Todo ha terminado para el City de Guardiola
Te sientes pletórico, rebosante de confianza al ver la alineación propuesta pero al instante estás en el suelo, con el rival celebrando el primero de los goles
Rafa Cabeleira
El País
No fue la de ayer una buena jornada para los creyentes, en especial para quienes adoramos a Pep Guardiola por encima de todas las cosas pero también para los más firmes devotos de Cristina Cifuentes. Y es que la vida, en ocasiones, es capaz de reunir en un mismo barco a los más insospechados compañeros de viaje, qué sé yo.
Son mazazos que te alcanzan de repente, no los ves venir. Te sientes pletórico, rebosante de confianza al ver la alineación propuesta (o unos papeles con distintivos oficiales) pero al instante estás en el suelo, con el rival celebrando el primero de los goles o la oposición subiéndose por las paredes. Los cimientos de tu vida han sido arrasados en apenas segundos y empiezas a notar el calor que se acumula en las sienes, las punzadas de dolor en el estómago y hasta un repentino ataque de ira que parece injustificado para quienes no han convertido el fútbol o la política en el eje principal de sus vidas.
“Es solo un partido, no te lo puede tomar así”, dice una voz que deambula por la habitación sin que puedas concretar a quién demonios pertenece. Estás casado, no tienes hijos y tampoco vives con tus padres, así que intuyes que debe tratarse de ella pero tampoco te detienes a pensarlo. En ese momento estás centrado en un delantero egipcio de pelo ensortijado que acaba de aprovechar un error grosero de Kyle Walker para arruinarte la existencia, poco importaría que la voz perteneciera a un butronero que acaba de estampar un Ford Escort contra la puerta de tu casa. Tu fijación es el empate y no tienes tiempo para pensar en el patrimonio personal o en las buenas intenciones de una pareja que, para el caso, te parecen la misma cosa: tan solo una molesta distracción.
El segundo gol no duele menos que el primero y tus gatos, hasta entonces fieles compañeros de ceremonia, parecen intuir el peligro que se cierne sobre ellos porque los ves desfilar hacia la cocina casi de puntillas, que es como aparece Mané a la espalda de Kompany para marcar el tercero. No te lo puedes creer, no te lo quieres creer, y entonces suena el teléfono y es tu jefe que se interesa por el tema de la columna de mañana.
“Algo sobre el Masters de Augusta”, improvisas. Lo importante es no dar la cara por ese entrenador al que llevas años alabando, tu orgullo y fanatismo no se lo pueden permitir, pero no es tu día de suerte -a esas alturas ya deberías saberlo- y la voz al otro lado del teléfono sugiere que te ocupes del maldito Liverpool-Manchester City. “Lo estarás viendo y del Masters ya se ocupa Morenilla”, contragolpea sin miramientos.
Tú empieza a odiar a Morenilla, a tu jefe, a tus gatos, a tu mujer, a Sadio Mané, a ese amigo que te pregunta por WhatsApp cómo va el Galatasaray solo por hacer daño, al mundo entero… “Os odio a todos”, piensas para tus adentros, pero estás tan alterado que has verbalizado la expresión y recibes como respuesta un carraspeo amonestador. Reculas, piensas rápido e improvisas que ese podría ser, precisamente, el título de la columna. No cuela.
Cuelgas el teléfono y te derrumbas en el sofá, vapuleado. La misma voz de antes pregunta desde el pasillo si ya se ha acabado el partido y aunque falta la segunda parte por jugarse, más un partido de vuelta, en ese mismo momento descubres que sí, que todo ha terminado.
Rafa Cabeleira
El País
No fue la de ayer una buena jornada para los creyentes, en especial para quienes adoramos a Pep Guardiola por encima de todas las cosas pero también para los más firmes devotos de Cristina Cifuentes. Y es que la vida, en ocasiones, es capaz de reunir en un mismo barco a los más insospechados compañeros de viaje, qué sé yo.
Son mazazos que te alcanzan de repente, no los ves venir. Te sientes pletórico, rebosante de confianza al ver la alineación propuesta (o unos papeles con distintivos oficiales) pero al instante estás en el suelo, con el rival celebrando el primero de los goles o la oposición subiéndose por las paredes. Los cimientos de tu vida han sido arrasados en apenas segundos y empiezas a notar el calor que se acumula en las sienes, las punzadas de dolor en el estómago y hasta un repentino ataque de ira que parece injustificado para quienes no han convertido el fútbol o la política en el eje principal de sus vidas.
“Es solo un partido, no te lo puede tomar así”, dice una voz que deambula por la habitación sin que puedas concretar a quién demonios pertenece. Estás casado, no tienes hijos y tampoco vives con tus padres, así que intuyes que debe tratarse de ella pero tampoco te detienes a pensarlo. En ese momento estás centrado en un delantero egipcio de pelo ensortijado que acaba de aprovechar un error grosero de Kyle Walker para arruinarte la existencia, poco importaría que la voz perteneciera a un butronero que acaba de estampar un Ford Escort contra la puerta de tu casa. Tu fijación es el empate y no tienes tiempo para pensar en el patrimonio personal o en las buenas intenciones de una pareja que, para el caso, te parecen la misma cosa: tan solo una molesta distracción.
El segundo gol no duele menos que el primero y tus gatos, hasta entonces fieles compañeros de ceremonia, parecen intuir el peligro que se cierne sobre ellos porque los ves desfilar hacia la cocina casi de puntillas, que es como aparece Mané a la espalda de Kompany para marcar el tercero. No te lo puedes creer, no te lo quieres creer, y entonces suena el teléfono y es tu jefe que se interesa por el tema de la columna de mañana.
“Algo sobre el Masters de Augusta”, improvisas. Lo importante es no dar la cara por ese entrenador al que llevas años alabando, tu orgullo y fanatismo no se lo pueden permitir, pero no es tu día de suerte -a esas alturas ya deberías saberlo- y la voz al otro lado del teléfono sugiere que te ocupes del maldito Liverpool-Manchester City. “Lo estarás viendo y del Masters ya se ocupa Morenilla”, contragolpea sin miramientos.
Tú empieza a odiar a Morenilla, a tu jefe, a tus gatos, a tu mujer, a Sadio Mané, a ese amigo que te pregunta por WhatsApp cómo va el Galatasaray solo por hacer daño, al mundo entero… “Os odio a todos”, piensas para tus adentros, pero estás tan alterado que has verbalizado la expresión y recibes como respuesta un carraspeo amonestador. Reculas, piensas rápido e improvisas que ese podría ser, precisamente, el título de la columna. No cuela.
Cuelgas el teléfono y te derrumbas en el sofá, vapuleado. La misma voz de antes pregunta desde el pasillo si ya se ha acabado el partido y aunque falta la segunda parte por jugarse, más un partido de vuelta, en ese mismo momento descubres que sí, que todo ha terminado.