Dos calamidades de Loris Karius
El portero del Liverpool hunde a su equipo al cometer los dos errores garrafales que provocaron el 1-0 y el 3-1 frente al Real Madrid
Diego Torres
El País
Los pases de Toni Kroos no iban a ninguna parte en la noche de Kiev. Esto era noticia. El alemán no estaba inspirado. En el minuto 51 perfiló su estampa pálida, hizo un golpeo de salón, y envió el balón en profundidad a Benzema. Demasiado largo, fue a las manos de Loris Karius. El portero del Liverpool recogió la pelota de su paisano y procuró salir jugando rápido echándosela a un compañero que iba a su derecha. La pelota apenas había salido de sus manos cuando Benzema estiró el pie y la desvió. Karius se giró y se quedó mirando el espectáculo a punto de emitir un chillido. El balón entró dulcemente entre los tres palos. Ante el estupor general, Benzema celebró su acceso a la gloria a costa del error más garrafal que se recuerda en una final de Champions en lo que va de siglo.
Karius dedicó su energía a culpar al árbitro, al juez de área y al linier. Les culpó de algo. De no sancionar la vehemencia de Benzema, tal vez. El hombre estaba desencajado. Fuera de sí. Debió resultarle imposible poner atención en lo que sucedía en la cancha porque le metieron todo lo que le tiraron. En el minuto 83 él mismo se metió el gol definitivo en contra. Fue un tiro de Bale desde 40 metros, centrado. En lugar de desviarlo puso las manos blandas. Las muñecas se le doblaron y la pelota fue otra vez dentro. El 3-1, cuando el Liverpool merodeaba el área madridista, supuso la sentencia. Los niños vestidos de rojo lloraban en las tribunas. El portero se tapaba la cara escondiéndose dentro del cuello de su camiseta. Jürgen Klopp, en la banda, miraba el universo desde sus gafas empañadas, como intentando descifrar un código secreto. Él había fichado a Karius, de 24 años, en el verano de 2016. Le había traído procedente de su viejo club, el Mainz 05, y le había defendido ante su evidente bisoñez.
Nada hacía pensar que el jugador más insignificante del partido se convertiría en el protagonista del espectacular fracaso que decidiría la final más accidentada que se recuerda. Ni cuando Mohamed Salah se rompió se habían desanimado los hinchas ingleses.
El coro cantaba L'Estate Sta Finendo con esa energía y ese sentido de la armonía que inculca la iglesia protestante, la cultura del himno litúrgico y el folclore de las Islas Británicas. A todo pulmón, allez allez allez, mientras el ídolo, Salah, yacía tendido en la hierba llorando desconsolado, pidiendo el cambio, y Lallana calentaba en la banda para alterar definitivamente una final sucesivamente alterada por los imprevistos.
La luxación de Salah
Trabado con Ramos en la pugna por un balón colgado, el máximo goleador de la Premier —32 goles en 36 partidos—, estrella indiscutible del Liverpool y futbolista de moda, se acababa de luxar el hombro izquierdo en la caída. Las lágrimas le bañaban el rostro. Hacía pucheros mientras los médicos le acompañaban camino del vestuario, imaginando que seguramente se perdería mucho más que los más de 60 minutos que le quedaban al partido de Kiev. Se perdería el Mundial de Rusia.
La baja de Salah desmontó el plan de Klopp porque obligó a Firmino, nueve nominal con funciones de falso nueve, a ejercer de nueve puro. Sin más atacantes de calidad en el banquillo, el técnico se vio obligado a sustituir al lesionado con un interior, Lallana. El paso del 4-3-3 al 4-4-2 desplazó a Firmino diez metros hacia adelante, privándole de intervenir en el juego todo lo que acostumbra. El brasileño, encargado hasta entonces de articular los ataques recibiendo el primer pase, ganando tiempo a la jugada y dándole continuidad con entregas muy inteligentes a Mané y Salah, se quedó más descolgado. Lo sufrió el Liverpool, que defendió mejor replegado pero no encontró salidas.
Lo sufrió el Liverpool hasta que lo remató su propio portero, Loris Karius. Cuando el árbitro pitó el final el hombre demolido se dirigió a su hinchada juntando las palmas y pidiendo perdón en inglés: “please forgive me”.
