China y EE UU suspenden la guerra comercial y retiran las subidas arancelarias

Pekín cede ante Washington y promete aumentar las importaciones de productos estadounidenses, aunque sin cuantificarlas

J. M. AHRENS
Washington, El País
Las hostilidades se suspenden. Con la vista puesta en las espinosas negociaciones para lograr la desnuclearización norcoreana, Estados Unidos y China han decidido rebajar la tensión en el frente arancelario y, tras dos días de intensas reuniones en Washington, han cerrado un principio de acuerdo. Pekín acepta reducir el déficit comercial de EEUU (cifrado en 375.000 millones de dólares en 2017) y ambas superpotencias dejan sin efecto las subidas tarifarias que amenazaban con desencadenar un seísmo de dimensiones planetarias. El presidente Donald Trump ha logrado, de momento, un primer avance.


El pacto no ha sido presentado con las habituales fanfarrias. Trump se ha mantenido en silencio y los negociadores han evitado cualquier triunfalismo. Todos saben que el camino aún es largo. Pese a las buenas intenciones, no se ha hecho pública ninguna cifra y la petición del director del Consejo Nacional de Economía, Larry Kudlow, de que China reduzca el déficit estadounidense en 200.000 millones de dólares al año tampoco ha sido aceptada. “Los detalles se conocerán a lo largo del tiempo; estas cosas no son tan precisas”, se justificó Kudlow.

Más que la paz final, lo que se ha pactado en Washington son las condiciones de un armisticio. El diálogo continúa y ahora un equipo estadounidense, liderado por el secretario de Comercio, Wilbur Ross, viajará a Pekín “para trabajar en los detalles y resolver los problemas comerciales y económicos de forma proactiva”. “Hemos llegado a un consenso y no entraremos en una guerra comercial. Mientras materializamos el acuerdo marco, se suspenden las subidas tarifarias”, explicó el secretario del Tesoro, Steven Mnuchin.

Aunque el pacto es todavía difuso, tiene una base sólida. China ha cedido públicamente a la presión de Trump y ha reconocido que tendrá que aumentar las importaciones de EEUU. “Para satisfacer las crecientes necesidades de consumo del pueblo chino y el requisito de un desarrollo económico de alta calidad, China incrementará sus compras de bienes y servicios estadounidenses. Esto ayudará al crecimiento y al empleo en Estados Unidos. Ambas partes también han acordado incrementos sustanciales en exportaciones agrícolas y energéticas estadounidenses”, señala el comunicado conjunto que se hizo publico el sábado.

La distensión llega dos meses después de que Trump abriese una batalla que hizo temblar al mundo. El pasado 23 de marzo, tras haber dejado en suspenso el pulso con Europa (153.000 millones de déficit), el presidente ordenó imponer al gigante asiático aranceles del 25% a importaciones por valor de 60.000 millones de dólares. Fue un golpe de efecto que, como todo en Trump, se dirigía a su base electoral.

En su discurso aislacionista, China figura como el primer responsable de la supuesta decadencia de la economía norteamericana. Es la materialización del entreguismo de sus antecesores y de la falta de confianza de EEUU en sí misma. Los dos grandes males que alimentan la hoguera del America First.

A este encono ideológico, la Casa Blanca suma una lectura militante de la balanza comercial. Trump, al igual que la mayoría de sus conciudadanos, considera que Pekín se ha aprovechado de la apertura estadounidense al tiempo que ha cerrado la puerta a sus productos. Así, mientras China destina el 18% de sus exportaciones a EEUU (505.000 millones), el gigante asiático solo representa el 8,4% de las ventas al exterior norteamericanas (130.000 millones). El resultado es un desequilibrio claro, pero también una formidable arma para la retórica.

“Nuestro déficit con China es el mayor de la historia de la humanidad y les he pedido reducirlo en 100.000 millones. La palabra clave es reciprocidad. Queremos tarifas espejo: si nos gravan, gravamos igual. Lo que no puede ser es que a nuestros coches les impongan una tarifa del 25%, y que nosotros a los suyos, solo del 2%”, dijo Trump al anunciar la subida arancelaria.

La ofensiva había sido preparada con cuidado. A diferencia de los palos de ciego que propinaba en su primer año de mandato, Trump ha aprendido a golpear con mayor precisión y, en este caso, diseñó una escalada visible a cualquier distancia. Primero limitó la importación de lavadoras y paneles solares chinos; luego vetó por “seguridad nacional” que la asiática Broadcom adquiriera por 117.000 millones Qualcomm, el mayor fabricante de procesadores para dispositivos móviles, y finalmente lanzó la estocada arancelaria.

El castigo comercial fue respondido en abril con otro similar por Pekín. Eran los primeros compases de un pulso titánico cuyo desenlace podía afectar a los flujos económicos mundiales. En juego había mucho más que una cuestión tarifaria. El peso de la producción china en la cadena de suministros estadounidenses y las inmensas tenencias de deuda pública norteamericana en manos orientales hacían dudar de que pudiese haber un ganador final. Por el contrario, lo que se vislumbraba era un choque de trenes entre dos economías que representan casi el 40% del PIB mundial y el 23% de la población del planeta.

A este riesgo sistémico se añadía otro factor no menos influyente: la negociación abierta para lograr la desnuclearización del régimen de Pyongyang. China, que absorbe el 90% de las exportaciones de Corea del Norte, juega un papel fundamental en esta partida. Deseosa de rebajar la tensión zonal, ha contribuido a facilitar el cara a cara entre Trump y el líder norcoreano, Kim Jong-un, que se celebrará el próximo 12 de junio en Singapur. Una guerra comercial habría puesto en peligro los equilibrios diplomáticos desplegados por ambas partes y reabierto la espita de una escalada nuclear.

Bajo estas coordenadas, ambas superpotencias han decidido evitar la sangre. Si la tregua es definitiva, todavía nadie lo sabe. Trump es volátil y el odio a China anida en el corazón de su ideología. Un fracaso en Corea del Norte, un vaivén en las encuestas o simplemente un tropiezo en la negociación pueden volver a encender el fuego.

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