reales. Las quinielas sobre el vestido y la lista de invitados, las carrozas y el atrezo apolillado, el merchandising cutre, los excesos de los paparazi, los minutos de gloria de los forofos chupacámaras, las quejas de los más feroces republicanos que en todo ven signos de decadencia. Esta vez todo es igual. Y, al mismo tiempo, todo es distinto. Hasta los observadores menos entusiastas convendrán que, aunque solo sea por la foto de la reina tomando el té con la suegra de su nieto, una afroamericana de California con rastas y un aro en la nariz, todo esto habrá merecido la pena.
Hoy, en el castillo de Windsor, se casan dos mundos. Que Meghan Markle sea extranjera es lo de menos. Más que nada porque los propios Windsor lo son. Solo que, cuando la Primera Guerra Mundial desató un sentimiento antialemán en Inglaterra, Jorge V cambió el apellido de Sajonia-Coburgo y Gotha por el de Windsor, en honor al castillo en el que hoy se casa su tataranieto Enrique, sexto en la sucesión al trono. La clave, más que la nacionalidad de los novios, está en esa proverbial capacidad de la familia real británica de adaptarse a los tiempos.
“Esta boda nos irritará un poco a gente como yo, porque Meghan romperá bastante el protocolo”, confiesa, con fina ironía inglesa, William Hanson, experto en protocolo y etiqueta real. Quizá para ahorrar los sarpullidos a Hanson, se ha optado por un festejo diferente de lo habitual. Nada de mesas formales, sino una recepción de pie con canapés. Eso, para los más afortunados. Los 2.640 plebeyos que han sido invitados a poblar los jardines del castillo “para que se sientan parte de la celebración” -y para que no aparezca todo vacío en la tele- han recibido una carta en la que la familia real, con una riqueza estimada superior los 450 millones de euros, les sugiere que traigan “un almuerzo de picnic, ya que no será posible comprar comida o bebida en el lugar”.
Si desde sus casas quieren adivinar quién va por el novio y quién por la novia, dada la dificultad de detectar las trasgresiones al enrevesado código indumentario, Hanson recomienda fijarse en los contactos físicos. “Hoy en día el contacto visual está tolerado. Otra cosa es el físico. Kate y Guillermo no se dan la mano en público. La reina y el duque de Edimburgo no se tocan nunca. Es algo muy británico. Aquí solo mostramos emoción con los perros y los caballos”, bromea. Así que ya saben: cada vez que un americano toque a un royal, chupito.
Esa relajación del protocolo ha sido clave en el renovado vigor de la monarquía británica. “No debemos dejar que la luz del día penetre en la magia”, advertía Walter Bagehot, referente del constitucionalismo inglés. Siempre se ha dicho que la monarquía, para su supervivencia, necesita es punto de lejanía y misterio. Pero resulta que los Windsor han ganado relevancia gracias a un proceso de desmitificación, impecablemente orquestado por los hijos del heredero al trono.
“Una actriz de Hollywood mestiza y divorciada que fue a un colegió católico se va a casar con el hijo del próximo rey. Una frase así sencillamente no podría haber sido escrita hace una generación”, arrancaba un editorial del conservador The Daily Telegraph, que llamaba a convertir la boda en “un gran acontecimiento nacional”.
No conviene olvidar que, hace solo dos inviernos, las alarmas sonaron cuando una gripe impidió a la reina, de 92 años, asistir a las misas de Navidad y Año Nuevo. Volvieron a sonar en mayo del año pasado, cuando se convocó de madrugada a todo el personal de la casa Windsor para comunicar que el duque de Edimburgo, de 96, dejaba sus funciones públicas. El sentir general era que la próxima exhibición de pompa monárquica podría ser un funeral. Pero entonces llegó Markle.
Muchos quieren ver esta boda como un símbolo de un país que ha cambiado. Otros advierten de que el racismo, en un país en que los crímenes de odio se han disparado después del Brexit, no se resuelve mezclando un poco de sangre azul con otro poco de sangre mestiza.
La boda entre Meghan Markle y el príncipe Enrique hará a la monarquía parecer más inclusiva y conectada con un Reino Unido multicultural. Introducirá un toque de sueño americano en el territorio del privilegio. Simbolizará la relación especial entre la gran monarquía y la gran república. Inyectará, calculan los expertos, más de 90 millones de euros a la economía británica. Y aportará un saludable toque de luz en un país que es un poco más gris por el Brexit.
En busca de una función desde el fin del imperio, la realeza británica ha encontrado en el Reino Unido del Brexit su papel de embajadores de una marca más pequeña. Hasta el punto de que la monarquía parece hoy lo único “fuerte y estable”, tomando prestado el eslogan electoral con el que Theresa May se fue a pique en 2017, en el constitucionalismo británico. Cuando el futuro es incierto, Reino Unido siempre ha mirado al pasado. Y la realeza, igual que el Brexit, encarna la nostalgia de un pasado glorioso.