Qué bien, ganaron los perdedores
La gala salió entretenida, bien presentada, sutil en sus dardos, muy llevadera
Carlos Boyero
El País
Imagino que para muchos cinéfilos o enamorados genéticos de las marchas de pompa y circunstancias, que no tengan la proletaria obligación de madrugar, la ceremonia de los Oscar supone el anual advenimiento del Mesías, ellos no necesitan alterar su organismo con diversas sustancias para mantenerse despiertos y gozosos a las seis de la mañana. Sin embargo, para otro tipo de espectadores, los que deben permanecer insomnes y con gesto de búho por su responsabilidad de informar en los medios sobre el solemne acontecimiento, puede ocurrir que se cierren frecuentemente los párpados cuando los premiados se pasan cantidad en su lista de agradecimiento, la gala es fatigosa y el guion se esfuerza vanamente en ser ocurrente y gracioso.
Durante muchos años veía los Oscar en compañía de periodistas deportivos. Hacíamos quinielas y el ganador se llevaba una pasta. Se supone que el especialista era yo, pero jamás ganaba la apuesta. Inevitablemente, mi lista era la que menos aciertos tenía, mis amigos peloteros se habían preparado a fondo para adivinar los gustos de la Academia. El amanecer nos pillaba en aparatoso estado etílico, el desmadre podía alcanzar niveles surrealistas, los Oscar siempre eran una fiesta para nosotros aunque hubieran sido insoportables.
“Hace tiempo que me acuesto temprano”, aseguraba el protagonista de En busca del tiempo perdido y el anciano y desolado Robert de Niro en Érase una vez en América. Yo también, aunque a diferencia de ellos, sea una persona muy simple. O sea, que desde hace tiempo veo la ceremonia en la soledad de mi casa. Y como tampoco utilizo estímulos para aguantar la vigilia acostumbro a quedarme frito de vez en cuando, aburrirme, meterme en el lecho al amanecer con la sensación de haber recibido una paliza. No me ocurrió esto en la última ceremonia. Y estaba anticipadamente aterrado ante el previsible y mareante protagonismo del #MeToo, esa cosita inquisitoria que no solo llevará a los malos al infierno terrenal, sino que también puede enviar a la hoguera a brujos que jamás actuaron como tales. Pero fue entretenida, bien presentada y desarrollada, sutil en sus dardos, muy llevadera. Dudo que la bestia Trump la siguiera en un exceso de masoquismo, pero si lo hizo se llevaría un susto viendo a tantos latinos y negros poblando el imperio de los sueños. Y respondones, además. Sacando pecho por ocupar o compartir el trono de Hollywood. Y fue brillante y necesario el discurso de Frances McDormand. Su pinta era muy rara, ataviada con un ropaje entre exótico y siniestro, hiperventilada, según su propia confesión, aunque algún malpensado podría deducir que también colocada, implacable y vengadora como el personaje de su película. Y tiene un recurso genial. Pedirle a la reina madre Meryl Streep y a todas las nominadas al Oscar que se levanten de sus asientos. Este inteligente gesto escénico va acompañado por su petición a los dueños del negocio que no les cuenten a esas mujeres en la fiesta posterior que su trabajo les ha parecido maravilloso, sino que les ofrezcan la próxima semana citas inaplazables en sus despachos para escuchar sus proyectos y firmarles contratos.
¿Y los premios? Creo que es tan justo como poético que hayan reconocido el transparente genio, la audacia argumental, la capacidad para crear universos fascinantes y extraños, la mezcla de géneros, la grandeza visual, la combinación de horror, humor, ternura y lirismo, que demuestra Guillermo del Toro en la preciosa (para mí) La forma del agua. Gary Oldman hizo creación sobria y memorable encarnando a mi amado George Smiley en El topo, pero le negaron el Oscar. Se ha tomado la revancha con su impresionante creación del volcánico y complejo Winston Churchill en El instante más oscuro, un galardón inapelable.
Y Frances McDormand está temible y perfecta (como casi siempre) en Tres anuncios en las afueras, película en la que me gustan algunas cosas (las cartas del sheriff son magníficas) y otras me repelen, como la actitud listorra y tramposa del guionista y director Martin McDonagh jugando con sus personajes y con el espectador. Y creo que las sólidas y excelentes Dunkerque y Los archivos del Pentágono merecían algo más, pero el obeso Guillermo del Toro se zampó casi toda la tarta. Se lo merece. No hay muros para el verdadero talento, aunque vengamos de países de mierda, como usted los define, le han demostrado los infiltrados mexicanos Iñárritu, Cuarón y Del Toro al arrogante jefe del imperio. Y Hollywood lo reconoce. Y que este ofrezca idénticas oportunidades a los dos sexos. A condición de que sean auténticos profesionales, gente con algo bueno que ofrecer a los espectadores. No insufribles, oportunistas y mediocres voceadores de consignas.