Diego Torres
El País
Los pases de Toni Kroos no iban a ninguna parte en la noche de Kiev. Esto era noticia. El alemán no estaba inspirado. En el minuto 51 perfiló su estampa pálida, hizo un golpeo de salón, y envió el balón en profundidad a Benzema. Demasiado largo, fue a las manos de Loris Karius. El portero del Liverpool recogió la pelota de su paisano y procuró salir jugando rápido echándosela a un compañero que iba a su derecha. La pelota apenas había salido de sus manos cuando Benzema estiró el pie y la desvió. Karius se giró y se quedó mirando el espectáculo a punto de emitir un chillido. El balón entró dulcemente entre los tres palos. Ante el estupor general, Benzema celebró su acceso a la gloria a costa del error más garrafal que se recuerda en una final de Champions en lo que va de siglo.
Karius dedicó su energía a culpar al árbitro, al juez de área y al linier. Les culpó de algo. De no sancionar la vehemencia de Benzema, tal vez. El hombre estaba desencajado. Fuera de sí. Debió resultarle imposible poner atención en lo que sucedía en la cancha porque le metieron todo lo que le tiraron. En el minuto 83 él mismo se metió el gol definitivo en contra. Fue un tiro de Bale desde 40 metros, centrado. En lugar de desviarlo puso las manos blandas. Las muñecas se le doblaron y la pelota fue otra vez dentro. El 3-1, cuando el Liverpool merodeaba el área madridista, supuso la sentencia. Los niños vestidos de rojo lloraban en las tribunas. El portero se tapaba la cara escondiéndose dentro del cuello de su camiseta. Jürgen Klopp, en la banda, miraba el universo desde sus gafas empañadas, como intentando descifrar un código secreto. Él había fichado a Karius, de 24 años, en el verano de 2016. Le había traído procedente de su viejo club, el Mainz 05, y le había defendido ante su evidente bisoñez.
Nada hacía pensar que el jugador más insignificante del partido se convertiría en el protagonista del espectacular fracaso que decidiría la final más accidentada que se recuerda. Ni cuando Mohamed Salah se rompió se habían desanimado los hinchas ingleses.
El coro cantaba L'Estate Sta Finendo con esa energía y ese sentido de la armonía que inculca la iglesia protestante, la cultura del himno litúrgico y el folclore de las Islas Británicas. A todo pulmón, allez allez allez, mientras el ídolo, Salah, yacía tendido en la hierba llorando desconsolado, pidiendo el cambio, y Lallana calentaba en la banda para alterar definitivamente una final sucesivamente alterada por los imprevistos.
La luxación de Salah
Trabado con Ramos en la pugna por un balón colgado, el máximo goleador de la Premier —32 goles en 36 partidos—, estrella indiscutible del Liverpool y futbolista de moda, se acababa de luxar el hombro izquierdo en la caída. Las lágrimas le bañaban el rostro. Hacía pucheros mientras los médicos le acompañaban camino del vestuario, imaginando que seguramente se perdería mucho más que los más de 60 minutos que le quedaban al partido de Kiev. Se perdería el Mundial de Rusia.
La baja de Salah desmontó el plan de Klopp porque obligó a Firmino, nueve nominal con funciones de falso nueve, a ejercer de nueve puro. Sin más atacantes de calidad en el banquillo, el técnico se vio obligado a sustituir al lesionado con un interior, Lallana. El paso del 4-3-3 al 4-4-2 desplazó a Firmino diez metros hacia adelante, privándole de intervenir en el juego todo lo que acostumbra. El brasileño, encargado hasta entonces de articular los ataques recibiendo el primer pase, ganando tiempo a la jugada y dándole continuidad con entregas muy inteligentes a Mané y Salah, se quedó más descolgado. Lo sufrió el Liverpool, que defendió mejor replegado pero no encontró salidas.
Lo sufrió el Liverpool hasta que lo remató su propio portero, Loris Karius. Cuando el árbitro pitó el final el hombre demolido se dirigió a su hinchada juntando las palmas y pidiendo perdón en inglés: “please forgive me”.