Carlos Boyero
El País
Imagino que para muchos cinéfilos o enamorados genéticos de las marchas de pompa y circunstancias, que no tengan la proletaria obligación de madrugar, la ceremonia de los Oscar supone el anual advenimiento del Mesías, ellos no necesitan alterar su organismo con diversas sustancias para mantenerse despiertos y gozosos a las seis de la mañana. Sin embargo, para otro tipo de espectadores, los que deben permanecer insomnes y con gesto de búho por su responsabilidad de informar en los medios sobre el solemne acontecimiento, puede ocurrir que se cierren frecuentemente los párpados cuando los premiados se pasan cantidad en su lista de agradecimiento, la gala es fatigosa y el guion se esfuerza vanamente en ser ocurrente y gracioso.
Durante muchos años veía los Oscar en compañía de periodistas deportivos. Hacíamos quinielas y el ganador se llevaba una pasta. Se supone que el especialista era yo, pero jamás ganaba la apuesta. Inevitablemente, mi lista era la que menos aciertos tenía, mis amigos peloteros se habían preparado a fondo para adivinar los gustos de la Academia. El amanecer nos pillaba en aparatoso estado etílico, el desmadre podía alcanzar niveles surrealistas, los Oscar siempre eran una fiesta para nosotros aunque hubieran sido insoportables.
“Hace tiempo que me acuesto temprano”, aseguraba el protagonista de En busca del tiempo perdido y el anciano y desolado Robert de Niro en Érase una vez en América. Yo también, aunque a diferencia de ellos, sea una persona muy simple. O sea, que desde hace tiempo veo la ceremonia en la soledad de mi casa. Y como tampoco utilizo estímulos para aguantar la vigilia acostumbro a quedarme frito de vez en cuando, aburrirme, meterme en el lecho al amanecer con la sensación de haber recibido una paliza. No me ocurrió esto en la última ceremonia. Y estaba anticipadamente aterrado ante el previsible y mareante protagonismo del #MeToo, esa cosita inquisitoria que no solo llevará a los malos al infierno terrenal, sino que también puede enviar a la hoguera a brujos que jamás actuaron como tales. Pero fue entretenida, bien presentada y desarrollada, sutil en sus dardos, muy llevadera. Dudo que la bestia Trump la siguiera en un exceso de masoquismo, pero si lo hizo se llevaría un susto viendo a tantos latinos y negros poblando el imperio de los sueños. Y respondones, además. Sacando pecho por ocupar o compartir el trono de Hollywood. Y fue brillante y necesario el discurso de Frances McDormand. Su pinta era muy rara, ataviada con un ropaje entre exótico y siniestro, hiperventilada, según su propia confesión, aunque algún malpensado podría deducir que también colocada, implacable y vengadora como el personaje de su película. Y tiene un recurso genial. Pedirle a la reina madre Meryl Streep y a todas las nominadas al Oscar que se levanten de sus asientos. Este inteligente gesto escénico va acompañado por su petición a los dueños del negocio que no les cuenten a esas mujeres en la fiesta posterior que su trabajo les ha parecido maravilloso, sino que les ofrezcan la próxima semana citas inaplazables en sus despachos para escuchar sus proyectos y firmarles contratos.
¿Y los premios? Creo que es tan justo como poético que hayan reconocido el transparente genio, la audacia argumental, la capacidad para crear universos fascinantes y extraños, la mezcla de géneros, la grandeza visual, la combinación de horror, humor, ternura y lirismo, que demuestra Guillermo del Toro en la preciosa (para mí) La forma del agua. Gary Oldman hizo creación sobria y memorable encarnando a mi amado George Smiley en El topo, pero le negaron el Oscar. Se ha tomado la revancha con su impresionante creación del volcánico y complejo Winston Churchill en El instante más oscuro, un galardón inapelable.
Y Frances McDormand está temible y perfecta (como casi siempre) en Tres anuncios en las afueras, película en la que me gustan algunas cosas (las cartas del sheriff son magníficas) y otras me repelen, como la actitud listorra y tramposa del guionista y director Martin McDonagh jugando con sus personajes y con el espectador. Y creo que las sólidas y excelentes Dunkerque y Los archivos del Pentágono merecían algo más, pero el obeso Guillermo del Toro se zampó casi toda la tarta. Se lo merece. No hay muros para el verdadero talento, aunque vengamos de países de mierda, como usted los define, le han demostrado los infiltrados mexicanos Iñárritu, Cuarón y Del Toro al arrogante jefe del imperio. Y Hollywood lo reconoce. Y que este ofrezca idénticas oportunidades a los dos sexos. A condición de que sean auténticos profesionales, gente con algo bueno que ofrecer a los espectadores. No insufribles, oportunistas y mediocres voceadores de consignas.